Archivo de la categoría: 2004

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Los girasoles ciegos (Alberto Méndez)

Leyendo a Zweig siempre me pregunto qué es lo que le llevó a suicidarse en 1942. Podía haberse exiliado en Estados Unidos. O esperar tres años más y hubiese visto acabar la segunda guerra mundial y el final de Hitler.
Creo que Zweig no deseaba vivir en el mundo de 1942.
En los personajes del espléndido libro de relatos Los girasoles ciegos de Alberto Méndez, creo que existe una determinación parecida. No se consuelan con el todo pasará, vendrán tiempos mejores, saldremos de esta, no.
Por eso el Capitán Alegría el día antes de que Madrid caiga, decide rendirse al bando republicano. Y lo hace porque no quiere formar parte de esa victoria. A sabiendas de que lo acusarán de traición y morirá. Es un acto suicida en el que cristaliza su dignidad. Porque no vale ganar de cualquier manera, porque no se quería vencer, sino matar y represaliar.
Por eso Ricardo salva su vida escondiéndose como un topo en un armario de su casa.
-Que alguien quiera matarme no por lo que he hecho, sino por lo que pienso… y, lo que es peor, si quiero pensar lo que pienso, tendré que desear que mueran otros por lo que piensan ellos. Yo no quiero que nuestros hijos tengan que matar o morir por lo que piensan.
Y Ricardo al ver que un diácono lascivo fuerza a su mujer en su casa, en sus morros, actúa, y a sabiendas que el cura lo va a delatar se precipita al vacío.
O Juan Senra que puede salvar su vida o prolongarla con mentiras hasta que se da cuenta de que no vale la pena, para decir la verdad y ver la muerte a los ojos.
O el joven poeta que se lanza al monte con su mujer embarazada. Y el frío y el hambre los iran matando a los tres y a los animales que les rodean, en un pesebre infausto.

La espléndida prosa de Alberto sirve para contarnos estás vidas desgraciadas. Porque la guerra todo lo envenena, malogra y desbarata. Por que hay quien no está dispuesto a vivir a cualquier precio.

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Caterva (Juan Filloy)

Caterva de Juan Filloy , escrita en 1937, es una de las mejores novelas que he leído y leeré en los próximos años. Llegué a la misma través de una recomendación de JMPA. Filloy murió con 105 años, tuvo una extensa obra, hablaba media docena de idiomas, era un reconocido helenista y su erudición se desplegó bien en novelas como Caterva, de una manera que su lectura resulta apasionante y absorbente.
Filloy, como explica Mempo Giardinelli en su interesantísimo epílogo, afirmaba conocer y manejar más de 70.000 vocablos. Conviene por tanto tener a mano el diccionario para sacarle todo el jugo a la obra. Con más de 100 personajes, la atención se centra en siete de ellos. Siete linyeras o homeless que viven debajo de un puente y que un buen día emprenden un viaje en tren que los tendrá durante unos cuantos días ocupados y preocupados con las circunstancias que la vida a veces nos impone.
Registra bien Filloy el habla popular, criolla, y en los diálogos crepita el humor, una constante que mantiene toda la narración durante casi 400 páginas. Una novela esta que bien merece ser leída lentamente. Seguir en la lectura un deambular parecido al de los protagonistas; así ir de estación en estación, sin apremio, más allá del premio del lenguaje que nos ofrece Filloy.
Al lado del diccionario no ha de faltar el lapicero, el grafito hollando el papel.
Un libro capaz de generar sin lugar a dudas un sinfín de anotaciones, páginas que leer una y otra vez, deleitado ante semejante forma de expresión, con unos personajes que a priori no son un dechado de virtudes pero a los que uno acaba cogiendo cariño y cómo no, lamentando también su pérdida, por el profundo conocimiento del autor del alma humana.
Bien podría hacer una transferencia de las muchas palabras, sentencias, aforismos o reflexiones que han llamado mi atención, pero prefiero que el lector llegue, si llega, virgen, alentado en todo caso por una expectativa que estoy convencido en nada defraudará al avezado lector.

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Morir en agosto (Javier Martín)

Todos los caminos conducen a Roma. Aplicado a la literatura esto viene a ser que Todos los caminos (me) conducen a Enrique Vila-Matas. Comienzo los Cuentos salvajes de Ednodio Quintero y ahí está el prólogo de EVM. Leo El reino de Tavares y ahí está el prólogo de EVM. Principio el 2020 leyendo Morir en agosto (2004) de Javier Martín y me imagino que ya se van haciendo una idea de quién es el prólogo. Sí, EVM escribe el prólogo y además es un personaje de la novela, como también lo es Roberto Bolaño, que seis años antes había publicado Los detectives salvajes, cuya estructura replica Javier. Un Javier muy dado a lo metaliterario de ahí que la presencia de EVM sea ineludible porque cuando éste un buen día pilló a las musas distraídas y a bocajarro les preguntó Que és la metaliteratura, sin titubeo alguno y cual corifeo respondieron Y tú nos lo preguntas. La metaliteratura eres tú, Enrique.

Morir en agosto supuso el debut como novelista de Javier Martín (1965, Andorra (Teruel)) y a su vez supuso también casi el debut de una editorial en sus albores. Hablo de Candaya. Este fue su segundo título editado. ¿Saben cuál fue el primero? Mariana y los comanches de Ednodio Quintero. La literatura, se ve, es un circuito cerrado.

La novela es un circunloquio de 264 páginas. Si Bolaño nos tuvo en cantar durante un sinfín de páginas en pos de Cesárea Tinajero, Javier hace aquí lo propio sin desvelar hasta el final qué sucedió con Ruth Balvey, una joven a la que Santos Puebla frecuentó durante dos veranos en su pueblo cuando tenía 13 años.

