Archivo del Autor: Francisco H. González

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El Horla (Guy de Maupassant)

El insoslayable ensayo de Alberto Savinio, Maupassant y “el otro”, me hizo querer leer El Horla, relato, o novela corta, que según Savinio estaba al nivel de los relatos fantásticos de Poe. Muy sustancioso es este libro editado por Cátedra que reúne El Horla (su segunda versión) y otros relatos de Maupassant, con edición y traducción de Isabel Veloso, donde ésta reivindica la figura vilipendiada de Maupassant, pues escritores como Savinio lo despachaban sin muchos miramientos, pues decía éste que la obra de Maupassant le resultaba banal y superficial, muy lejos de la obra, por ejemplo de Proust, mucho más intelectual. Maupassant, menos intelectual y más sensorial, sensitivo y voluptuoso (precursor incluso del futuro surrealismo, según Veloso), no podía competir con Zola, Flaubert, Poe o Hoffmann, y lo consideraban un segundón, lo que no le impedía ser un escritor muy leído y apreciado por el público, aunque ciertos estamentos no encajaran bien sus críticas hacia la religión, el sinsentido de las guerras, siempre devastadoras, capaces de sacar lo peor de uno mismo (en relatos como La loca o Madre Sauvage), o ciertos ramalazos antisemitas. Además Maupassant no se casaba con ninguna causa, secta, o partido político, era un espíritu libre y pendenciero, a quien su sexualidad desbocada e impetuosa le hiciera contraer la sífilis, afectando a su nervio óptico y después a su cerebro, abocándolo a la locura, de la que se liberó suicidándose, en 1893 a la edad de 43 años.

Antes de morir Maupassant experimentó la locura y la presencia en su Yo de ese Otro que lo ocupaba. El Otro toma en la novela de Maupassant el nombre del El Horla, y en un lapso de unos pocos meses vemos como un hombre que vive solo va anotando en su diario el desmoronamiento que va sufriendo, a medida que la ocurrencia de ciertos sucesos extraños, agravados por la soledad, lo angustian y atemorizan; temores de andar por casa, como no ver su reflejo en un espejo, el tallo de una flor que se rompe de cuajo sin motivo aparente, la sensación de que alguien le sigue al salir a pasear por un bosque (lo que convierte la naturaleza en algo amenazante) y algo aún más terrorífico como es el miedo a perder la razón y ser consciente de que se va perdiendo, con experiencias como el hipnotismo, donde uno puede perder el control de sí mismo, para convertirse en un títere de otro.

El narrador, al que Maupassant da su voz cuando confiesa sus temores y desvelos, tiene la sensación de que su vida se le va de las manos y que El Horla (novela hoy muy prestigiada, de alargada sombra y que se cita por ejemplo en El ala izquierda de Cartarescu) es invencible, que no hay forma de librarse de él. Sí, hay una, aquella que solucionaría su problema, resolución radical que queda flotando en el ambiente, que Maupassant consumaría seis años después de escribir esta fantástica y pavorosa novela.

Patrick Modiano

Para que no te pierdas en el barrio (Patrick Modiano)

Cada equis tiempo, entre unas lecturas y otras, el cuerpo me pide un Modiano, como me pide también un Bernhard, un Bové, un Dostoievski, un Aira, un Bolaño, quizás porque leer a Modiano es como volver a casa, encontrar cierto amparo y recogimiento, abrazarse a una topografía ya conocida, a medida que vamos hollando el terruño Modianesco, que es la ciudad de París.

Modiano es cierto que parece escribir siempre la misma historia (corriendo el riesgo de que todas las reseña sean también la misma), donde cada novela fuera una variación sutil sobre un eje principal. Aquí el protagonista es, Jean Daragane, un escritor que vive como un ermitaño en su casa, sin hablar con nadie durante los últimos tres meses, cuando esa aparente calma se rompe, cual papel de celofán, ante una llamada inesperada al móvil (esta breve novela de apenas 140 páginas, con traducción de María Teresa Gallego Urrutia, se publicó en Francia en 2014), en la cual su interlocutor, un tal Gilles Ottolini, quiere quedar con él para entregarle una agenda con teléfonos que Daragane olvidó bajo el asiento de una cafetería en una estación, lo que da pie para que se conozcan, para que Gilles le presente a su pareja, le pida un favor, lo que conduce a Jean (como es marca de la casa) hacia el pasado, a fin de desvelarse a sí mismo quién es Guy Torstel, en quien está interesado Ottolini. En la anterior novela que leí de Modiano, Más allá del olvido, también había un triángulo formado por dos hombres y una mujer, casas de apuestas, y un pasado que como todas las novelas de Modiano es el protagonista absoluto.

Ese pasado de Daragane se convierte aquí en búsqueda, exploración e investigación y también en un entretenimiento para Jean, que sale así de su monotonía, habitando por un tiempo la vida privada de otras personas a las que no esperaba conocer.

