Archivo de la categoría: Alianza Editorial

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Mi Cristina/El mar (Mercè Rodoreda)

En los 90 Alianza Editorial sacó una colección llamada Alianza Cien. Cien hacía mención a lo que costaban esos libros de bolsillo, cien pesetas, de tamaño mínimo, que se dan un aire a los que publica ahora Minúscula o a la colección de Austral que pone en el mercado grandes obras por tres o cuatro euros en sus colecciones Austral Básicos o Austral Mini.

El libro de Mercè Rodoreda (1908-1983) lo forman dos relatos bastante breves. El primero Mi Cristina nos recordará a Jonás y la ballena, pues el protagonista vivirá, no tres días, sino unos cuantos años en el interior del cetáceo hasta que logra llevar a cabo su segundo alumbramiento, al lograr escapar de aquella jaula de carne. La coña marinera viene cuando el renacido es instado por sus paisanos, no sin cierto retintín, a regularizar sus papeles pues dentro de la ballena estaba a su vez fuera del mundo. Tiene un pase.

El mar se basa en los diálogos que mantienen unos rentistas de imaginación disparada, elucubrando estos sobre las noticias que aparecen en la prensa mientras que la realidad se va filtrando en su cháchara, ya sea en forma de niños, jilgueros o amas de casa, que les apartan de sus pensamientos triviales a la par que les enteran de las circunstancias de otros que no tienen su misma suerte y despreocupación vital. Rodoreda demuestra aquí su buen oído y su talento para los diálogos.

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Goethe se muere (Thomas Bernhard)

Tenía sincio de Thomas Bernhard, así que nada mejor que quitarme la gusa echando mano de algún libro suyo. Tiempo llevaba queriendo leer Goethe se muere que reúne cuatro relatos que ofrecen más de lo mismo, pues no hay muchas novedades para aquel que conozca al detalle la obra de Bernhard y haya leído al menos sus relatos autobiográficos, pues sus invectivas contra su familia y contra Austria no son nuevas.

El relato más original, por quedar fuera de esa vorágine de abyección, vileza y aniquilación a la que Bernhard nos subsume, se me antoja el relato que principia el libro Goethe se muere, título que destripa el relato. Goethe se muere y antes de palmarla quiere tener a su vera a Wittgenstein. Un encuentro que no llegará a materializarse. Goethe murió el 22 de marzo de 1832, Wittgenstein el 29 de abril 1951. Bernhard juega pues con distintos planos temporales. Vemos como Goethe vive no sabemos si abrumado o henchido como un pavo real, por el peso de su fama, de su grandeza, la cual disfrutaría en vida, no a toro pasado – recibiendo sacas llenas de cartas de sus admiradores que van a la chimenea y le permiten calentarse por la cara-, como les ha sucedido a la mayoría de los artistas, sean escritores, pintores, o escultores, que como Cervantes malvivieron en vida y los dedos rosados de la Fortuna no llegó nunca a acariciarlos, sino más bien el hocico de la miseria. Vemos la competencia con Schiller, aquel que podía haber plantado cara a Goethe, el cual murió el 9 de mayo de 1805, bastante antes que Goethe y mucho más joven. Además de llevarnos a pensar sobre cómo sería la relación entre dos monstruos como Goethe y Wittgenstein en el caso de que hubieran podido verse finalmente las caras –el relato propone que ambos son coetáneos-, más interesante me resulta el final, pues a menudo esas frases que corren de siglo en siglo hasta hoy en día, como ese “Más luz”, con el que parece que Goethe se fue de este mundo, pudo no ser así, y cambiando simplemente una letra por otra de una misma palabra, una aliteración genial, por otra parte, podemos pasar de la luz a la nada sin despeinarnos.

El segundo relato, Montaigne, es donde más reconozco a Bernhard. El que haya leído los Relatos autobiográficos del austriaco ya sabe el fervor que este sentía por el ensayista francés. El relato es como ir espigando momentos de esa autobiografía con el lenguaje marca de la casa, donde un niño, se ve aniquilado, ultrajado, por sus padres, a quienes detesta y aborrece, padres que desde pequeño lo machacan con sus órdenes, sus directrices, sus mentiras, su hipocresía y lo más doloroso: su empeño en que el Bernhard niño no pise la biblioteca, que no se contamine éste con los libros, con los de filosofía en concreto. Sabemos que una prohibición actúa en el cerebro de un niño como un imperativo, no para no hacer, sino para hacer. Así que el niño, lee y descubre la literatura, descubre la filosofía, descubre el amor por el saber, descubre a Montaigne, descubre sus ensayos, sus tentativas vitales y pasa entonces a ser Montaigne su brújula y toda su familia, una familia que nada tiene que ver con la suya, aquella que tanto detesta y aborrece.

