Archivo de la categoría: Benito Pérez Galdós

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La corte de Carlos IV (Benito Pérez Galdós)

La corte de Carlos IV es la continuación a Trafalgar, segunda novela de la Primera serie: la Guerra de la Independencia, escrita en 1873. El narrador es el mismo, el joven Gabriel, un par de años mayor, aquí tiene dieciséis. Estamos ya en 1807, durante el reinado de Carlos IV y su valido Godoy, al que le arrecian todo tipo de denuestos por las clases populares: corrompido, dilapidador, pecador, ateo, verdugo, venal inmoral, traficante de destinos, polígamo, enemigo de la Iglesia

Gabriel se enamorisca de nuevo, de una mujer, bueno, de dos: Inés, mujer joven, quince años, muy inteligente, hacendosa, costurera de origen humilde, con las ideas muy claras y muy sensata y Amaranta, que se mueve en esferas más elevadas y encarna a la Diosa amorosa, de la cualquier tierna criatura como el campanudo, inexperto y retumbante Gabriel se enamoraría sin remisión. Una Amaranta que le permitirá a Gabriel cruzar una fina línea moral al entrar en la Corte, yendo muy bien advertido con las palabras de Inés: Ya veo que dentro de poco le tendremos a usía hecho un archipámpano, con muchos galones y cintajos, dando que hablar a la gente, y teniendo el gusto de oírse llamar ladrón, enredador, tramposo y cuanto malo hay.

Ha lugar la representación de El sí de las niñas del ilustrado Moratín, con dos bandos enfrentados, tal que unos (los del teatro enemigo Los Caños) quieren arruinar la obra con gritos, pataleos y burlas, mientras que el público en general aprueba la obra, tanto como hará el perspicaz Gabriel quien a pesar de hallarse entre los agitadores, aprecia y pondera (siempre me ha parecido uno de las obras más acabadas del ingenio) en la obra el que más allá de que el amor triunfe, defienda la potestad de la mujer para dar el sí convencida, no por una imposición, un sí que las más de las veces era perjuro porque no se decía de corazón. Eran los tiempos, comienzos del siglo XIX, en los que las mujeres eran propiedad primero de los padres, de los hermanos y una vez esposadas, de sus esposos.

La ama de Gabriel aquí es la actriz Pepa. El teatro está muy presente en la novela, Gabriel tendrá ocasión de debutar como actor dando vida a Pésaro en la tragedia Otello o el Moro de Venecia. Alcanzando tales cotas de verosimilitud la representación, merced al actor Isidoro Máiquez en la piel de Otelo, que la gente se revolvía en sus asientos estremecida, atónita, electrizada; los hombres se esforzaban en sostener el decoro de la insensibilidad. Una puesta en escena tan descarnada, que tiene sus motivaciones, pues tras la interpretación de Isidoro hay una turbamulta de celos y pasiones irrefrenables, que se verá censurada por Moratín, que afirma que lejos de ser este el camino de la perfección, lleva derecho a la corrupción del gusto, y extinguirá en las ficciones el decoro y la gracia, para confundirlas con la repugnante realidad.

La experiencia es una llama que no alumbra sino quemando. Y escaldando podemos añadir, porque Gabriel en su quehacer irá brujuleando, conociendo los intestinos del Real Sitio cuando se ponga al servicio de Amaranta y conozca desde dentro las intrigas palaciegas, la querencia del poder con el Príncipe de Asturias, Fernando VII, retenido, acusado de querer asesinar a su madre, con dos bandos enfrentados los que quieren a Carlos IV como Rey y los que prefieren ver en el trono al Príncipe, que entonces contaba 23 años. Gabriel tiene incluso ocasión de conocer al Rey y vertir observaciones como esta: Era un señor de mediana estatura, grueso, de rostro pequeño y encendido, sin rastro alguno en su semblante que mostrase las diferencias fisonómicas establecidas por la Naturaleza entre un rey de pura sangre y un buen almacenista de ultramarinos.

Gabriel, bajo el influjo de Amaranta, se ve impelido a poner su moral en suspenso si quiere medrar, convertirse en espia, ser todo orejas, para como un correveidile, como un dominguillo arrabalero, ir de aquí para allá con chismes y diretes. Ante la disyuntiva hay una idea que ocupa su cerebro. Si en Trafalgar era la idea de Patria, aquí es la idea del honor. Gabriel quiere mantenerse fiel a sus principios, desoír los cantos de sirena que le hacen creer que puede llegar a lo más alto siendo un don nadie, simplemente obteniendo la protección de la persona adecuada que le permita encumbrarse sin necesidad de tener que demostrar nada a nadie por el camino.

El final de la novela nos deja ya en puertas de la guerra con Francia, con un narrador fatigado que precisa coger aliento, que constata de nuevo que el destino sustrae a sus pretensiones los amores que se cruzan en su camino, como el de la joven Inés (una vez huérfana se mudará a Aranjuez con don Celestino mientras Gabriel permanecerá en Madrid). Así lo dejamos pues, recuperándose y anhelantes de seguir atentos a su subyugante narración.