No sabremos si al recordar, al reconstruir, Modiano inventa, o si se ciñe a los hechos, a esos retazos de su vida que van apareciendo a lo largo de su obra, y que como limaduras van aferrándose a una barra de metal inoxidable, sustrayéndose (o intentándolo) al corrosivo olvido. Bucear en el ayer le lleva al protagonista nada menos que a transparentar su infancia sin padres, de la mano de una señora que le cuidaba y la cual lo iba a poner a buen recaudo en Italia, evocando unos momentos que su mente había clausurado pues volver a ellos le causaba dolor, tanto como el verse en la estacada con el corazón en la boca al oír un mundo que se desmorona cifrado en el rugir de un motor a la fuga.

Patrick Modiano en Devaneos | Un circo pasa, El callejón de las tiendas oscuras, La hierba de las noches, Accidente nocturno, En el café de la juventud perdida, Más allá del olvido

Mitologías de invierno. El emperador de Occidente (Pierre Michon)

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Cuando leí El origen del mundo, de Pierre Michon (Cards, 1945), esta lectura pasó por mí sin dejar rastro alguno. He disfrutado sin embargo ahora lo que sí está escrito con otro libro suyo, que son dos novelas. Mitologías de invierno y El emperador de Occidente, y aún más con la segunda que con la primera.

Mitologías de invierno, como apunta Ricardo Menéndez Salmón en el prólogo, y cuyo nombre, al contrario que el del traductor, Nicolás Valencia, aparece en la portada junto al autor del libro, es una suerte de bestiario, de doce personas, ubicadas entre Irlanda y el Causse Francés a lo largo de la historia; abadesas, obispos, reyes, caudillos, médicos o espeleólogos, jóvenes dispuestas a morir para conocer así a Dios, asoman aquí, para tomar vida con apenas cuatro trazos, y conducirme al asombro (la thaumasía de los griegos), ante ese paisanaje humano tan variopinto; asombro que supone como decía Lledó «descubrirme al otro«, donde brilla el poder de la palabra escrita (que se lo digan a Columbkill, el lobo, guerrero y monje el cual cuando deja la espada, cabalga de monasterio en monasterio, donde lee: lee de pie, tenso, moviendo los labios y frunciendo el ceño, con esa violenta manera de entonces, que tampoco nos es concebible. Columbkill el Lobo es un lector brutal), lo sobrenatural (como el Rey capaz de hablar la lengua de los pájaros), el ansia de poder, y esa tentación que les ronda y que no saben si les viene de Dios o del Demonio.

El emperador de Occidente nos sitúa en el siglo IV, siguiendo las gestas (ya pasadas) de Alarico, Rey de los Godos, venciendo este a los Romanos y referidas por alguien muy próximo a él, Prisco Atalo, un tañedor de lira que le acompañó en sus campañas bélicas y que luego exiliado y pensionado en la isla de Lípari dialoga con el joven Aecio, quien se verá finalmente batallando contra los hunos Atila en los Campos Cataláunicos.
Sobre ese fondo histórico Michon monta una delicada pieza de orfebrería, de poco más de 60 páginas, que avanza en vertical pues su corta extensión es engañosa, ya que al igual que otras obras como Ravel de Echenoz, Terraza en Roma de Quignard, o La siesta de M. Andesmas de Dumas, vienen a demostrarme que no son necesarias cientos de páginas para crear una narración poderosa, una vibrante y emocionante ficción.

Ediciones Alfabia. 2009. 166 páginas. Prólogo de Ricardo Menéndez Salmón. Traducción de Nicolás Valencia.

Lecturas periféricas | Decirlo todo (Enrique Vila-Matas)

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El ala izquierda. Cegador, I (Mircea Cartarescu)

Esta novela forma parte de Cegador (Orbitor), la trilogía escrita por Cartarescu entre 1996 y 2007. El ala izquierda (la primera parte), había sido publicada por la editorial Funambulista en 2010, traducida del alemán. Ahora Impedimenta la publica con una traducción sobresaliente del rumano por obra de Marian Ochoa de Eribe. Las siguientes partes de la trilogía la completan El cuerpo y El ala derecha.

La página 83 finaliza así: De este libro ilegible, de este libro. ¿Lo es?. No, no es ilegible, pero resulta denso, tanto que puedo decir que gracias a esta lectura he amortizado el María Moliner que he recuperado para la ocasión del vientre de la estantería.

Quien haya leído Solenoide, sabrá que la soledad es un constante vital (es un decir) de los momentos autobiográficos del autor.

Este texto, que devora sin cesar, como el moho o el óxido, las páginas blancas, es el sudor, el esperma, las lágrimas que manchan las sábanas de un hombre solo. (página 115)

Una soledad que se puede ver aliviada en la escritura seminal.

