Eva Baltasar en Boulder (traducido del catalán al castellano por Nicole d’Amonville Alegría) sigue la senda emprendida en Permafrost. Tríptico que concluirá con Mamut.
Sus novelas tienen ritmo, una dinámica subyugante. Si el primer capítulo le abre a la narradora un porvenir sin orillas a bordo de un mercante en el que trabaja de cocinera, por la costa chilena, toda esa libertad se irá al traste a consecuencia del amor que nacerá hacia otra mujer. Ese amor que eleva, vivifica, alentado por el sexo balsámico, por lenguas que como la roomba no dejan un rincón de la piel sin desempolvar. Si bien, a una luna de miel inexistente le sucede su reverso, la hiel: el compromiso. No ya el dejar la litera del barco que atraca cada día en un muelle y pasar a ocupar una confortable cama en un casita en Reikiavik; no tener siempre a la amada a tu entera y luego intermitente disposición, sino algo mucho más grave. Con la MATERNIDAD hemos topado. Pero la maternidad sobre la que Eva escribe y reflexiona no es la de la madre que entra en trance o en éxtasis como una virgen adorando al Señor al contemplar a su correspondiente criatura, no, la maternidad que la narradora experimenta a su pesar y en su amada (amada que atiende al nombre de Samsa. Algo que no es casual pues llevará ésta a cabo también su particular transformación) es aquella que la aleja de su compañera y amiga, que la exilia a otra parte de la casa, la deja al margen, mudándola en mera comparsa, y entonces todo aquel castillo de naipes se viene abajo a través de la fecundación, pues parece que fueran amores incompatibles los filiales y parejiles. Del amor en obras al amor en zozobras. Queda la escuálida esperanza de avivar las brasas del amor con un sexo al que hacer un hueco en la agenda, devenido entonces en exigencia, imposición, nada que ver ya con el fogonazo, la espontaneidad, la urgencia de los albores con aquellos corazones encabritados y al galope sobre el colchón. Consuelo magro ofrece la infidelidad o la bruma insensata de los vapores etílicos, qué hacer con los restos de una relación en la que no hay nada ya que rebañar. ¿Nada?. Bueno, algo queda.
Lo interesante en las novelas de Eva Baltasar es su punto de vista, lo que siente y describe con mucho humor, sagacidad y salacidad su narradora, sus vivencias singulares pero extensibles al resto de los lectores (recobro a Proust: En realidad, cada uno de los lectores es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. La obra del escritor es un simple instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir lo que sin ese libro tal vez no habría visto en sí mismo. El reconocimiento en sí mismo, por el lector, de lo que dice el libro es la prueba de la verdad de este y viceversa, al menos en cierta medida, pues en muchos casos la diferencia entre los dos textos puede atribuirse al lector y no al autor.), pues uno lee y ve un sinfín de anzuelos que salen disparados en todas las direcciones y seguro que alguno, o varios, te alcanzan, y sientes ahí una punzada, el recuerdo de una herida, el surco de la cicatriz, lo que iba a ser y es, o lo que iba a ser y no fue, o lo que es y nunca creías que sería. La conciencia de que cada instante de nuestra vida es una encrucijada. La vida como un suceso posible.