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Manuel Bartolomé Cossío. El arte de educar (Luis Alfonso Iglesias)

Francisco de Cossío escribió en septiembre de 1935 que Manuel Bartolomé Cossío murió para la masa absolutamente inédito. No parece exagerada esta afirmación de Francisco porque si decidiésemos hacer hoy un sondeo, casi un siglo después, entre las personas más cercanas a nosotros y les preguntáramos por Cossío, a lo sumo, obtendríamos alguna respuesta relacionada con el tratadista taurino, no con el pedagogo. Por eso resulta necesario el presente ensayo de Luis Alfonso Iglesias Huelga, que nos ayudará a conocer mucho mejor a Manuel Bartolomé y sobre todo su obra, porque parece que su falta de vanidad y su humildad mediaron para que su estrella no brillará tanto como la de gente mucho más mediocre. Y esto me recuerda la anécdota de Gonzalo Torrente Ballester y Camilo José Cela. Al primero, muchos le recriminaron que no había obtenido el Nobel porque no se la había trabajado tanto como el segundo. Ya sabemos cómo era Cela y Bartolomé Cossío vemos que optó siempre por la discreción, consecuencia de su ánimo sereno y reflexivo. Incluso su labor como crítico de arte (Cossío era historiador de arte) resulta también inédita, cuando fue uno de los mayores críticos de arte de su tiempo, como manifestó en su obra de 1908, titulada El Greco, convirtiéndose en su «descubridor».

En el libro leeremos varias veces que para Bartolomé saber era saber ver; saber ver la belleza y democratizarla. Sapere aude, atrévete a saber, reza hoy la inscripción de un instituto Logroñés, el Instituto Mateo Práxedes Sagasta. Pero pensemos lo difícil, lo imposible que resultaría atreverse a saber en la España de 1930, donde uno de cada tres españoles era analfabeto.

Leyendo el ensayo de Luis Alfonso creo que lo más revelador en el caso de Bartolomé fue que todas las ideas que tenía en la cabeza, todo aquel aparato intelectual, toda su afanosa labor investigadora -aquel caudal de datos, información y conocimientos adquiridos en sus múltiples viajes por Europa analizando los distintos sistemas educativos- fue capaz de ser sintetizada y llevada posteriormente a la práctica. Es decir, fue capaz de pasar de la palabra a la acción, como se vio con la puesta en marcha de la Institución Libre de Enseñanza (cuyo creador fue Francisco Giner de los Ríos con quien Manuel siempre tuvo una gran amistad, y al que consideraba un padre), su intervención fundamental para la creación de la Fundación Sierra Pambley (el encuentro entre Manuel, Francisco Giner de los Ríos y Francisco Sierra-Pambley lo registra Luis Mateo Díaz en su libro Las lecciones de las cosas), o bien con la creación y puesta en funcionamiento de las Misiones pedagógicas, en los años previos al estallido de la Guerra Civil en 1936.

Creía Bartolomé que era necesario un cambio, una regeneración, y esta pasaba necesariamente por la educación, considerándola la tabla de salvación del pueblo. Había que sacar al pueblo del analfabetismo, del dogmatismo religioso. Era necesario tener libertad y aún más, libertad de pensamiento. Pensar por uno mismo, no asumir o replicar sin resistencia alguna las ideas ajenas. Lo revolucionario de las Misiones Pedagógicas (pienso que la palabra misión y misionero parecen estar imbuidos de un carácter religioso, aunque aquí, puestos a depositar la fe en algo para creer en ello a pies juntillas, sería en la Educación, en la capacidad que tiene esta para transformar a las personas y por ende, su realidad) fue que si hacemos analogía con ese dicho que dice que si la montaña no viene a Mahoma, Mahoma irá a la montaña, es decir, si los niños no van a la escuela (en muchas ocasiones porque no existían: solo en 1931 la Segunda República, creó 5000 escuelas, de un total de 28000 que estaban proyectadas en ocho años), será la escuela la que irá a los niños; así los docentes, una selección capaz de llevarse todos los títulos: ¡Atención¡ María Zambrano, María Moliner, Federico García Lorca, Luis Cernuda, Ramón Gaya, Antonio Machado… se dirigirán a los pueblos más remotos y les enseñarán a los niños y a los adultos, cómo sonaban las canciones en las gramófonos (música clásica, también zarzuelas), o a viva voz con el Coro formado por estudiantes, donde cantaban canciones y romances que el mismo pueblo había creado pero desconocía; qué era el cine y aquellas imágenes en movimiento (en pueblos donde no había luz eléctrica y precisaban de generadores autónomos de gasolina), las satisfacciones que puede deparar la lectura, o la contemplación de un cuadro (aunque fueran réplicas de Goya o de Velázquez), gracias a la creación del Museo Circulante. Qué era el Teatro, o en su versión más sencilla el Retablo de Fantoches con sus guiñoles, a cargo de Rafael Dieste.
Docentes que algunos aldeanos recibían como a los juglares de tiempos pretéritos.