En la página blanca sobre la que me inclino y que no volveré a profanar con la simiente obscena de mi bolígrafo. (página 252)

Una escritura que va de lo pensado, a lo escrito y por ende, a lo existente.

La aterradora imagen de la muerte no es para mí el no-ser, sino el ser sin ser, la vida terrorífica de la larva del mosquito, del gusano, de las caracolas de los fondos abisales, la carne viva e inconsciente que nos constituye a todos. (página 258)

Dice Cartarescu que Bucarest es su alter ego, y a esa ciudad ha dedicado el rumano muchas páginas en su narrativa. Cuando la realidad es gris, monótona, mostrenca y asemeja a una foto fija, cuando la palabra esperanza no forma parte de ningún diccionario ni de ningún prospecto, para rumiar esta indigesta realidad Cartarescu recurre a las enzimas de la alucinación, el ensoñamiento y la imaginación (con cierta fijación por las mariposas, la cuarta dimensión, las galaxias de galaxias, de galaxias de galaxias, ofreciendo de paso lecciones de anatomía y teología, situándonos en la Bucarest bombardeada por los americanos en 1944, o posteriormente con los comunistas en el poder, en Nueva Orleans con un albino, un cura y toda clase de episodios delirantes o ante situaciones circenses hilarantes con un agente de la Securitate de por medio, etc- , al tiempo que pone su memoria al baño Maria, filtrándose e irrigando su narración de recuerdos soñados, de sueños recordados, o sencillamente inventando: Recuerdo, es decir, invento, para llevarnos a su infancia, de la mano de sus padres, incidiendo en recuerdos hospitalarios (tan lúbricos como sórdidos), como si toda la infancia y adolescencia de Cartarescu estuviera impregnada del desagradable olor de la penicilina y fuera su realidad tan inexpresiva, inerte y desesperanzanda como su rostro adolescente. Desesperanza que comparten otras bucarestinas.

No me dijo nada cuando me desperté una mañana, muerta de miedo, con una mancha de sangre en la sábana, entre las piernas. Me trajo tan solo una palangana con agua jabonosa en la que lavé la tela áspera. Cuando entraba de repente en la habitación con su cara de obrera atribulada, con su olor a jabón barato, Cheia o Cãmila, con un plato de sopa en la mano, algo se ablandaba y se escurría en mi interior dejando un vacío insoportable entre las costillas: no quería, ni muerta, hacerme mujer, ir a la fábrica, cocinar, fregar, coser, que mi marido me agarrara por la noche, me arrojara sobre la cama, me montara y me maltratara, como había visto que hacían mis padres a veces. ¿Por que no se iba mi madre de casa? ¿Por que no salía? ¿Qué clase de vida era esa entre la casa y la fábrica, con un solo vestido que duraba varios años, con un sujetador que parecía más bien un trapo de cocina y unas bragas hechas trizas de tanto escaldarlas? Algunas veces iba a la peluquería, de donde regresaba con unos ricitos ridículos que se deshacían al cabo de unos días. Cuando se le hacía una carrera en la media, la llevaba arreglar donde una señora que trabajaba de la mañana a la noche en un cuartucho con escaparate, en el que apenas que cabía un su cuerpo rollizo, como una oruga con vestidos estampados. Sí, mi madre había venido a este mundo para vivir sin alegría y sin esperanza alguna. Por eso no me enfadaba cuando veía que me odiaba. Veía en ella mi desgraciado futuro de pintora de brocha gorda o tejedora o prensadora, pues por aquel entonces no imaginaba que fuera posible otro tipo de vida. Y tal vez no lo sea.

El libro no es ilegible pero ante ciertos párrafos, uno se ve como un ciclista ante las rampas de L´Angliru, o como sucede en la narración, inflamado de deseo ante una mujer impenetrable. Si bien, por otra parte, como se dijera en un diálogo platónico: lo bello es difícil.

El alarido de araña y de mujer encendía la sinapsis y los axones del nucleo geniculado medial y descendía, por los conductos eferentes, hacia el colículo inferior, codificado con la frecuencia de una corriente eléctrica que saltaba por los delgados tubos de los nódulos de Ranvier, para bajar por el núcleo ventral de la cóclea y, filtrado por los complejos olivares superiores del tallo encefálico, llenar el acueducto del nervio coclear.

Si Solenoide logró meterme en la historia de principio a fin, esta novela, a pesar de ser más corta, y quizás por capítulos como el último -que miden muy bien hasta donde es capaz de llevarle a Cartarescu su fértil, impetuosa, torrencial, deslumbrante y desbocada imaginación- no me ha enganchado en su totalidad, resultándome más irregular, a pesar de que haya muchas páginas de gran calidad, porque en algunos momentos, como los postreros, más que conectar, la lectura era una invitación a evadirse y a desconectar, a ensoñarse, trascendiendo lo leído.

Lo cual me viene a señalar que Cartarescu, en mi opinión, escribe mejor ahora que hace 20 años.