Poco más de cien páginas le bastan a Pilar Quintana (Cali, 1972) para montar una historia robusta, subyugante, que se lee en dos arreones.
Todo bascula sobre la perra del título y el ansia de la cuarentona Damaris por ser madre, sin éxito, junto a su pareja Rogelio, drama que nos puede traer ecos de los parejos sinsabores de la mujer yerma lorquiana.
A pesar de su brevedad la novela irá mostrando distintos recovecos en la forma de actuar de Damaris, que bien pudieran pillar al lector desprevenido, pues de entrada, que Damaris a falta de hijos supla la carencia y se encariñe y encapriche con una perra cachorrita es algo comprensible. La cosa se enrarece y da un golpe brusco de timón cuando esa relación entre la mujer y la perra (ya adulta e indisciplinada) se afile, corte y rasguñe. Donde anidó el amor bien pudiera anidar ahora el odio, alimentado por la envidia, pues vemos, tirando de refranero, cómo a menudo Dios da pan a quien no tiene dientes.
La historia se ubica en una casa frente al mar -océano- Pacífico, en un acantilado, donde la pareja vive en precario, peleando cada día por su subsistencia: Rogelio faenando, ella limpiando las casas de gente adinerada y ausente de la zona, que las mantiene deshabitadas.
La frondosidad vegetal, la selva acechante encarnando el peligro o la muerte, las constantes lluvias, el calor asfixiante, los zancudos siempre ávidos y siempre jodiendo la piel ajena, los gallinazos caligrafiando la parca mirada celestial, crea todo ello una atmósfera tan sensitiva como pegajosa, donde se adhieren también los recuerdos de Damaris, como el del finado Nicolasito, que lejos de corroerse con el óxido del tiempo están siempre ahí rondando, esperando su ocasión para malmeter, aventando la culpa, impeliendo a Damaris a embocarse en el precipicio de su propio ser.
Literatura Random House. 2019. 108 páginas