Eduardo Mendoza

Una comedia ligera (Eduardo Mendoza)

Es sumamente interesante lo que dice Constantino Bértolo sobre Una comedia ligera, en este artículo que finaliza así:

La novela de Mendoza es, a otra escala, un calco de esa misma obra: trama policíaca, enredos de vodevil, encuentros inesperados, gracias manidas, personajes arquetípicos. Un excelente ejemplo de autoironía literaria.
En mi opinión el interés de esta novela reside en que al mismo tiempo que encarna —en otro registro— una reproducción crítica del vodevil que escribe Prullás, ofrece, a su vez, una caricatura certera de eso que se viene llamando «nueva narrativa española» y que, como se ha comentado, representa el núcleo hegemónico de la novela española de las dos últimas décadas. De ahí que me parezca oportuno indicar algunos de los rasgos presentes en la novela de Mendoza: estructura policíaca, predominio del suspense, entramado virtuoso, ironía cómplice, conflicto en clave de misterio, argumento blando, personajes arquetípicos, mirada costumbrista, utilización de los clichés del cine, mezcla de géneros… y de este modo concluir que Una comedia ligera deviene juicio y maliciosa metáfora, personal sin duda pero con voluntad de objetiva, de ese paisaje narrativo del que nos hemos venido ocupando.

Mendoza logra durante casi 400 páginas mantener muy alto el tono de la narración y consigue contagiarme una especie de vitalismo e ilusión que se manifiestan y acrecientan a medida que voy consumando la lectura. Plantea el autor distintas situaciones y localizaciones, ya sea la Barcelona nocturna, plagada de diletantes y noctívagos ociosos en bares ya desaparecidos (como El Oro del Rhin al que hace mención Vila-Matas en El viajero más lento) y la Barcelona matinal, en la que la ciudad se despereza, con todos aquellos encargados de ponerla en marcha, tal que cuando unos se acuestan después de las farras y francachelas nocturnas a otros les toca ir a las fábricas, a las tahonas, a ganarse el jornal. Escenas que transcurren también en un pueblo de la costa en Masnou (a 17 kilómetros de Barcelona), donde la vida ambarina se arrastra demorándose, entre rayos de sol y pasatiempos varios, solazados por el clima benigno, el arrullo del mar, la exoneración de cualquier quehacer.

Con el rabillo del ojo Prullás distinguió a su hijos encaramados a un muerte de la acera opuesta, desde podían contemplar sin trabas el espectáculo. Esta visión lo sacó de su apatía. Dentro de muchos años, pensó, cuando la mayoría de nosotros ya hayamos muerto, guardarán todavía el recuerdo de estos años felices; tal vez esta remota posibilidad sea la única exculpación de la futilidad de nuestras vidas.

Mendoza demuestra su talento para los diálogos, chispeantes muchos de ellos (que me recuerdan a otro novelón, El gran momento de Mary Tribune de Hortelano), donde aflora el humor, la ironía, registrando con maestría las voces de la calle, la de los bajos fondos, pues la narración se debate y alimenta del contraste entre clases sociales, entre la burguesía en la que se mueve Prullás y los suyos y la precariedad y antesala de la miseria en la que vive la joven actriz de la que se enamora. No faltan los enredos sexuales y folletinescos, hay una obra teatral (estamos en los años cuarenta del siglo pasado, y muchos temen que el incipiente cine finiquite al teatro) pendiente de estreno, la realidad que se filtra a través de crónicas periodisticas (como el juicio a la familia Krupp por su colaboración y financiación de los nazis, que abordaba recientemente Vuillard en su novela El orden del día) un crimen, mucho suspense, la vida imitando al arte y viceversa, un lenguaje que se adapta como una media de seda a cada personaje, y un sentimiento (que a menudo surge al superar los cuarenta) de fin de ciclo, de que ya no queda más futuro que la nostalgia.

Publicada hace poco más de 20 años, en 1996, Una comedia ligera, como cualquier otra novela es siempre una botella lanzada al mar por el escritor, con un mensaje dentro, que a veces y sin saber bien cómo, acaba llegando a nuestras manos, a ese futuro lector del que habla Bértolo al comienzo de su artículo. Si sufren bloqueo lector, les animo a consultar alguna app en sus móviles que les entere de la biblioteca pública más próxima en la que poder tomarlo en préstamo y si esto no es posible, siempre queda la opción de rascarse (aquí sería una caricia placentera) el bolsillo y desembolsar algo más de nueve euros. Cada vez que leo a Mendoza (salvo cuando leí El año del diluvio) siempre me pregunto por qué no leo más a Mendoza.

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