Cádiz es una ciudad que me encantaría visitar, y despúes de leer artículos como este de Juan Cruz en El País (20-08-06), todavía más.
Por Cádiz entró la modernidad en España, y ahí sigue. Dice el poeta Caballero Bonald, autor de ‘La costumbre de vivir’, que en esa ciudad atlántica y magnífica se produce una gracia que nada tiene que ver con los tópicos que conviven con la expresión ‘gracia andaluza’
Y ese es el sol. José Carlos Martín tiene 39 años. Era fotógrafo, en Madrid. Cádiz tira, y volvió a su tierra. Tiene aquí un bar, una moto y tiempo. En Madrid ganaba el doble que aquí; pero aquí tiene tiempo. Nos llevó en moto, de Cortadura a La Caleta, y recalamos en La Viña, el barrio del Carnaval, el barrio. Delante de la puesta de sol, en La Caleta, junto al monumento que mereció el escritor Fernando Quiñones, José Carlos miró hacia los castillos y hacia el horizonte: «Mira, y ese es el sol». En Cádiz los gaditanos no son sólo titulares de la historia, sino del tiempo, del espacio y del aire. «Mira, y ese es el sol». ¿Y son tan felices los gaditanos como dicen, Juan Carlos? «No tienen más cojones que ser felices. Mira esta playa, todos jugando cuando éramos niños. ¿Cómo no íbamos a ser felices?». Para ellos, dice, «el placer es fundamental: puede ser que haya guarrillos, impuntuales. ¡Pero todos son felices! ¡Y todos nos buscamos la vida. A lo mejor te dicen: ‘hay paro’. Pues sí. ¡Pero todo el mundo trabaja! ¡Los que se dan de alta simplemente es que son unos caballeros! Aquí trabajamos para vivir, no para trabajar!».
Por La Viña nos mostró la calle de La Palma como si fuera el mundo, y se paró en el bar de Fernando (Fernando Gutiérrez). Fernando se estaba tomando una cerveza con Juanito Villar, cantaor. Están ahí, pasando la tarde, muchos días. Fernando tiene en su bar recordatorios de los éxitos de Juanito, y éste nos hace leer una crítica de 1985, donde le ponen por las nubes. «Con razón», dicen Fernando y José Carlos. Fernando formó parte, hace más de treinta años, de aquel conjunto que se llamó Los Beatles de Cádiz («los escarabajos trillizos», dice él). Él se parecía a John Lennon, con su flequillo. Le preguntamos cómo son los gaditanos. «¿Los gaditanos? ¡De puta madre! Mira, te lo digo: ¡los gaditanos somos de las personas que mejor tratamos a las personas en toda España! Ser buena gente, ¡y ser de Cádiz, pisha!».
Juanito Villar estuvo quince años cantando en Madrid, en Los Canasteros, en Torres Bermejas…, en todos los sitios. Es de aquí, de La Viña; podía estar sentado en cualquier sitio, pero está sentado en este banquito, hablando, tomando cerveza o whisky. «¿Cádiz? Lo mejor que tiene es el corazón: lo abre enseguida». Para él, el mejor cantaor ha sido Caracol, «la pureza más grande que había en España». Le preguntamos a Villar por gaditanos. «¿Gaditanos? El Charpa, el Peña, el Masa, el MacCarhy… Gente del Carnaval… ¡Lo tienen todo, no les falta de nada». «¿Y cómo pudiste vivir en Madrid, Juanito», le pregunta José Carlos. «¡Si no viví en Madrid! ¡Estuve nueve años, y venía cada tres meses!». ¿De qué cantas, Juanito? «De amor y de desamor.Las dos cosas por igual».
¿Es verdad, le decimos, que dentro de toda esa alegría, los gaditanos siente cierto amargor? «¡El amargor que tenemos dentro es el levante! ¡Y también es nuestro!». «¡Amargor es dejar esto!», apunta José Carlos. «Aquí ni los inviernos tienen esa penita que hay en otras ciudades…!».