Una pedagogía la que proponía Manuel inédita, que no estaba basada en el castigo corporal, sino en la comunicación, en el contacto, en el diálogo socrático. No olvidemos que para Cossío educar era una arte.

Luis Alfonso dedica un extenso apartado del ensayo, a pasearnos por las leyes del siglo XIX y comienzos del XX, a situarnos la educación entre las dos repúblicas, dando cuenta de todos los avances (en 1882, bajo el gobierno de Sagasta se creó el Museo Pedagógico, nacido como Museo de Instrucción Pública, al frente del mismo estuvo como director Manuel, que obtuvo la plaza por oposición; además de formar a los educadores, el Museo serviría para el análisis permanente de las escuelas españolas) y retrocesos que se fueron llevando a cabo al amparo de los cambios legislativos. Manuel proponía, por ejemplo, la coeducación, el mismo salario para los profesores y las profesores, la libertad de cátedra de los docentes, daba mucha importancia a la formación de los maestros (pues su tarea ni era fácil ni exigía poco esfuerzo) y consideraba también la educación como un todo, siendo igual de importante la maestra de párvulos que el catedrático universitario.

La mejor manera de conocer cómo era Manuel es a través de las palabras que le dedicaron muchas de las personas que le trataron, una nómina extensa: Unamuno, Baroja, Ortega y Gasset, Antonio Machado, Emilia Pardo Bazán, Américo Castro, Ricardo Rubio, Joaquín Sorolla (la cubierta del libro es un cuadro suyo), etc. El lector apreciará que unos y otros, tanto afines como contrarios, valoran la coherencia de Manuel, su serenidad, su entusiasmo en la labor pedagógica, su compromiso con la educación y el diálogo.

Son muchos los temas tratados en el consistente y enjundioso ensayo de Luis Alfonso Iglesias que, sin duda, nos deberían invitar a pensar y reflexionar acerca de la educación, bien como ciudadanos, bien como políticos, por si un buen día deciden sentarse a hablar, ponerse de acuerdo y hacer de la Educación un Pacto de Estado.

Sí, hay inercias difíciles de dislocar; si hoy tenemos a un joven delante, le preguntaremos qué tal las notas, qué tal han ido los exámenes. No le preguntaremos acerca de cómo son sus profesores, qué relación tiene con ellos, si disfruta aprendiendo, si siente que a medida que aprende más cosas las va viendo de otra manera, si está afilando su juicio crítico, si entiende ahora que el terreno intelectual es un horizonte ilimitado… no, la inercia nos hará ir hacia el resultado, hacia el fin, al utilitarismo en esencia.

Sumémonos pues a Manuel Bartolomé Cossío (jarrero de nacimiento, esto es, nacido en Haro, La Rioja) y reivindiquemos con él el consorcio tan necesario entre el arte, la educación y la vida. Y tengamos siempre este libro de Luis Alfonso a mano, así daremos cumplimiento a las palabras de Antonio Machado sobre Cossío: procurando recordarlo bien, que es la mejor manera de honrar su memoria.

Manuel Bartolomé Cossío. El arte de educar
Luis Alfonso Iglesias Huelga
Editorial Renacimiento
2024
342 páginas

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Séneca, Sócrates y demás filósofos en la ópera (Wolfgang Molkow)

El ensayo de Wolfgang Molkow, Séneca, Sócrates y demás filósofos en la ópera (editado por Ápeiron ediciones, con traducción de Roberto Vivero), parece llamado a ocupar un espacio vacío en el mundo de las letras. Un texto breve, apenas 70 páginas, en las que el reconocido pianista y compositor alemán recorre el pasado hasta el presente, para ofrecernos un recorrido que, mediante breves capítulos, resulta muy interesante e ilustrativos.

El autor nos sitúa en el nacimiento de la ópera (una especie de teatro musical), cuando corre el año 1600, en Florencia. Apunta Molkow que en aquellos años la voz cantante la llevaban los filósofos y los literatos, mientras que la música tenía un papel secundario y estaba subordinada a la palabra.

