Espero que si algún humano (me vale también animales) llega a esta reseña lo haga comido y con la siesta echada.
Al final de la misma encontraréis un test con 250 preguntas (muy fáciles) sobre la reseña y una encuesta de satisfacción. La encuesta es obligatoria cumplimentarla para poder acceder a futuras reseñas.
La Tournée un Dios de Enrique Jardiel Poncela es un libro (publicado en 1932 y censurado tanto por La República, como por el Régimen Franquista, que lo consideró blasfemo) que recomendaría leer a todo el mundo y en especial a aquellos para quienes la Religión o su fe es algo tan sagrado que ni admiten réplica, ni son capaces de reflexionar un segundo sobre aquello en lo que creen creer. Además, visto cómo algunos eliminan a quienes les desagradan mediante el exterminio físico, es más recomendable que nunca tomarse la religión con Humor, porque todo es (o debiera ser) susceptible de ser analizado bajo la lente del Humor, la Religión, también.
El libro comienza con una dedicatoria singular: A Dios, que me cae muy simpático.
Le sucede luego un prólogo que no tiene desperdicio todo él, donde el autor se defiende, argumentando que no es este un libro antirreligioso, sino que en todo caso es un libro que va en contra de la Humanidad, la cual por otra parte está como una cabra.
Y antes de comenzar el libro tenemos una advertencia, sobre cómo leer este libro, donde entre otras cosa nos encontraremos con esto:
«Finalmente, aun hay otro sistema: coger el libro sin leerlo y arrojarlo por el libro sin leerlo y arrojarlo por el balcón»
Ya metidos en el harina, la noticia bomba es que al Papa se le ha aparecido Dios y le ha dicho que viene a la Tierra de visita. Descubrimos entonces a dos personajes particulares.
Federico, hablando de Perico Espasa, solía decir:
—Es el número uno de los periodistas españoles.
Y Perico Espasa opinaba de Federico:
—Es el primer novelista de España.
Jardiel que trabajó de periodista y conoce bien el oficio desde dentro nos brinda unas cuantas definiciones de lo que era para él un periódico: “vampiro de la inteligencia”, “calabozo bien iluminado”, “palanca de la edad moderna”, “multicopista del pensamiento”, “trampolín de la gloria”, “espuela de las actividades ajenas”, “tractor de las vanidades”, “resorte de las muchedumbres”, “opinión de las que no la tienen”, “desesperación del gramático”, “apóstol de la mentira”, “palacio de la errata”, entre otras.
Por medio de estos dos ronda Natalia Lorzain, actriz, que se rinde sin remisión a los encantos Federico, a su pico de oro, a su aura de novelista.
En fin, que acaban juntos y pasa lo que tiene que pasar.
El amor es el puente que sirve para pasar del onanismo al embarazo.
Nace el chiquillo y Natalia coge las de Villadiego. Federico se ve a solas con el chiquillo mientras la Humanidad entera vibra con la llegada de Dios.
El advenimiento podía haber sido en cualquier parte del globo pero acaba siendo en Madrid, en el Cerro de Los Ángeles. ¿Por qué?. A leer.
«DESCENDERÉ EN EL CENTRO DEL CENTRO DE MI AFECTO».—Aquí se abordaba el tema más importante; el tema sobre el que ya había reflexionado mucho el Papa; ¿en qué lugar de la Tierra iría a aparecer, o descender, Dios? Y Dios anunciaba:
Descenderé en el centro del centro de mi afecto para explicarle después al Pontífice: «Y A TI TE DIGO QUE MI «AFECTO» ES AQUEL PUEBLO QUE MÁS TRABAJÓ Y SUFRIÓ POR MI EXPANSIÓN». El Santo Padre meditó largamente. ¿Qué pueblo era aquél? ¿Roma? Hasta que una idea centelleante inspiró su mente: ¡España! España, sí. España era el pueblo que más había trabajado y sufrido por la expansión de Dios: las luchas contra todos los pueblos de Oriente; el golpe de gracia a Cartago; sus peleas contra el Imperio de los Cesares, su resistencia a los germanos; la expulsión de árabes y moriscos; la conquista y colonización de América; la derrota infligida a los turcos. Hasta en la época moderna, en pleno siglo XX, guerreaba con el beréber..
. España, no cabía duda. Sólo a España podía Dios referirse. España era «su afecto». Descenderé en el centro del centro de España. ¿Cuál era el centro exacto de España? El Santo Padre recurrió a un mapa minucioso. El centro de España era la provincia de Madrid, y el centro del centro, el Cerro de los Ángeles. Dios iba a descender junto al monumento a su Hijo.