¿Un misterio, esta felicidad? José Manuel Garayoa, periodista de La Vanguardia, bilbaíno que ha adoptado a Cádiz como una ciudad feliz, pasea por los escaparates de La Viña; acaba de abrir aquí una galería de arte -Viva La Pepa- y tiene una clave. Los gaditanos son tan felices desde 1755, cuando se produjo el maremoto. Decidieron entonces que había que vivir al día. Se acabaron las herencias, se acabaron los ahorros. «¡La posibilidad de la muerte súbita los hizo gente feliz!».
Miramos la ciudad desde La Torre Tavira. Un caleidoscopio de luz. Al anochecer, ante La Caleta, la luz anaranjada, los barcos varados como a la espera del mar. Una gozada.
Fernando Fernández. De Cortadura a la Caleta titulaba su sección en el Diario de Cádiz Fernando Fernández, un legendario periodista que murió a mediados de los setenta; Augusto Delkáder, que dirigió ese periódico, fue director adjunto de éste y ahora es consejero delegado de la cadena SER, guarda en su despacho la última crónica de Fernández; la llevaba en su chaqueta, y estaba escrita para que fuera la última. Ana Rodríguez Tenorio, que trabajó con él, lo recuerda. Una personalidad. Rápido, implacable, poseído por la ironía gaditana, que viene del conocimiento preciso de que el tiempo no existe, ya pasará… Una vez le pidió a su director un anticipo. Veinte duros. ¡Otra vez! El director le insultó, y Fernando esperó paciente el final de los insultos, hasta que le dijo: «¿Y qué le parece si me insulta otra vez y me da cuarenta duros?»… Su sección -De Cortadura a La Caleta- era un homenaje a la ciudad entera, de extremo a extremo, y por tanto era sobre todo el mundo… Bebía el whisky en botellas de quintos de cerveza, que guardaba en su pupitre; discutía de todo, y se reía por dentro. Un día alguien que le irritaba siguió irritándole, y él se alzó de su asiento, levantó su dedo curvo, y sin levantar la voz le espetó: «Sus muertos, sus muertos, sus muertos».
La idiosincrasia. José Monforte escribe en La Voz de Cádiz. Es periodista, pero ha dejado el ejercicio para dedicarse a la venta de «gastronomía selecta de la provincia de Cádiz». Sigue escribiendo columnas en aquel periódico. Acaban de publicar (en Quórum) sus Crónicas repelladas, sobre los carnavales de 2005, y ahí viene, entre otras, una columna desternillante sobre la idiosincrasia de Cádiz: «¿Ha oído hablar de la idiosincrasia de Cádiz? Todo el mundo oyó hablar de ella y supo que un carnavalero de pro la puso en yo no sé qué pasodoble y que Juanito el Pecas la cita siempre en sus discursos… Todo el mundo habla de ella pero jamás nadie la vio. Nadie me ha dicho que saludó a la idiosincrasia de Cádiz paseando por la Alameda, a la altura de la fuente del niño meón. Nadie me dijo jamás que la viera tomándose una tapa de huevos rellenos en el bar Bahía, ni comprándose un cartucho de camarones por la plaza de Mina. Ni siquiera nadie la vio en Zorrilla tomándose una media jarra de cerveza. (…) ¿Alguna vez la vio parada en El Melli pidiendo el compandi de Soy minero?»
[El compandi, en el lenguaje gaditano, que es un idioma, es el compact disc].