En la ópera barroca se erige la figura de Claudio Monteverdi que lleva la ópera a sus cumbres dramáticas y musicales. Razón: L’incoronazione di Popea con libreto de Busenello. El objeto de la obra es el filósofo Séneca. Y en juego está la lucha entre el hombre de acción que encarna Nerón y el hombre de letras que encarna Séneca, al que se retrata burlonamente, si bien, el ulterior suicidio le proporcionará una salida heroica.

Otro filósofo, Sócrates, ocupa a Telemann, en la ópera Der geduldige Sokrates (1721), donde evoca la imagen original del generoso y sufrido pensador que a través de su elogio de la vida sosegada avanza al mismo tiempo hacia el epicureísmo.

Yendo más atrás en el tiempo Molkow expone cómo las obras de Aristófanes son objeto de nuevas versiones por parte de Franz Schubert o Leonard Bernstein. Obras en la que Aristófanes criticaba y exponía satíricamente a Sócrates y a los sofistas. En estas puyas, en esta burla del mundo, vio Nietzsche al precursor de sus aforismos.

Las mas de 200 piezas de Goldoni (encarecido por Voltaire, en detrimento de Aristófanes), entre cuyos personajes aparecen los dottori, astrologhi y filosofi, presentan un aura de pomposa arrogancia que puede ser fácilmente caricaturizada.

En la Ilustración, donde la filosofía cuenta con un reconocimiento cada vez mayor, Molkow comenta dos figuras: la de Galuppi, autor de Il filósofo di campagna (donde la constelación bufa agota, en gran medida, el aspecto filosófico de la obra) y Passiello con las obras Il Socrate immaginario (1775), ópera bufa de gran éxito, donde su personaje no tiene otro fin que convertirse en un trasunto de Sócrates, cometiendo cuantas chifladuras vengan, o no, al caso; y I filosofi immaginari, en donde la filosofía y la astrología son intercambiables, y eso, según Molkow, denota que ambas disciplinas se practican aquí de manera más bien lúcida.

Avanzando en el tiempo la ópera dejará de ser un género absurdo, tanto como una mezcla de la artes y se volverá más razonable, regresando a sus orígenes y dejando espacio para las ideas humanísticas e ilustradas y superando por tanto la ópera bufa. No se limitará ya tampoco a la caricatura de los necios representantes bufos del gremio de los pensadores, sino que empezará a tomarse en serio su contenido. Un ejemplo es L’anima del filosofo del filósofo, ossia Orfeo ed Euridice, donde se planteará quien podrá ser el alma y quien el filósofo, al tiempo que se razonará también, por ejemplo, sobre los límites de la libertad humana.

La obra Die Zauberflöte de Mozart es contemporánea de la obra de Haydn, y surge de nueva la pugna entre el hombre de acción y el pensador. Vence el primero. En Così fan tutte, la ópera de Mozart, el protagonista es don Antonio, que si de algo dice saber es de mujeres, maculadas por la infidelidad. Y siguiendo con Mozart, y su Don Juan (y su inmortal figura del seductor), Kierkegaard, dijo que con esta obra Mozart se situó por encima de todos los mortales.

El Romanticismo pasa por Busoni y Boito. El eje central en ambos es, no la figura de Fausto, sino la de Mefisto, el que siempre niega y el que impulsa la acción. Y en esta misma época comparece Weber con su obra Der Freischütz (El cazador furtivo). Para Weber los oscuros poderes son el elemento fundamental de su música. El cazador se pregunta ¿No hay ningún Dios?. ¿Qué busca el cazador? ¿Busca a Dios, la verdad?

Luego llega Wagner, que no necesita dice Molkow, situar a los filósofos en escena, pues sus personajes (Wotan, Parsifal…) ya son reflexivos y también negadores de la voluntad. Según Nietzsche, Wagner regresa al origen de la tragedia griega. En su recorrido sus lecturas irán de Kant a Hegel y Feuerbach hasta arribar a Schopenhauer.

Richard Strauss se apoyará intelectualmente principalmente en Nietzsche, más cuando descubra que la negación de la voluntad no es lo suyo, y se interesa por Nietzsche y por Así habló Zaratustra, en su obra Also sprach Zarathtustra. Los personajes femeninos (Arabella, Dánae…) cada vez tienen más presencia en la obra de Strauss, al igual que acontece con Wagner; así sus personajes como Erda, Brünnhilde, Kundry.

