No sé si el alma pesa 21 gramos, si es líquida o sólida, fría o caliente, alada o vermiforme, si es movimiento o inacción, no sé si el hecho de que se me empañen los ojos y se me trabe un tapón en la garganta leyendo estos relatos de Manuel Rivas (A Coruña, 1957), que me (con)funda de tristeza y de alegría, si todo esto guarda alguna relación con el alma o no. El caso es que hoy, día de los difuntos, pasé a mediodía por el Rastro de la plaza del Mercado de Logroño y me fui para mi casa con Ella, maldita alma, (con traducción de Dolores Vilavedra) y leyendo a la tarde estos relatos de Rivas me uno sin reticencias a la celebración de la vida que nos ofrece el autor gallego, a esa necesidad de reconciliación como la que llevan a cabo Chemín y Gandón en el vestíbulo del más allá, el reencuentro de un sobrino cura y su tío Jaime, que necesita confesarle algo que le permita expiar su culpa con un pasado acto bueno, el alcohólico que recuerda a su madre en un cine (visionando Capitanes intrépidos) al borde (que es derramamiento) del llanto, el joven marinero camino del Gran Sol, los cánticos de Sirena y desamores que amorran a otros marineros a la botella, aquellos emigrantes, en Caracas por ejemplo (Luego íbamos a una plaza que hay allí en Caracas, con una estatua de Simón Bolívar montado en un caballo enormísimo. Un país con una escultura así de grande, con un caballo tan bien hecho, debería marchar bien, pero en fin…), el niño que se desquita del hambre acumulada ventilándose camino de casa una barra de pan que lejos de acarrearle una reprimenda oral o física, recibirá la comprensión y el amor de su madre (si no es ella, ¿quién?) o aquel fantasioso marinero, O´Mero, que nunca lo fue.
Un puñado de persona(je)s, en suma, que conforman un puzzle tan emotivo como humano.
Manuel Rivas en Devaneos
El héroe
Las voces bajas
Todo es silencio
El periodismo es un cuento