La primera parte son fragmentos de testimonios de amigos y familiares de Santos Puebla que dan como resultado una naturaleza muerta -todas lo son- un bodegón humano que no permite llegar al centro del ser de Santos, escritor con obra escasa que se relame en el durante, en la imposibilidad, en el solaz de lo inconcluso (ahí entra EVM y el discurso bartlebyiano, la escritura como algo parecido a escribir en la niebla, el espacio en el papel en el que la realidad y la ficción se confunden, aparean, amalgaman), pero a su vez con la idea y el empecinamiento de escribir una novela que le permita exorcizar su pasado y hacer la autopsia a sus recuerdos, con las limitaciones de la memoria y las asechanzas del olvido.

La segunda parte es el testimonio de Julián Ríos, «facultativo» que trató a Santos y encarrila la narración por las laderas del ensayo acomodando su discurso a la crítica a una sociedad obsesionada por la seguridad, que no acepta la muerte, ni la diferencia, que censura cualquier alteración en la conducta y aumenta el censo de locos en los manicomios. Presente la figura de Panero y ese FIN inasumible por aquellos que aspiran a la eternidad, que deshechan el lastre del pasado y el presente les parece poco más que una anécdota.

Finalmente el circunloquio concluye. Sabremos quién fue Ruth y qué pasó con ella y en qué medida esto conformó o deformó (cuando la existencia es un sumatorio de días con más fusta que fuste) al Santos escritor, a quien la literatura, a pesar de todo, salvaría del vacío, o eso dice.

Un notable debut el de un Javier que me parece que no ha publicado más novelas, regresando así a la alegría del inédito y del repliegue en el anonimato.

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El hijo del acordeonista (Bernardo Atxaga)

Como cuando vemos el fogonazo del rayo y esperamos el estruendo del trueno, ante ciertas lecturas, como El hijo del acordeonista de Bernardo Atxaga, uno presiente el ramalazo del temblor, la emoción líquida que embarga, la espita que se abre, la flecha alcanzando su objetivo.

David, tienes todo el pasado por delante ante tus ojos ¿y ahora qué? ¿Hacer el puzle del pasado con un memorial, con un escorial de porosa lava?. En tu ánimo está dejar huella impresa de tu paso por la tierra y también un legado para tus jóvenes hijas, Liz y Sara, y quieres hacerlo en tu lengua, en vascuence. A tu entierro, en los Estados Unidos, porque hasta allí te fuiste, siguiendo los pasos de tu tío Juan, acude Joseba, tu amigo, tu hermano, tu biógrafo, aquel quien sobre el bloque de piedra de la memoria (re)construirá vuestro pasado juntos, los años que irán desde finales de los cincuenta hasta el comienzo de la democracia. Dejas en ésta, tu última despedida, a Mary Ann, la americana de la que te prendaste sin remisión, anécdota amorosa y arrebatadora, pura elipsis, que me recuerda mucho a otro momento feliz, al de Carlos Casares con Kristina.

Tu narración es una suerte de educación sentimental, la de un chico vasco en la España de los años sesenta que irá descubriendo que la vida siempre va en serio, que tú y tus amigos que os sentíais (como todo adolescente) invulnerables tendréis de pronto una amiga aquejada de poliomielitis, que la muerte -idea vaga hasta entonces- se concretará en un lista que tú, David, tendrás en tus manos, sumiéndote en la zozobra. Ahí están los nombres de los ejecutados en Obaba por los nacionales al comenzar la guerra civil. Anidarán entonces los temores en tu seno, se cernirán las negras sombras, porque creerás que tu padre, Ángel, fue uno de los responsables de las pretéritas matanzas. Verás de qué va eso del sexo, a bocajarro y casi de la mano los compromisos, los reproches: polvos y lodos, casi al unísono. David, tú y tu instrumento, el acordeón, viéndote invitado a celebraciones de las que no quieres formar parte, porque a medida que vas sabiendo, diluyendo la inopia, más difícil te resultará no tomar partido. Verás a mozos locales convertirse en boxeadores de éxito y después en pecios humanos, sabrás lo que es el amor cercenado cuando te saquen del catre de Virginia, para pasar a formar parte de la militancia que apuesta por la lucha armada, porque lo que antes era una rabia asordinada, a finales de los sesenta y comienzos de los setenta verás cómo irá cogiendo más cuerpo y volumen. Sufrirás la muerte de tu amigo Lubis, asesinado vilmente. Verás cómo poco a poco la bola de acero de la venganza y el resentimiento se irá haciendo más grande, cada vez más alta, más imprevisible su impacto letal. Las víctimas del franquismo convertidas en verdugos en la democracia. Serás militante sin espíritu y aprovecharás una amnistía para dejar la causa y clausurar así una etapa y seguir luego tu vida lejos de casa, de Obaba, en los Estados Unidos. Allá, la idea de escribir algo sobre esos años se concreta, se materializa y tu amigo Joseba, con esos mimbres elaborará un novelón, El hijo del acordeonista, para llegar a la emotiva verdad desde la ficción, a vueltas con la memoria (recuerdos en forma de cartas, relatos, revistas pornográficas, canciones, fotos, motocicletas…), el pasado (que necesita ser contado para resultar menos gravoso), la amistad, la infancia-adolescencia-madurez y sus sinergias, el compromiso, el desencanto, etcétera, recorrida toda la narración por la sutileza y el primoroso y profundo conocimiento de la naturaleza humana, examinada aquí como lo sería una mariposa ante la sagacidad de un talentoso entomólogo. Pongamos que hablamos de Atxaga.

Alfaguara. 2004. Traducción de Asun Garikano y Bernardo Atxaga. 484 páginas

Bernardo Atxaga en Devaneos

Dos hermanos
Horas extras
Esos cielos