Archivo del Autor: Francisco H. González

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La isla del fin del mundo (Selena Millares)

Esta novela de Selena Millares (Las Palmas, 1963) tiene poco que ver con otras que he leído de corte náutico de Melville, Conrad, Hughes, Ignacio Ferrando o Fernando Clemot y me recuerda más a otras como Las páginas del mar de Sergio Martínez, Dos olas de Daniel Pelegrín o Las inquietudes de Shanti Andía de Pío Baroja.

Su protagonista es Aidan Fitzwater, un joven irlandés que el último cuarto del siglo XVIII quiere sustraerse a las requisitorias paternas y, literalmente, poner agua de por medio. Se embarcará en el Hibernia y a bordo fluctuará entre los oficiales, con cuyo capitán jugará al ajedrez, y la tripulación, a la que amenizará la singladura interpretando canciones con su violín.

Como novela de formación que es, nuestro joven -bisoño en el oficio de vivir- experimenta su primera aventura amorosa, donde la autora nos brinda secuencias de apasionado lirismo que me resultan un tanto inverosímiles, pues esto de los pétalos de flores y la puesta en escena amorosa (dibujando ella en el cuerpo de él arabescos nominales con su improvisada sangre menstrual), parecen más propio de un anuncio de perfumes de finales del siglo XX o de algún film de erotismo estilizado, que de un mozo sin posibles y una mesonera que apuran sus cuerpos alanceados por el deseo, a finales del siglo XVIII en un cuarto de la ciudad bordelesa.

Aidan experimenta además de la pulsión sexual, la fiebre del conocimiento (de ahí las similitudes con la novela de Sergio) y se le presentará la ocasión de entrar en contacto con libros de toda clase, pues además del entonces habitual tráfico de esclavos (como los barcos negreros que aparecían en la novela de Pelegrín), se verá secundando a otros miembros de la tripulación en el mercadeo de novelas de Voltaire, eróticas como Teresa filósofa, e incluso de Rabelais como su Gargantúa y Pantraguel por el que Aidan siente devoción. Este contexto histórico le permite a la autora traer a cuenta las convulsiones previas a la Revolución francesa, las tensiones y luchas entre el imperio de la razón y el monopolio de la religión, con sus artes inquisitorias, censurando y condenando a brujas, herejes, así como todo texto a sus ojos inmorales; el tráfico de esclavos, los flujos comerciales entre continentes de toda clase de productos, la magia que se codea con la ciencia…

La lectura no ofrece apenas resistencia, dado que Selena despliega una prosa eficaz. A las andanzas sexuales bordelesas de Aidan se suma luego otra ejecutada en la villa de Madrid, luego hay más aventuras a su paso por Cadiz, otra singladura, esta más breve, hacia las islas Canarias, donde la novela culmina, entre aquellas islas donde Aidan encontrará en la isla férrea su particular isla de San Bandrán.

Quizás no haya que pedirle a este novela la extensión de El plantador de tabaco, pero sí que echo en falta mucho más desarrollo, más aventuras, más peripecias y esto requiere mucho más esfuerzo, y por encima de todo un protagonista más sólido, no tanto un lobo de mar, pero no alguien tan endeble y sosainas como Aidan, el cual a sus 19 primaveras, nos suelta perlas como esta.

De pronto se me venían encima otra vez todas mis dudas y mis fracasos, todos mis años a la deriva y sin brujula.

La autora, cuando centra el relato en las palabras que Aidan dedica a recordar a su amada Marella se desmadra líricamente y son los momentos que menos he disfrutado de la novela, porque tiene mucho que ver con lo anterior, porque a Aidan lo ven como un niño. Lo que es.

Ediciones Barataria. 2018. 219 páginas

Naturs

Alabanza a la tierra

Pero ellos ignoraban aquel silencio, no sabían cómo era el amanecer entre los olivos del valle, ni habían asistido el estupor de las luciérnagas en las noches de agosto y eran ajenos al resol del viento, que se acostaba en la solana del sierro, en la parte alta de la finca. No habían cogido moras en los zarzales del arroyo; ni habían pescado ranas con un trapo rojo, atado a un palo; ni se habían asomado a las temblorosas aguas del pozo, lleno de arañas de patas largas; ni habían sentido, como un regalo esplendoroso del primer otoño, el deslumbramiento amarillo de los membrilleros, cuando sus frutos nada más tocarlos perdían la pelusilla que los envolvía y dejaban ver su piel tersa y brillante; ni habían oído con escepticismo al cuco detrás de una tapia contar los años que nos quedaban de vida; ni se habían desesperado, a la hora de la siesta, con el hervor enloquecido de las chicharras. Nunca habían comido higos al pie de la higuera, ni habían visto por la Candelaria florecer los almendros y llenar de dulzor el ambiente, que te mareaba si no te salías a tiempo y en el que zumbaban los bólidos negros de los abejorros, inofensivos pero amenazantes como obuses locos. Y, sobre todo, desconocían lo que era un crepúsculo otoñal vivido al ralentí, amoratado y sangrante, justo las vísperas de volver al colegio con un esplendor de escenografía wagneriana y un aire sutil de grillos enamorados, mientras pasaban las tórtolas de septiembre.

