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El triángulo de invierno (Julia Deck)

El triángulo de invierno, con traducción de Magalí Sequera, es una nouvelle de Julia Deck (París, 1974), recién editada por Eterna Cadencia.

Novela que es una narración desconcertante, cuya protagonista es una joven la cual quiere darse la oportunidad de construirse una nueva identidad. A tal fin, echará mano del nombre y del parecido físico del personaje femenino de una película de Éric Rohmer, Bérénice Beaurivage.

Su anhelo, la necesidad de ser otro/a, por la vía rápida, se me antoja un anhelo común, tanto como la necesidad de querer sustraerse a ciertas servidumbres, como la laboral. Y no porque no esté capacitada para trabajar, que lo está, sino que cualquier ocupación y tarea la aburre enseguida, en cuanto se vuelve reiterativa.

La narración es el vagabundeo de la joven, en un recorrido topográfico, que la lleva por Le Havre, Saint-Nazaire, Marsella, París, y de nuevo Le Havre, con ecos modianescos y la sequedad y parquedad en la prosa de Marguerite Duras. El título, El triángulo del invierno hace mención a la figura que se forma en el cielo si unimos con líneas rectas las tres estrellas, Sirio, Procyon y Betelgeuse, que en la novela hacen mención al nombre de unos buques.

La paradoja está en que la joven quiere ser otra y al mismo tiempo no ser, no llevando este deseo suyo hasta sus últimas consecuencias, hasta al suicidio, sino empequeñeciéndose, invisibilizándose, quitándose del medio, no ocupando un lugar -aquel que a regañadientes le ofrece el Inspector, el hombre de cuyo brazo se cuelga- ni un tiempo que se le antoja baldío. Porque la pregunta que parece propicia es cómo ocupar el tiempo, qué hacer con él, y asimismo con su cuerpo y mente, con todo este determinismo que nos constriñe, personaliza e identifica y que ella quiere hacer volar por los aires, con su hacer y no hacer, acción y omisión en la que palpita la contradicción que enaltece esta narración.

La vida pequeña * El arte de la fuga

La vida pequeña * El arte de la fuga (J. Á. González Sainz)

Hace unos meses leí Viaje a Italia de Guido Ceronetti, el epílogo iba a cargo de J. Á González Sainz. El italiano en ese texto despotricaba de los males que le aquejaban en su periplo, a saber, el ruido vomitado por todas partes, la ausencia de silencio, la ignorancia rampante, la mala educación de los circunstantes, etc.

Leyendo ahora el libro de José Ángel González Sainz, encuentro cierto parecido entre ambos textos, un espíritu o ánimo común, que los aboca a ser -en el escrutinio de la realidad- unos aguafiestas, a no querer vendernos la moto de que estamos en el mejor de los mundos posibles, y a poner el acento en todo aquello que falla y es susceptible de ser corregido. Y para este menester el autor cuenta con un nutrido grupo de palabras, muy bien elegidas, formando frases bien hechas, cumpliendo pues con su propósito, que es a su vez una necesidad.

El autor anima a mirar hacia el interior de nosotros mismos, a tomarnos nuestro tiempo y nuestra distancia, en un repliegue que podemos pensar que se encamina hacia el interior, pero no, porque no consiste en huir de la realidad (no es este un Manual de escapología como el de Antonio Pau) sino en ir hacia la realidad, hacia una vida más pequeña (nada en exceso, nada en demasía) y una experiencia más plena, más consistente, y manejable, con mayor conciencia de nosotros mismos (pero sin embriagarnos de tanto libar en nuestra identidad); búsqueda, camino, que precisa del silencio, de las armas de la inteligencia, aquellas que nos permitan superar los prejuicios, el falseamiento de la realidad, a través del discernimiento, y aunque esta sea una labor ardua y por ende, pesarosa.

Evidente resulta que hoy el predominio de las redes sociales ha colonizado casi cada espacio público y privado, y el autor reivindica esos espacios en donde no vocifera un televisor, una música atronadora, el bullir de los ansiosos dedos sobre las ubicuas pantallas, un mundo que nos puede parecer antiguo, incluso extinto, un mundo ceniciento y de otra época, que podemos pensar superado y anulado por el predominio de la técnica y las nuevas tecnologías, en un escenario en la que menudean casi en su totalidad una legión de usuarios adictos a las pantallas y a la realidad líquida e instantánea ahí manifestada.