Puccini en su obra La bohème presenta a un auténtico pensador, de la mano de Colline y subraya con lacrimógena sentimentalidad la visión del mendigo sabio y su gesto de impotencia ante la muerte. Erik Satie vuelve a Sócrates, a su muerte, entendido como un gesto heroico. Ernest Krenek en su ópera Pallas Athene weint, la diosa de la sabiduría derrama lágrimas por la muerte de Sócrates.

Paul Hindemith en su obra Die Harmonie der Welt plantea la discusión entre el astrólogo Wallenstein y el filósofo Kleper. No son enemigos sino complementarios piensa Hindemith, para quien la ópera representa el intento de reconocer la armonía del mundo y de entender el mundo como su símil sonoro.

Y los filósofos siempre resultan inspiradores para los autores más contemporáneos. Así Ruzicka con su obra Benjamin, centrada en la huida de Walter de los nacionalsocialistas y posterior suicidio en Portbau. O Wolfgang Rihm, y su ópera Dionysos, a partir de los Ditirambos de Dioniso de Nietzsche. O Giuseppe Sinopoli, con su ópera Lou Salomé.

A modo de conclusión expone Molkow que resulta llamativo que de la dinámica composición vita activa / vita contemplativa desde Monteverdi hasta la Modernidad recorre, como hilo conductor y topos firme, el teatro musical. Y los filósofos no solo preservan cierta altura estilística que caracteriza a la ópera, sino que también revelan una dimensión más profunda que se esconde detrás de la obra. La presencia del que piensa garantiza, por así decirlo, la existencia del que canta.

Séneca, Sócrates y demás filósofos en la ópera
Wolfgang Molkow
Traducción Roberto Vivero
Ápeiron Ediciones
2024
74 páginas

No llamadas por su nombre

Los no llamados por su nombre. Matthias Grünewald, el pintor (Ramón Andrés)

Ramón Andrés destina este ensayo, Los no llamados por su nombre a Matthias Grünewald, el pintor, a la figura de Grünewald, el cual según refiere Ramón le ha acompañado desde su juventud. La idea del libro parte de un conferencia impartida por este en el Museo del Prado en febrero de 2018.

A Matthias Grünewald no solo no se le llamaba por su nombre, que parecía ser Mathis Gothart Nithart, sino que tampoco está muy claro cuál fue al año de su nacimiento. Pudo ser 1475. La muerte, en agosto de 1528. En todo caso, Grünewald ha pasado a la posteridad por ser el autor de El retablo de Isenheim, políptico de ocho paneles.

A pesar de las reducidas dimensiones del libro, las imágenes en él presentes tienen la calidad suficiente para que las palabras que Ramón dedica, no solo al retablo, sino a otras obras pictóricas de Grünewald, queden bien sustanciadas.

¿Qué es lo que dio fama al retablo? La manera en la que Grünewald aborda la Crucifixión de Cristo. No hay otra muerte en la cruz que lastime tanto, afirma Ramón, ninguna tan hiriente, continúa. En el texto se evidencia cómo Grünewald se empapa de la realidad que lo rodea, de las hambrunas y la extrema pobreza sufrida por muchos; también de las tensiones sociales que darán lugar a los levantamientos de los campesinos y al fortalecimiento del luteranismo. El pintor será afín a la Reforma y al campesinado. Yendo a algo más próximo, en sus ires y venires el pintor observa el paisaje, los continuos aguaceros, el atardecer del color de la madera astillada, refiere Ramón, y así Grünewald tiene claro, por ejemplo, el tono con el que pintará el fondo de la Crucifixión.

¿Cuál era el objeto del retablo? El retablo lo elaboró Grünewald entre 1512 y 1516. Fue ubicado en una iglesia aledaña al hospital de los antonianos, en una localidad próxima a Colmar (hoy el retablo se halla en el Museo de Unterlinden, en Colmar, en Alsacia). Guersi, superior del convento, fue quien solicitó la creación del retablo; lo quería para que su contemplación sirviese como cura para los afligidos. Porque eran muchos los desheredados de la tierra que acudían al hospital hambrientos, dañados, enfermos tras haber contraído la sífilis; algunos aquejados también del fuego de san Antonio, el ergotismo, contraído tras la ingesta de pan contaminado con un hongo tóxico (el cornezuelo), rico en ergotamina (alcaloide del que se deriva el ácido lisérgico). Los enfermos sufrían alucinaciones, quemaduras internas. Se creían azotados por el Diablo.

