Archivo de la categoría: Acantilado

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El teniente Gustl (Arthur Schnitzler)

Arthur Schnitzler comienza a ser un habitual por estos pagos. Primero fue Morir, luego Tardía fama y ahora El teniente Gustl, breve y delirante nouvelle y buen ejemplo del monólogo interior que tan bien manejó el autor austriaco. El teniente Gustl del título, un fulano un tanto paranoico, al acabar un concierto se siente agredido verbalmente por un panadero orondo. Una ofensa que afectará lo más profundo de su amor propio de su orgullo y de su honor, de tal manera que la única solución al problema pasará por batirse en duelo, o en el caso de que este no se llevara a cabo, suicidándose. Toda la novela es un continuo e hilarante trajín mental, un devanarse los sesos sobre las consecuencias que tendría su muerte y lo que lo abocó a ella y un repaso a lo que ha sido su vida. Tras muchos puntos suspensivos, uno se prepara para lo peor, para el punto final del teniente, si bien Schnitzler plantea un golpe final maestro que lo disfrutará y mucho, creo, quién lea esta pequeña gran novela.

Acantilado. 64 páginas. 2012. Traducción de Juan Villoro.

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Tardía fama (Arthur Schnitzler)

Arthur Schnitzler no deja de sorprenderme -después de haber leído el otro día Morir– para bien. Con Tardía fama podemos apreciar de nuevo lo maravilloso que supone, a veces, entregarse a la lectura durante un par de horas. El título, Tardía fama, es engañoso. En manos de cualquier otro escritor la historia hubiera ido por otros derroteros más complacientes y entonces sí que se hubiera dado la tardía fama del título. Con Schnitzler esto no sucede. Apenas requiere el autor cien páginas para mostrar en toda su complejidad lo que un escritor expone, arriesga y deja en el camino cuando se decide a escribir. Una escritura que a veces va acompañada de la publicación y otras no. Y luego en el caso de ver publicada la obra, otra cosa es que ésta obtenga el reconocimiento de crítica y público del que el autor se siente acreedor, e incluso que sus lectores sean los que él desea. Ante la labor creadora surge el ego del autor como algo irremediable, así Saxberger que en su juventud fue poeta, publicó y fue olvidado y labora ahora en la administración, sufrirá la entrada en su vida de un joven poeta que lo venera a él y a su obra, como si esto fuera algo indisoluble, y quiere que Saxberger entre a formar parte de su círculo de escritores. Saxberger no desoye los cantos de sirena, no aparta las caricias de la veneración, ni hace ascos al almíbar de los elogios, y se siente renovado, parte de algo -aunque llegue a ser en el ojo del huracán-, incluso deja de ser invisible para las mujeres, que le harán sentirse corpóreo, una vez acariciado e incluso objeto del deseo femenino. Schnitzler demuestra con maestría lo inestables, correosos y hueros que son conceptos como la fama, el éxito, la veneración, pues al final no son otra cosa que pompas de jabón, gráciles sí, que estallan prontamente, para dejar al autor con un palmo de narices, siempre defendiéndose éste de los demás escritores -rivales en potencia- , de la crítica implacable, del público que lo ignora, y de aquellos que pasan de la veneración a la indiferencia en décimas de segundo. Una fama que sería una sed que nunca se apagara, tal que Saxberger acabaría añorando su vida gris, monótona y aburrida, sin sobresaltos, una medianía dilatada, sin tener que andar en todo momento buscando el reconocimiento, el aplauso -los me gusta o likes actuales- la palmada, la recensión en la prensa escrita, un anhelo, una necesidad más bien imperiosa de anonimato, de ser uno más, fuera ya de los vanidosos círculos literarios, asumiendo que las musas, otrora lozanas, ahora aquejadas de demencia senil no tienen nada que ofrecerle.
Si a menudo constato cuando cojo un libro en préstamo en la biblioteca la paradoja de quien entiende los libros más que como un objeto de culto como un basural, objeto a roturar o pintarrajear con todo tipo de anotaciones o rayaduras a bolígrafo, en esta ocasión me sorprendo al leer una nota a pie de página escrita a lápiz por un lector, que fija su atención sobre un párrafo donde Schnitzler ironiza sobre Goethe.

Acantilado. 2016. 104 páginas. Traducción de Adan Kovacsics

Arthur Schnitzler en Devaneos | Morir

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Morir (Arthur Schnitzler)