El pensamiento del autor se sirve, en la necesidad de la palabra justa, del diccionario de Covarrubias, del estoicismo de Séneca y sus Cartas a Lucilio, de las reflexiones andariegas de Peter Handke, de la agudeza y prudencia de Baltasar Gracián, de la inteligencia de Emmanuel Bove, en el análisis de su novela El presentimiento, de Stefan Zweig que ya expuso con claridad el malestar de su época y lo difícil que le resultaba, como se demostró, ir a lomos de ese mundo deplorable, o de Walser en su orillamiento del mundo como aquel otro, temporal, de Thoreau. Y más allá de algunos de los autores aquí citados, el propio autor hace hablar a su memoria, a los años de mocedad y juventud, para convocar el mundo visto desde sus ojos en el pueblo, y las frases y dichos que recuerda con precisión, por lo bien formuladas y traídas que estaban esas palabras o sentencias, en contraposición con este murmullo de voces, la cháchara, el ruido y la furia que hoy nos acuna y embriaga y adormece y obnubila y entontece y nos sume en un sueño del que solo podremos despertar merced a nutricios textos combativos como el presente, que impidan o al menos lo intenten -dando las palabras al justo sentido común- que bajemos la guardia.

Demasiado

Una inmensa y bulliciosa maraña de imágenes, de connotaciones y conexiones y señales, acapara y suplanta cada vez más automática e inapelablemente todas las cosas y los hechos y determina cada vez más nuestras relaciones con todo, y el intrincado y magmático dispositivo de mundo que así se crea a lomos del imparable avance de los cálculos y procedimientos tecnológicos hace quizá de nosotros no mucho más que meras terminales, meros mecanismos binarios de recepción y emisión de embaucamientos, meros sustitutos plásticos de nosotros mismos encantados por lo demás con nuestra naturaleza de desecho, de receptor y transmisor, de número de más en una audiencia o en un volumen de ventas o de menos en cualquier otra cosa que pudiera tener que ver quizá con nuestra mejor posibilidad. Demasiada poca cosa en las cosas y demasiado poco reposo en los momentos, demasiado aturdimiento en las acciones; demasiada nada muchas veces que sin embargo lo parece todo. Pero demasiado nunca parece demasiado porque siempre puede ser más, más rápido, más ruidoso y cuantioso, más abstracto y desustanciado y también más falso, más fraudulento y degradado pero seguramente por eso más espectacular, más rentable y masivo, más a tope, venga, más caña y más guay y, si nos descuidamos, si nos descuidamos más todavía de lo demasiado que ya nos descuidamos, más ruin, más perfectamente vil. ¿Dónde estás yendo a parar de nuevo, hijo o hijastro del hombre? -cabe preguntar tal vez desde la alarma de una inteligencia empapada de tristeza-, ¿qué estás haciendo de ti mismo?

J. Á. González Sainz. La vida pequeña * El arte de la fuga

Mudanza

Me decía una amiga que si hiciera una nueva mudanza esta sería ya con los pies por delante (más tránsito que mudanza, pues). Exageraba, pensaba yo al oírla en Las Norias semanas atrás, mientras daba cuenta de un café con leche y hielo, abismado con el cuchareo en el vórtice que hacían los cubitos, arremolinando, cuales derviches, el líquido que asemejaba la faz limosa del Ebro en día de crecida. Y no se equivocaba mi amiga, no. En absoluto.

Una mudanza entre pecho y espalda, doy fe, te pasa por encima, exhausto te deja, además de ser muy capaz también de postrarte con el pensamiento macabro de haberte convertido en un asesino, al contemplar cariacontecido los restos mortales de una pasión bibliófila hecha añicos; cientos de libros guardados ahora en cajas, indistintas, a no ser, por un guarismo en la cara superior que identifica el número de caja, pero no su contenido, tan singular y único. Libros depositados en un trastero, cementerio inmobiliario, invisibilizados, como esas pruebas que se almacenan por el polvo de los siglos, sin la ventura inmediata de ser de nuevo consultados, oreados, manoseados, acariciados, vivificados, porque no olvidemos que toda lectura, será una resurrección, ahora y siempre.

Estanterías peladas en el hogar ceden el terreno al polvo, convertidas en lineales protuberancias de madera sobre las paredes, como un andamio mudo de la soledad y el silencio. No, Benjamín, no hace falta que me recuerdes que le hablo a un teatro vacío.

Antes de marchar abro la ventana, me arropa o asfixia un viento cálido y pienso en el terral y en Sur y en tantas voces acalladas entre barrotes de cartón.