La fatiga del sol (Luciano G. Egido)

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El corazón inmóvil (Luciano G. Egido)

Entre las páginas de la novela La fatiga del sol, que adquirí de segunda mano, encuentro un recorte de periódico con una entrevista que le hicieron en 1996 a Luciano G. Egido (Salamanca, 1928), en cuyo titular afirma: Mi literatura no tiene más fin que el gozo estético. En la entrevista dice también que se dirige a un segmento social concreto, la gente más o menos culta que ha leído y sabe de qué va la literatura, qué se puede exigir a un medio de ficción, al tiempo que bromea sobre su condición de autor minoritario.

No sé qué es lo que se enseña en los talleres literarios, ni lo que se aprende en los mismos, pero dudo que se pueda enseñar a escribir tan bien como lo hace Luciano, quien publicaría su primera novela a los 65 años, con la jubilación, pues no quería ser un escritor de fin de semana.

El corazón inmóvil, la novela que nos ocupa (publicada en 1995 y premiada con el Premio Nacional de la Crítica), como explica Luciano en el epílogo, surge a raíz de un hecho real, el asesinato de un médico a manos de una monja. Este hecho Luciano lo va revistiendo, en la Salamanca de comienzos del siglo XX, adornándolo con una prosa opulenta, fibrosa, bayalina que depara no solo un sin par regocijo estético, pues esta es también una novela de ideas. De manera muy vívida, y explícita, Luciano reflexiona acerca del amor, el desamor, la voluntad monjil, la muerte, el sexo vivificador, la venganza, la castidad (y su asunción por el catolicismo; reflexiones que caen en el terreno del ensayo), la cólera y otros comportamientos nefandos de los que somos víctimas los humanos.

Sobre la mesa un muerto, un doctor, un Casanova. Al cadalso envían a un falso culpable, al que le cuelgan el sambenito homicida. La segunda parte de la novela sirve para conocer los pormenores del crimen, a medida que el escenario se irá poblando de posibles culpables y se nos vayan refiriendo algunos casos de aquellos que pasaron por el hospital y salieron con los pies por delante y que cifran muy bien la materia de la que estamos (contra)hechos.

La lectura además de subyugante, no porque el ritmo sea endiablado, pues prima la morosidad, el fraseo largo, la frase, sin puntos a primera vista, exige cierta concentración, porque más allá de los saltos en el tiempo, como hacía Faulkner en El ruido y la furia o Gaddis en JR, no sabemos quién habla hasta pasado un rato, leídas unas cuantas palabras, lo cual hace la lectura si cabe más sugerente, por no hablar de los continuos acontecimientos que irán alimentando la trama hasta que acabemos conociendo la identidad y las motivaciones (que acusan cierta brusquedad e improvisación) de la asesina.

Como Longares, Bayal, Pérez Álvarez, Pastor, Luis Rodríguez, Mateo Díez, Egido es un autor minoritario al que seguiré leyendo, porque a pesar de que se escribe mucho y se publica todavía más, novelas como esta de Egido son una rara avis, por su -para mí- incuestionable calidad literaria.

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Poeta de las cenizas (Pier Paolo Pasolini)

Singular es esta obra mínima de Pier Paolo Pasolini publicada por Delirio (teniendo presente la fantástica edición que hizo en 2002 Sergio Gaspar en la desaparecida colección DVD poesía), una sucinta autobiografía con hechuras poéticas que arranca contándonos cuando y dónde nació, en Bolonia en 1922 y que se clausura en 1967, ocho años antes de que Pasolini fuera asesinado en el hidropuerto de Ostia, en la que nos irá dando cuenta de su madre, su hermano muerto, la relación con su padre, su fuga a Roma, sus primeras poesías escritas en dialecto, su primeras publicaciones, el desencuentro con la burguesía, su rol como docente, los encontronazos con la justicia, su salto al cine como director a comienzos de los sesenta. Son hechos episódicos, referidos sin apenas desarrollo. La autobiografía abarca 45 años y ocupa 32 páginas, de interés desigual. Mucho más interesante me resulta el prólogo de Piero Gelli, y la autobiografía se complementa con una biografía que recoge hechos ya referidos.

Dice Pasolini «os he contado estas cosas en un estilo no poético para que tú no me leas como se lee a un poeta«. Poesía o prosa el texto se me antoja deslavazado y arrítimico.