Arthur Schnitzler (1862-1931) plantea en esta breve y deliciosa novela (con traducción de Berta Vias Mahou) el trance postrero que supone la muerte y cómo ésta altera la relación de una pareja de enamorados, que ante el anuncio de que él morirá en un plazo de un año, ambos pasarán por distintos estados que irán poniendo encima de la mesa sus sentimientos, difuminando las barreras de la lealtad, el compromiso, el amor, la abnegación, la esperanza, la dignidad, el egoísmo, ya que si en una primera instancia ella está dispuesta a morir con él, luego este sentimiento se verá minorado, toda vez que la realidad y el comportamiento de él, y sus ganas de (sobre)vivir (las de ella), pongan en cuestión tal afirmación y deseo.
Schnitzler, muy sutilmente encamina a sus personajes al precipicio, no solo hacia la nada, hacia la que él camina por ese corredor de la muerte que son los meses que le quedan, empeñado en buscar el Sur, en su particular Grand Tour (de force), como si la luz y el calor de las latitudes itálicas fueran la solución a su “problema”, emperrado en arrastrar a ella, a su amada, en su caída.
Escrita hace más de cien años, lo que Schnitzler planteó no ha perdido ni un ápice de vigencia, pues sobre la muerte, sobre ese traje hecho a medida, siempre andamos como Penélopes afanosas, tejiendo y destejiendo, ocupando el tiempo que nos queda, sin atrevernos a mirar a la parca a los ojos, pues aunque Montaigne, siguiendo a Horacio, nos recomendó vivir cada día como si fuera el último, cuando el porvenir ya no es tal y sabemos los días que nos quedan, esa información viene a ser un lastre, una losa, que nos ocupa de tal manera que nos impide hacer otra cosa que no sea pasar del lamento a la desesperación y viceversa vadeando la tristeza, donde el presente es tierra de nadie, ya que el futuro no tiene razón de ser y el pasado se va deshaciendo en manos de la enfermedad que lo borra y aniquila.
En los cines (en España) acaban de estrenar la adaptación de la novela.

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Pensar y no caer (Ramón Andrés)

Pensar y no caer significa pensar y no cejar, perseverar en la pregunta, no consolidarse, no quedarse ahí, no abonar lo estático, no poner el oído a la tonalidad de la complacencia, no darse por concluido, porque nunca se llega a ser. No asentar, no sentenciar, no solidificar, no tener reparo en hacer estallar la burbuja que nos ha envuelto en su asepsia. No hacerlo indicaría un espantoso terror a la muerte, trabajar en ella y para ella, ser su asalariado. Pensar y no caer es no admitir que los cataclismos y las revoluciones perfeccionan el devenir universal humano, tal como querías Schlegel. Esto es tan erróneo como primario. Tiene algo de infame. Es dar por bueno el castigo, ver ejemplar la corrección que viene de las masacres, propiciadas por los huracanes, las epidemias o por la violenta defensa.

Pienso caer en Ramón Andrés y seguir disfrutando de ensayos como los presentes: amenos, agudos, filosos, certeros.

Ensayos que hablan de la muerte, de la nada, del pan, de la calumnia, de Europa, de la escritura y la tierra, de Dostoievski…

Acostumbrarse a malvivir en grandes núcleos de población, suponer que la naturaleza cumple el cometido de un vertedero al que van a parar los restos del exceso, entender la realidad como confort, da la bienvenida a un mundo que se deteriora velocidad de los utensilios que utilizamos, soñar la seguridad, lo programado, la abundancia y la aspiración almacenarla pertenecen a este hombre posthistórico cuyo inicio anuncia el retorno a lo animal. No por otra cosa ha puesto todas sus fuerzas en idear una felicidad artificial y a hacer de ésta una industria pesada.

Desde la Segunda Guerra Mundial no se habían instalado tantos kilómetros de concertinas, esas alambradas de cuchillas -a una empresa española le cabe el honor de ser hasta hoy el único fabricante europeo- capaces de sajar hasta lo hondo de la condición humana. Si se las llama de este modo es por analogía con el instrumento musical del mismo nombre, un pequeño acordeón octogonal que hizo bailar sobre todo a la Inglaterra del siglo XIX; la alambrada se despliega gual que su fuelle; pero ahora su melodía cambia el canto por el grito.

Porque el libro, al fin y al cabo, no es más con encuentro de voces; lo es la página, lo es el poema, lo es el relato, la memoria, también el pentagrama. Su presencia puede sugerir, por más exagerado que parezca una apetencia antropofágica. Francis Bacon admitía en uno de los Ensayos que ciertos libros deben ser devorados, mientras que otros, más delicados y extremos tienen que masticarse y, después, digerirse.

Hay quienes dedican una vida entera y a veces hasta libros, en descalificar a alguien. El chiste fácil, el apodo lacerante, el diminutivo de menosprecio, el chascarrillo cáustico son el pan de cada día, una especie de gula a la hora de engullir al otro. Flota en el aire un continuo recelo, la costumbre de mirar con el rabillo del ojo, la precariedad del que quiere haber nacido dueño entre los semejantes.

Reflexiones e ideas engastadas en estos ensayos que se sustraen a la mórbida complacencia, a los lugares comunes, al discurso oficial, y merced a la música, la pintura, la historia, la filosofía, la mitología…, convierten su lectura en puro regocijo, en un aprendizaje gozoso, porque el estilo de Ramón -que te saja como si fuera una concertina- y su erudición compartida es admirable, sí admirable, y quizás podamos entender su mirar como amargo, pesimista, aciago (ahí aparecen Nietzsche, Sloterdijk…) pero viendo ahora mismo las noticias de la sexta, solo puedo dar la razón a Ramón, pues constato que esto se va a pique: las barbaridades humanas crecen exponencialmente y la estupidez 2.0 es ya viral.

Editorial Acantilado.2016. 224 páginas.