Aún estaba vivo cuando cayó de la silla de montar. Había oído el tiro, y un instante después supo que tenía que haber sentido el golpe antes de oír el disparo. Luego la sucesión lógica de los acontecimientos, a la que llevaba treinta y tres años acostumbrado, se invirtió. Le pareció sentir el golpe contra el suelo mientras sabía que aún estaba cayendo y no lo había alcanzado todavía; luego ya estaba en el suelo, había dejado de caer, y al recordar lo que sabía sobre heridas en el vientre, pensó: «Si no empieza muy pronto a dolerme es que voy a morirme». Hizo un esfuerzo de voluntad para que empezara el dolor y durante un instante no pudo entender porque no sucedía así.
Así de bien escribe Faulkner. Luis, gracias por el aporte. El mes de agosto se me ha ido con Faulkner entre manos. Una magnífica compañía, huelga decir.
En El villorrio aparece una de las mujeres más extrañas y terribles de la literatura. Se llama Eula, y es un personaje al que el autor, desde el principio, le da una dimensión mítica. Es Venus, es la encarnación fatídica del deseo, el poder ciego del instinto, la abeja reina en torno a la cual las estirpes aseguran su permanencia. Eula tiene once o doce años y ya para entonces “su aspecto sugería alguna simbología sacada de los antiguos tiempos dionisíacos: miel bañada por la luz del sol y uvas a punto de estallar, la retorcida sangría de la vid ya fecunda pisoteada por la pezuña dura y rapaz de la cabra” […] A mí me maravilla cómo Faulkner enriquece a sus personajes con referencias mitológicas sin que la realidad primaria pierda su independencia y su pureza.
Estas son algunas reflexiones que Landero vierte sobre Faulkner y El Villorrio en particular en Devaneos de lector. Y no puedo estar más de acuerdo. Después de haber leído Santuario, Mientras agonizo, ¡Absalón, Absalón!, Luz de agosto y ahora El Villorrio (con traducción de José Luis López Muñoz), constato cada vez que lo leo cómo Faulkner ejerce sobre mí como lector un especial (por extraño) magnetismo, porque las novelas de Faulkner no me resultan especialmente divertidas, ambientadas en lugares donde no pasa nada, o mejor, en donde pasan tantas cosas, que solo es cuestión de abrir bien los ojos (la agudeza de Faulkner se demuestra sobresaliente) y analizar con lupa las pasiones, deseos y anhelos humanos, no hay en ellas un entretenimiento epidérmico, no hablamos de un pasatiempo de usar y tirar, sino que en sus páginas siempre late algo que es pura vida, una energía desbordante, con historias que palpitan, se enredan y subyugan con personajes como Eula o Flem Snopes, de imponente presencia; figuras que dejan huella, como si fueran a permanecer en la historia de la literatura convertidos en monolitos de piedra, sustraídos al paso del tiempo, inalterados e inmutables, como si su sustancia, la linfa que los alimentara en el universo imaginario de Yoknapatawpha fuera la eternidad, otro mito.