Nosotros quisimos buscar la idiosincrasia de Cádiz. Y entre nuestros interlocutores estaban el propio Monforte, y otros de la estirpe de Fernando Fernández… Estaban Lalia González Santiago, la directora de La Voz de Cádiz, y Carmen Morillo, que ahora forma parte del Consejo Audiovisual de Andalucía. Estaban también Yolanda Vallejo, columnista, bibliotecaria, y Pepe Jaime, editor, librero, responsable de Quórum, una librería mítica en Cádiz, y que acaba de sufrir un incendio. Ardió todo su almacén, 30.000 libros, en el centro de Cádiz…
Carmen Morillo cree que Cádiz es una ciudad donde es más fácil vivir que en otras, «¡con un euro lo puedes pasar de miedo!». José Monforte cree que el carácter que se le atribuye a los gaditanos «proviene de muchas identidades». Entre las identidades, la playa, «y tanto hablar de ella», dice Yolanda, «y no la cuidamos». Ahora el Ayuntamiento de Cádiz (alcaldesa: Teófila Martínez) ha lanzado una marca: Cádiz es «la ciudad que sonríe». «Sonríe Cádiz y se ríe Teófila», dice Monforte…
Una ciudad feliz. «Yo creo que sí», dice Carmen Morillo. «Y sobre todo es muy difícil sentirse solo en Cádiz. La gente te habla en los autobuses, te interrumpe si estás en una conversación en la que ellos puedan aportar algo… Un día, en la playa, comenté que no sabía dónde dejar a las niñas, que a mi madre la tenían que operar. ¡Y se ofreció alguien a cuidarlas, sin conocerla de nada! Creo que eso distingue a Cádiz: que aquí nunca te sientes solo».
Monforte: «Aquí encalamos los veranos. Siguen los desconchados. Pero están encalados. Hay problemas, pero se acaban un rato». «Y no se piensa en el futuro, ni en el futuro político», dice Carmen Morillo. «¡Se vive al día, por eso se vive tan bien!». «Una forma de entender la vida», dice Lalia. «Que viene del mar», dice Pepe Jaime. «El mar es todo en Cádiz». «Cuando uno sale de aquí se pasa el día buscando el mar, en todas partes», dice Yolanda… «¡No nos parece Cádiz ni Puerta Tierra!». «Un amigo dice que todo lo que hay después de Cádiz se puede ver en las postales», dice Carmen Morillo… Hay nostalgia de la playa tal como fue. «¡Ahora han puesto cine los veranos!». El fotógrafo, Pablo Juliá, que nació en Cádiz, subraya esa nostalgia. «¡¿Y quién va a echar un polo bajo los reflectores?!».
El Carnaval: cuando la primera guerra del Golfo hubo una polémica entre los que querían suspenderlo y los que no lo hubieran soportado. Una murga zanjó la cuestión con esta letra: «Ay qué barbaridad / va a haber una guerra mundial. / La gente no respeta ni que estamos en Carnaval». El 23-F había un concurso de peñas. Siguió adelante. Y los peñistas acudieron vestidos de guardias civiles, unos disfraces que se hicieron con trajes de jardinero.
Yolanda trae la definición gaditana del estrés: cuando alguien muestra prisa en una cola (a la que son tan aficionados los gaditanos) siempre hay alguien que te dice: «Quillo, qué bulla llevas». Bulla: estrés. A Morillo le dijo un día un alemán: «Lo que hay que declarar patrimonio de la humanidad es la forma de entender la vida los gaditanos». ¿Y cómo es esa forma de entender la vida? La respuesta la da también Morillo: «Vivir al día, y buscar la felicidad también en los intersticios». «Somos unos viva la virgen. Y no en el sentido religioso», dice Pepe Jaime. «Es que aquí no pasa nada» (Monforte). «Somos el auténtico Estado de derecho. Todos tenemos derechos, y obligaciones ninguna» (Yolanda)… «Cuántas herencias se han tenido que dilapidar, cuántas fortunas han debido quebrar para conseguir una ciudad como ésta» (Lalia, imitando a Lampedusa).
Es, dice Morillo, «una casa en ruinas que tiene puertas de caoba y mármol de Carrara».
El rincón de José María. José María Gómez tiene en la calle Torre un peculiar comercio de ultramarinos tras el que se esconde una fabulosa colección de tesoros, entre los que hay botellas centenarias, relojes extraordinarios, aparatos de radio que un día escucharon Hitler o Churchill, y documentos originales que reflejan el comercio de esclavos que pasó por aquí hasta bien entrado el siglo XIX. Él tiene 64 años, colecciona desde chico. Cuando nos mete en la habitación donde huelen a alcohol y a años los 6.000 botellines que almacena, parece entrar en un santuario que sabe que no le va a sobrevivir. Nos muestra una muñeca borrachina: le ofreces leche y hace un gesto; le ofreces vino y se agarra. Le preguntamos por lo que más vale de todo lo que colecciona: «Los amigos. Se mantienen con formalidad y respeto». Y le preguntamos por Cádiz. ¿De verdad es una ciudad feliz? «Será por lo antigua».