Dios ya tiene fijado entonces el lugar y la fecha. Y acontece el advenimiento y Poncela se desmelena contándonos la llegada de Dios, su triunfal y bélica llegada, pues como quien limpia las cunetas de rastrojos, del mismo modo se limpiarán los concurridos caminos de expectantes escuchantes. Una barrida en toda regla. Más de 65.000 bajas, a fin de preservar la integridad física del Hacedor.
Después de este hecho el libro en esos momentos entra en parada cardiaca, pues tras la suma expectación e ilusión de casi todos ante la llegada de Dios, al comprobar el estéril discurso de este y viendo como dilapida su tiempo en carreras de galgos, viendo museos, sin hacer nada propio de tal Divinidad, comienza a cundir el desánimo, la indiferencia, al constatar que las cosas no son como la gente se las imaginaba.
Antes de emprender su regreso, después de 26 días por España, da un discurso en una plaza de toros, que revienta en sentido literal. Sobre los cascotes la gente ve como su mundo se les viene abajo, toda vez que Dios sin pelos en la lengua, además de eterno, inmortal, inmutable y cuantos adjetivos se les vengan en mente, arremeta, contra unos y otros, contra las derechas, contra las izquierdas, contra los de arriba, los de abajo, sacando los colores a los que se conoce como blancos e incluso aunque parezca milagroso, también a los negros. Y lo hace incurriendo en ese punto débil de todos los humanos, que cogen un texto y lo manosean a su conveniencia, y lo interpretan a su antojo, para después organizar guerras, pasar gente por las piras, o a cuchillo, y cuantos desmanes se nos ocurran siempre en nombre de un Dios.
¿Cómo podré estar con vosotros, insensatos, si no os diferenciáis en nada de los paganos de la antigua Roma.? Ellos tenían un Dios propicio para cada ramo de la actividad humana, y vosotros los tenéis igualmente. ¿Qué líos son esos de Santa Lucia, abogada de la vista, San Isidro, protector de la Agricultura, San Antonio arbitro del matrimonio, Santiago, patrono de la guerra?. . . ¿Cómo suponéis que pueda yo aceptar una Señora de Lourdes que cure la parálisis. o un San Cristóbal que proteja a los automovilistas cuando viajan por carretera? ¿ Qué hay que entender por Sagrado Corazón»? ¿Y por Cuerpo Incorrupto de San Isidro? ¿Quién os ha dicho que adoréis vísceras, reliquias y objetos? ¿A que viene lo de orar a docenas de Vírgenes distintas y asegurar que ésta es más milagrosa que aquélla? ¿Por qué rezar ante docenas de Cristos diferentes, diciendo que uno mueve los ojos y otro llora, que el de más allá desclava una mano y el de más acá mana sangre? ¿Qué clase de barullo confuso, de galimatías embrollado, habéis hecho de mi sencillísima religión? ¿Cómo, después de esto, podéis creer que estoy con «vosotros?
«¿De qué manera grotesca e infantil habéis interpretado mi Idea y mi Ley? ¿Pensáis que tenga yo algo que ver con vuestros desfiles, con vuestras procesiones, con vuestros conciertos sacros, con vuestros millares de imágenes, con vuestros centenares de oraciones? ¿En qué cabeza cabe que yo pueda aprobar vuestras peregrinaciones, vuestros cilicios, vuestras ofertas, vuestras promesas, vuestros cirios, vuestras joyas? ¿No comprendéis que nada de eso puede ir conmigo?
Tras el discurso Dios se ve más sólo que la una y decide volverse por donde ha venido, sin que su presencia cause ya ninguna sensación en quien lo contempla. Eso sí, antes de irse, Jardiel de nuevo nos brinda un momento único, donde otra vez se sale por la tangente y donde si uno podría esperar de Dios un milagro para acabar el libro con final feliz y todos llorando a moco tendido, consecuente con todo lo anterior, y con su personal filosofía de vida -el sarcasmo por bandera- el final está en las antípodas de lo que podríamos imaginar cualquiera de nosotros.
Jardiel consideró esta novela, su mejor obra, la obra más profunda que escribió nunca, una novela que por otra parte tiene un montón de elementos curiosos, desde esa dedicatoria y un prólogo descacharrante, hasta unas páginas trufadas de texto a dos columnas, de recuadros a modo de viñetas, de caligramas, de dibujos (como esos relojes indicando la hora de llegada de Dios. O esa cabra que es la metáfora de cómo está la Humanidad según el autor), o esas notas a pie de página donde el autor conversa con el lector, o donde sigue haciendo humor, mofándose de las convencionales y a menudo soporíferas notas al pie.
Me resulta chocante la idea que Jardiel tenía de las mujeres, así en el texto, la mujer resulta ser superficial, vanidosa, falsa, vulgar, mala, incongruente. Ya dijo Jardiel en su día que en sus obras no había mujeres honestas, porque él no había llegado a conocer a ninguna. Así pues los personajes femeninos a cargo de Natalia Lorzain o el de la niñera del hijo de Federico, se llevarán cada una un buen manojo de puyazos.