La Crucifixión, el cuerpo de Cristo, es un cuerpo descoyuntado; los brazos como sogas mal trenzadas, los dedos como la maleza que arde cuanto más sopla el viento, el pecho pedregoso, las piernas pródigas en heridas; no hay extremidad sin mácula. El crucificado no está solo. En el retablo están las figuras de María, desvanecida en los brazos de Juan Evangelista, María Magdalena implorante, Juan Bautista (quien anunció la venida de Jesús) o San Sebastián asaetado.

En la predela Grünewald muestra de nuevo a un Cristo descoyuntado una vez extraído de la cruz. Es la viva imagen del sufrimiento que llega hasta la muerte. Otras partes del retablo, no resultan tan tétricas. Pensemos en la Anunciación a María. O la de la Resurrección, que se nutre de una luz cegadora.

El majestuoso retablo, con paneles que se abren y cierran, y las imágenes leídas en horizontal y vertical, asemeja un libro desplegable, en cuya contemplación y entendimiento nos será de gran utilidad el espléndido ensayo de Ramón que aborda no solo la cuestión pictórica, sino otras aspectos históricos, sociales y psicológicos, con la correosa (como los jabones en cuya elaboración se afanó el pintor los años anteriores a su muerte) figura de Grünewald en el centro de sus pesquisas.

Los no llamados por su nombre. Matthias Grünewald, el pintor
Ramón Andrés
Temporal
2024
111 páginas

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Minimosca (Gustavo Faverón Patriau)

Finalizo la lectura de Minimosca unas pocas horas antes de clausurar el 2024. Sin duda para mí la mejor novela publicada este año, de las que he leído, que tampoco han sido tantas. Releí lo que escribí cuando leí Vivir abajo hace cuatro años y medio, para situarme, aunque no me ha aclarado mucho, más allá de ver que algunos personajes como George o Miroslav Valsorim comparecen de nuevo.

Si Vivir abajo se centraba mucho en las torturas, aquí es la muerte la que resulta una presencia ominosa y ubicua. El libro se ramifica en un sinfín de historias dentro de historias, dentro de historias, y hay que ir buscando la relación entre las mismas. Esto resulta complicado, más cuando leo la novela sin tomar apuntes; novela que debido a su tamaño (715 páginas), hace que cuando se retome el personaje del Arturo, en sus postrimerías, parezca que me hablen de alguien que conocí mucho tiempo atrás.

Leo que el mundo está lleno de trampas, y aquí las trampas, son los continuos giros de la trama. El mundo, la novela, parece un único escenario donde los personajes estuvieran continuamente entrando y saliendo del mismo, recorriendo la geografía americana de norte a sur, no a la velocidad de la luz, sino a la del paso humano, como hace Angus White. La manera en la que Gustavo articula sus historias genera una atmósfera enfermiza, donde confunde los planos de la realidad y la ficción, avivados por una fértil imaginación que se desparrama en múltiples direcciones. La novela es un continuo abrazo a la literatura, porque aquí Vallejo tiene un papel importante, como personaje y con sus obras, como los poemas que recita Minimosca en el ring para doblegar a sus rivales. O las obras de Thomas Browne y su Urne-Burriall. O la presencia de escritores como Stephen King, Melville o Nathaniel Hawthorne, entre otros muchos.

Sabemos que el siglo XX fue infausto con guerras mundiales o locales, millones de muertos y dictadores por doquier. ¿Cómo explicar toda esta barbarie y sinsentido? Gustavo se nutre de historias menores, de asesinos de andar por casa, de torturadores de la peor calaña, de violadores, de padres que ofrecen a sus hijas para ser violadas, de padres maltratadores, de niñas que tratan de hacer arte con un cámara en un campo de concentración, de artistas que llevan sus planteamientos hasta el ultimo paso que es el ahorcamiento, de artistas que dejan el horror en imágenes.

Creo que lo único válido ante un libro tan descomunal y apabullante como es Minimosca, cuyo título desdice el peso pesado que es, consiste en abandonarse a la lectura, en sumergirse de lleno en la narración y sus vaivenes, en el horror, en la literatura que impregna cada página. También el misterio. Es posible que uno se sienta también como el Amnésico de la novela, que haya cosas que no le suenen cuando las lea, y no logre atar todos los cabos. En todo caso, esto solo alentará las ganas de una futura relectura, porque me temo que como sucede con el Ulises, y con otros muchos libros considerados clásicos, la lectura de Minimosca es tan sorprendente como inagotable, aunque el lector acabe, doy fe, agotado. Pero muy satisfecho.