Da igual si se sobrevuela Terranova o el hervidero de luces que se extiende desde Boston a Filadelfia al caer la noche, los desiertos de Arabia relumbrantes como nácar, la cuenca del Ruhr o los alrededores de Frankfurt, siempre es como si no hubiera personas, como si únicamente existiese lo que han creado y el lugar donde se ocultan. Se ven los lugares donde viven y los caminos que los unen, se ve el humo que se eleva de sus casas y lugares de producción, se ven los vehículos en los que se sientan, pero a los propios seres humanos nunca se los ve. Y sin embargo, están presentes por doquier sobre la faz de la tierra, continúan multiplicándose a cada hora, se mueven por entre los panales de sus torres que se elevan hacia lo alto y en una proporción creciente están presos en redes de una complejidad que supera con mucho la fantasía de cualquier persona, como antiguamente las minas de diamantes de Suráfrica entre miles de tornos de cables, o bien como los vestíbulos de oficinas de las bolsas y agencias de la época actual, inmersos en la corriente de información constante que brota a borbotones de todo el globo terráqueo. Cuando nos contemplamos desde tal altura es horrible lo poco que sabemos de nosotros mismos, de nuestra finalidad y de nuestro fin, pensaba para mí mientras dejábamos atrás la costa y volábamos sobre el mar verde gelatinoso.
Los anillos de Saturno (W. G. Sebald). Traducción de Carmen Gómez García y Georg Pichter