A la vista del ingenio, la agudeza, la potencia narrativa que se gastaba Jardiel, uno lo cree, cual Supremo Hacedor de las Letras, capaz de afrontar cualquier género literario y salir airoso, incluso a hombros diría.
Pongo una historieta que deja las andanzas de Pomponio Flato a la altura del perejil.
Dos meses antes del martirio y muerte de San Pedro en Roma, bajo el imperio de Nerón, las persecuciones a los cristianos habían llegado a su máximo apogeo y las mazmorras del Ostriano estaban repletas de hombres, mujeres y niños destinados a morir, despedazados por las fieras, en el anfiteatro. Entre estos miles de infelices víctimas hallábase San Procopio. Era San Procopio un varón austero, recio, alto, de poblada barba negra y lentes..
—¡Lentes! ¡Lentes! —exclamaba regocijado el Supremo Hacedor—.
¡Lentes San Procopio!
Y reía hasta congestionarse.
Flagg seguía impertérrito:
—Triunfaba abril, un hermoso día de abril, cuando San Procopio, en unión de trescientos cristianos más, salió, empujado por los mastigóforos a la arena, sembrada de pétalos de rosa y de polvo de azafrán. El Circo, abarrotado, trepidaba. En su palco hallábanse las vestales; Nerón, en el suyo, rodeado de augustales, pretorianos y palatinos; arriba, en las galerías, aullaba la plebe, mascando carne asada que había hecho repartir el César y tirando los huesos chuperreteados a los míseros mártires. Los pebeteros, donde se quemaba el sándalo griego, no bastaban para ahogar el hedor de las sucias multitudes, y Nerón se llevaba a la nariz, de vez en cuando, un manojo de perfumadas violetas de Capri. Dominándolo todo, resplandecía el cielo azul, cortado a medias por el gigantesco toldo de tela de púrpura, que valía cuatrocientos mil ochocientos veintidós sextercios.
Nuevas risas de Dios. Flagg seguía así:
—A una señal de César, vibraron las trompetas, se abrieron los funículos y cien tigres del Eufrates saltaron a la arena. Bravos; aplausos; delirantes ovaciones.
«¡A muerte los cristianos! ¡A muerte! ¡A muerte!», oyese en todos los ámbitos del Circo. Y mientras tanto, los cristianos, aterrados, forman un grupo humilde en el centro de la gran elipse. Rezan; se despiden; elevan los ojos y las almas al cielo. De pronto cien tigres se lanzan sobre el grupo y… diez minutos después no hay más que cadáveres palpitantes, huesos rotos y miembros despedazados. Pero un cristiano sigue de pie, ileso, incólume. Los tigres se acercan a é1, le miran y pasan de largo sin tocarle. Es San Procopio. Nerón le llama a su palco.
—Estoy dispuesto a perdonarte la vida —le advierte— si me dices cómo has hecho para que los tigres no te ataquen.
San Procopio contesta:
—Es fácil. Los tigres han oído al pueblo gritar que mueran los cristianos y contra los cristianos se han dirigido.
. .
—Sí.
—Pues bien; para salvarme, me he aprovechado de eso.
Cuando los tigres se me acercaban, yo les decía en voz baja:
«Soy budista», y ellos seguían adelante murmurando:
«¡Ah, bueno!»
Dios reía a más no poder con estas y otras mentiras del doctor Flagg.
Y los días iban pasando.
Ya para acabar, a modo de colofón, apuntar que la figura de Florencio Jardiel Dobato, dean de Zaragoza, tendría algo que ver en el éxito de este libro, pues fue quién asesoró a Jardiel en la redacción de esta novela, y son precisamente las invectivas dedicadas a los blancos, a los negros (Republicanos, Socialistas, Radicales, Sindicalistas, Libertarios, Comunistas, Nihilistas, Anarquistas) y luego a todos juntos, lo que más he disfrutado de la novela, unas páginas tan lúcidas y certeras que ponen los pelos (al que los tenga) de punta, en blanco.
Lean a Jardiel. Y propalar su religión del HUMOR, sí, con mayúsculas
No es fácil encontrar esta mezcla tan bien conseguida de HUMOR + INTELIGENCIA + AGUDEZA + CREATIVIDAD + POTENCIA NARRATIVA.
………………………………………..FIN ………………………………………
Si queréis saber más cosas de Jardiel os animo a leer el libro Jardiel la risa inteligente de Enrique Gallud Jardiel.
Hola
Este libro lo leí hace muchísimos años y me reí muchísimo con él.
Es la única novela que he leído suya.
Sus obras de teatro eran muy transgresoras para la época.