Después fuimos al mercado… Manuel Rico alza en brazos una corvina que pesa 35 kilos. La cogieron en Cádiz. Él tiene una historia. A los trece años dejó su pueblo, La Estrada, en Pontevedra, no había trabajo; recaló en Cádiz, sus padres desconocían adonde se había ido. «No me he arrepentido en mi vida. Si volviera a vivir me iría otra vez. ¡Y otra vez a Cádiz!».
Caballero en la bahía. Caballero Bonald -almorzamos con él y con escritores amigos suyos- vino a Cádiz, desde Jerez, cuando quería ser capitán náutico; se encontró con una ciudad que luego se le iba a parecer a Puerto Rico, a las fortificaciones de Veracruz, al Malecón habanero… «No tiene nada que ver con Andalucía. ¡Tiene más que ver con La Habana que con Jerez!». Le pareció entonces un símbolo de la libertad (y de la libertad sexual)… «¡Aquí se hizo entonces el primer concurso de ombligos de señoritas! Y fue la primera vez que yo encontré a muchachas con propensión a acostarse con hombres…». Para él, lo mejor de Cádiz es «caminar por las calles de sombra». ¿El modo de ser? «Entre el Senado romano y el tubo de la risa». Sus compañeros de mesa están de acuerdo: «El de Cádiz no es el impostado humor andaluz, ese de la risa impuesta». Y luego ríen de las ocurrencias de Cádiz. Con el poeta están José Ramón Ripoll y Jesús Fernández Palacios, y están Ana Rodríguez Tenorio, la periodista que nos habló de Fernando Fernández, Teresa Romo y Pepa Ramis, las esposas de Ripoll y de Caballero… Fernández Palacios habla del logotipo «Ciudad de la sonrisa». Y hacen bromas con la sonrisa de la alcaldesa… «¿Sonrisa?», se pregunta Palacios. «Pues que le pregunten a los que viven en los barrios deprimidos».
Caballero pregunta si quedan pimpis en Cádiz. Pimpis, los cicerones locales. Quedan. Hubo un pimpi, cuando Trotsky pasó por aquí, que protagonizó un golpe bien gaditano: un limpiabotas (betunero) le limpiaba los zapatos al revolucionario, y se los limpiaba muy malamente. El pimpi le gritó: «Sácale más brillo, corazón, que es Trotsky»… Recuerdan tipos que se han hecho legendarios. Ripoll habla del Cojo Peroche. Alguien le dice: «Mira esta placa: Aquí nació Pemán. ¿Tú qué crees que van a poner en la casa donde naciste?». «Van a poner: Se vende». Pericón se lleva la palma; el gran cantaor generó leyenda con sus fábulas. Un día disputaba con otro exagerado sobre el tamaño de un pez y el hallazgo de un faro fenicio… encendido. «¿Encendío?». «Bueno, quítale veinte kilos al rape y yo apago el faro fenicio».
Para ser un verdadero gaditano, dice Palacios, «hay que tirarse del puente Canal, salir en un coro de Carnaval y cargar un paso de Semana Santa». ¿Y si hubiera una palabra para definir a Cádiz?, le preguntamos a Caballero Bonald. «Melancolía», dijo el poeta.
Al anochecer, cuando José Carlos Martín nos dejó con su moto ante el mismo mar vaciándose, ante el sol enrojecido y poco a poco sombra de lo que fue, esa palabra, melancolía, parecía una inscripción de Cortadura a La Caleta
Amo cai, porque soy gaditana , pero desde hace 11 años me estoy ahogando en una isla que se llama mallorca, tengo veinte años y cada noche sueño con volver a mi tierra, ami cai por que aquí me asficsio.