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Por la GR-38

De Laguardia por la GR-38, la conocida como Ruta del vino y del pescado, podemos llegar hasta Lagrán, en la otra cara de la Sierra de Cantabria, en la llanada Alavesa. Una vez superado el poblado prehistórico de La Hoya, la ascensión no da descanso hasta llegar al Puerto del Toro.

De ruta por la GR-38

Partimos de 600 metros y rebasaremos los 1200. En cuatro kilómetros ascenderemos 400 metros. Y en el último kilómetro, pasamos de 1000 a 1200; más de 200 metros de desnivel. Esto supone tener que ascender pendientes de más de un 20% de desnivel, como media; luego hay pendientes de casi un 30%. Hacerlo en bici, supone tirar de ella, porque el terreno son piedras sueltas en algunos momentos. En el tramo final el sendero se estrecha y es piedra caliza. Complicado meter la bici por trocha tan estrecha. Una vez hecha la cima aún hay que ascender otro poco para iniciar el descenso hasta Lagrán.

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A medio kilómetro de la cumbre estaba la Cruz del Castillo. Lo dejaremos para una ascensión a pie. El terreno sigue siendo roca, no sendero, y de nuevo hay que bajarse de la bici y domarla para que no se encabrite montaña abajo.

Más adelante ya entramos en el bosque. Se suceden las hayas, los bojs, los avellanos, los troncos cubiertos de musgo. El terreno está embarrado. Finalmente, el bosque se abre a la llanura con Lagrán al frente.

Regresamos por carretera, subiendo hasta Bernedo y después disfrutando de la bajada con el sol ya declinando, hasta Logroño.
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He leído que la GR38 es ciclable. El tramo entre el Poblado de la Hoya y Lagrán, al menos esos cuatro kilómetros, no me lo parecen. No obstante, las vistas panorámicas merecen la pena el esfuerzo.

El lector autárquico

La autarquía aplicada en mi leer cerraría las fronteras a los libros tomados en préstamo en la biblioteca, también a las futuras compras. Sería la única manera de reducir el número de libros pendientes de leer que moran hace décadas en las estanterías dispersas por toda mi casa. De esa manera me pondría de una vez con Las mil y una noches, las Memorias de ultratumba, la Historia de mi vida de Casanova. Libros que fueron regalos de seres queridos y cuya no lectura asumo ahora como una descortesía. Volvería a Filloy si acometiese la lectura de Op Oloop. A Gaddis con Los reconocimientos. Me mediría de una vez con Pynchon y su A contraluz. Regresaría a los clásicos, a Cervantes y sus Novelas ejemplares, a La celestina, a la narrativa completa de Valle-Inclán. Como hice hace semanas con Rodoreda y la Plaza del diamante, leería Nada de Laforet y Nubosidad variable de Gaite. Sabría qué es La forja de un rebelde. Comprobaría cuánto hay En el juego de los abalorios del Dockor Faustus. Emprendería el viaje Al fondo de la noche. Sería testigo de Las conversaciones de Goethe. Escalaría paredes verticales al acometer Larva y Paradiso. O me bastaría con ir Peñas arriba. Me complacería que me viniesen con cuentos de Cheever, Thomas Wolfe, Cristina Fernández Cubas, Carlos Castán, Thomas Mann, Evelio Rosero, Tolstói, Pushkin, Svevo o Edgar Allan Poe. Haría tripletes al consumar La trilogía de la memoria, La trilogía de los sonámbulos o El día del Watusi, y así sabría si el de Casavella es o no es ya un clásico moderno. Me embarcaría en lecturas extensas como La muerte de mi hermano Abel, La novela de Genji, La familia real, Los inconsolables, La muñeca, Escenas de la vida de Annie Ernaux, La palabra del mudo o Días de llamas. Habría más Gallardo con Los galgos. Me entregaría al debate y al pensamiento escatológico si leyese Por qué soy católico y Por qué no soy cristiano. Sé que validaría otra vez las buenas recomendaciones de mi librero de confianza al leer El barrio del incienso. Volver a casa es volver a Cunqueiro y sus Artículos. Leería Manhattan Transfer y luego La colmena y jugaría mentalmente a las siete diferencias. Me tumbaría en el catre y me daría a la lectura de las Novelas de Santa María. Repararía el monumental descuido de no haber leído aún a Pla. Comenzaría con El cuaderno gris. Encerrado en mi cuarto, fajado en la lectura y con las pupilas a punto de nieve entendería la trágica situación de El conde de Monte Cristo. Seguiría con Contra toda esperanza, con los Diarios de Zweig, y después me pondría con sus biografías de María Estuardo y Fouché. Me embarcaría en la lectura de Maqroll y Mediterráneo. Sería un flanêur en mis Paseos por Roma. Dentro de un reloj de cuco acometería El viaje pendular. Afilaría el lapicero al leer El oficio de vivir. Leería con la puerta de la nevera abierta Bajo el volcán. Compararía la novela con la película después de leer El doctor Zhivago. Retornaría a Gopegui con Lo real. Tendría esa sensación tan excitante de leer a una escritora por primera vez. Así Infiel o Leonora. ¿Me quedarían fuerzas para leer La invención y la trama, A sangre fría, Ruido de zuecos, El barón rampante, Maniac, Circular 22, El interior, Conversación en la catedral o Los hermanos Karamázov? No lo sé, si sé que dejaría para el final a Auster, su 4 3 2 1.

El museo imaginado

Charo baja de la escalera y nos franquea el paso al establecimiento ubicado en una calle antaño prostibular y hoy conocida como la calle de las muñecas.

Muñecas

Pienso en una abarrotería monotemática que sería, incluso hoy, el paraíso de cualquier criatura en su niñez. Más de cuatro mil (parece imposible establecer un censo) muñecos y muñecas en su manifestación silenciosa y serena alegría.

Cada muñeca tiene una historia. Peregrinas, toreras, folclóricas, enfermeras, nancys, mariquita pérez, barriguitas, monster high, blancas, negras, algunas embarazadas con el niño en la tripita que se abre como una puerta con el feto dentro, otras amamantadoras, algunas del tamaño de un dedo, pero las hay también tan altas como un niño de un metro veinte. Muñecas modernas como la Nancy de Aitana, otras casi centenarias. Muñecas llegadas de todos los países.

Muñecas

Charo las limpia, engalana y sitúa con mimo en las estanterías rebosantes. Pienso que si el acarreo sigue de manera interrumpida, la única solución será hacer con las muñecas lo que se hace con los jamones: ubicarlas colgantes en el techo.

Muñecas
Charo, ya jubilada, nos habla del quehacer diario con sus muñecas, de los vestiditos que les confecciona con mano de orfebre, cada uno distinto, y sus ojos refulgen apasionados, y uno piensa, camino de la puerta de este museo clandestino, que las muñecas es evidente que no solo nos ofrecen compañía en nuestra infancia, aunque mirando los fusibles del cuadro de la luz también pienso que me daría más miedo pasar una noche allá, bajo la atenta mirada de ocho mil ojos, que en un camposanto.