En Reencuentro, Bernhard sigue en la misma línea que el relato anterior y aquí la queja es dual. La que manifiestan dos jóvenes que se ven las caritas pasadas dos décadas, para quienes sus casas -opinión compartida-, fueron cárceles, prisiones, campos de exterminio, La Casa de los Muertos, en donde van a ser aniquilados a no ser que cojan las de Villadiego lo más pronto posible. De fondo las montañas, odiosas por supuesto, tanto como las excursiones familiares a la montaña, dos al año y los cuadros paternos sobre la montaña, y la cítara, la trompeta, el piolet, la vestimenta roja en la montaña, buscando la tranquilidad en la montaña y sembrando en sus hijos la intranquilidad, en la montaña. Un día a día que viene a ser para Bernhard un ochomil sin agua, alimento, ni bombona de oxígeno, ante una madre severa, dura, indiferente y pegadora y un padre duro, despiadado, severo e impertérrito que deja hacer, deja atizar a su carnal. Cabe cuestionarse en qué consiste la educación, pues en el caso de Bernhard convertirse en un réplica de su padre, le asquea, pues su anhelo es precisamente ser radicalmente diferente a su padre, perderlos de vista, al padre y a la madre y no dejarse seducir pasados/posados los años, por los cantos de sirena de un sentimentalismo falso y mendaz como en el caso de su interlocutor, el cual afirma ya al final no recordar nada, quizás como otra forma de romper los lazos, el lastre de la infancia, nada arcádica para esta pareja de amigos, ahora adultos.

En Ardía, Bernhard pone voz a un fulano que está vagando por el mundo desde hace cuatro meses y al tiempo que viaja echa pestes de la Iglesia aniquiladora del Buen Dios. A la gente no se le puede ayudar, dice. Así que pasa del mundo y se retira dentro de sí mismo, al tiempo que nos dice algo que ya sabemos porque lo hemos leído en otros libros suyos, a saber, que Austria es aborrecible, el país más odioso y ridículo. Algo parecido, pero más suave dirá de Noruega, de los noruegos, de Oslo, de su mala comida de su gusto artístico execrable…

Bernhard en estado puro.

Cuando tenga de nuevo mono de Bernhard seguiré con Hormigón, o con cualquier otro. Sobre la marcha.

Alianza. 2012. 120 páginas. Miguel Saénz.

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Corrección
El malogrado
Tala
Relatos autobiográficos:
El origen
El sotano
El aliento
El frío
Un niño

Washington Square

Washington Square (Henry James 1880)

Henry James
Publicado por entregas en 1880
Alianza Editorial
2014
270 páginas
Traducción: María Luisa Balseiro

Henry James en esta breve novela se las ingenia para desentrañar, a su manera y con su particular estilo, lo más negro del alma humana.
Para ello dispone sobre el tapete a un doctor, a su timorata hija y al pretendiente de la misma. Como las fuerzas presentes actúan todas ellas en sentido contrario, la cuestión pasa por ver quién cederá antes o romperá los lazos efectivos que unen al padre y a la hija, en tanto en cuanto el padre no quiere que su hija se case con su pretendiente, pues entiende que éste es un holgazán interesado que va detrás de su hija por afanes más crematísticos que espirituales.

Y la novela, es avanzar en esa dirección, constatar la lucha denodada de la hija, llamada Catherine por contentar a su prometido, Morris, y a su padre. Una ecuación de imposible resolución, toda vez que el padre se manifiesta y consolida más duro que una piedra, quien por nada del mundo antepondría la dicha de su hija a su interés personal, revestido y justificado bajo lo que conocemos como decoro, formas, apariencias, etcétera, impidiendo el matrimonio de su hija, amenazándola con no dejarle un dolar si no se atiene ésta a sus deseos, etcétera.

Secundando a Catherine hay un par de tías solteronas que como no tienen otro pito que tocar se dedican a hocicar, malmeter, aconsejar y desbaratar, todo desde la buena fe, o no.
El relato va ganando intensidad hasta que padre e hija se van un año a la vieja Europa y ya ahí desconecto del todo, y entonces la suerte de los protagonistas me importa tanto como le acabará importando Morris a Catherine: un bledo.