Alianza Editorial. 278 páginas

A quien leer en una pantalla no le incomode puede leer esta novela (y el resto de los Episodios Nacionales) en el portal Cervantes Virtual.

Benito Pérez Galdós
Episodios Nacionales
Primera Serie: La guerra de la Independencia

1- Trafalgar
2- La corte de Carlos IV

Próxima lectura: El 19 de marzo y el 2 de mayo

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Trafalgar (Benito Pérez Galdós)

Trafalgar, escrita por Benito Pérez Galdós en 1873 es la primera de las 46 novelas que conforman los Episodios Nacionales; título perteneciente a la Primera serie: La guerra de la Independencia.

La voz cantante de la narración la lleva Gabriel, que en su senectud y frisando los 70 años rememora aquello que le aconteció cuando tenía tan solo 14 años y era un niño, así su amor no correspondido hacia Rosita, inalcanzable por su condición social y belleza, quien encontrará el amor del brazo del joven Rafael Malespina.

El joven Gabriel trabaja como mozo para el matrimonio formado por don Alonso y doña Francisca. Alonso y su buen amigo Marcial (conocido como el Medio-hombre) fantasean con enrolarse de nuevo y a fe que lo consiguen, saliendo a hurtadillas de su casa para formar parte de la gran batalla naval, junto a Gabriel, Rafael Malespina y su padre.

El título de la novela, Trafalgar, hace mención a la batalla naval que tuvo lugar en octubre de 1805 entre la Marina de España aliada con la francesa, al albur del Convenio de Aranjuez de 1801, (Napoleón se había proclamado emperador un año antes, en 1904) contra la flota británica de Nelson, Collingwood, resultando España perdedora, con un sinfín de navíos hundidos como el de la portada, el Santísima Trinidad, conocido como El Escorial de los mares (con capacidad para más de 1.000 personas). Batalla a la que también se la conoció como La del 21 (haciendo mención al día en el que aconteció).

Gabriel vivirá la batalla desde dentro, serán apresados por los ingleses, aunque conseguirán librarse de sus captores, se verán parados en medio de la nada sin posibilidad de alcanzar la costa gaditana, será testigo de la muerte de Marcial, de la barbaridad de la guerra y su reguero de muertos, cómo en situaciones límites prevalece el sálvese quien pueda, una visión que se verá filtrada por la épica, la heroicidad y el patriotismo de todos los bandos en liza, auxiliándose unos a otros después de la gran trifulca marítima.

Hay una crítica hacia los gobernantes, en especial hacia Godoy (primer ministro del Rey Carlos IV), el Príncipe de la Paz (título otorgado por el monarca tras suscribir España la paz con Francia mediante el Tratado de Basilea, en 1795), viviendo este a cuerpo de rey, ganando un potosí, acumulado un buen puñado de cargos todos ellos muy bien remunerados, sin rebasar este los límites de las estancias regias, mientras que los marineros y soldados veían cómo se acumulaban las soldadas sin cobrar; marineros que no eran tales pues su falta de destreza y preparación contribuyó a la derrota náutica.

El humor, abundante en la novela va de la mano de todo un figura, don José Manuel, padre de Rafael, embustero compulsivo, que no sabe estar callado ni debajo del agua, de fértil imaginación, cuyos embustes la sociedad validará más tarde, como los barcos a vapor o acorazados; o la adobada y cincuentona Flora, y su desopilante lucha contra el agostamiento vital, que trata de camelar a Gabriel sin éxito.

Humor, amor (no correspondido), épica, heroicidad (la de almirantes como Galiano, Gravina, Churruca, Escaño y la de todos los que murieron en la batalla), patriotismo, y mucha diversión y entretenimiento bélico deparan este Trafalgar (muy buen ejemplo de Historia novelada) de Galdós que uno ha leído con delectación.

No se me ha ocurrido mejor idea para conmemorar el centenario de la muerte de Galdós que acometer durante este año la lectura de sus Episodios Nacionales. Si hay por ahí algún mecenas cultural que me facilite los ejemplares, yo, encantado.

Benito Pérez Galdós en Devaneos:

Fortunata y Jacinta
De vuelta de Italia

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Fortunata y Jacinta (Benito Pérez Galdós)

Habla Jaime Fernández en en este artículo de cada vez nos es más difícil pararnos a leer un libro de más de quinientas páginas. Incluso a los escritores se les hace más cuesta arriba emboscarse en la escritura de una novela de esas dimensiones. A no ser que uno esté hecho, creo, de la misma pasta que Stephen King, Abercrombie, etc, autores que escriben buenos tochos sin despeinarse…

A pesar de lo anterior, creo que hay esperanza. Hay críos que están leyendo con 11 años libros de Harry Potter (y similares) que superan con creces las quinientas páginas. Las trilogías arrojan un saldo de más de mil de páginas en la mayoría de las veces. Autores como Posteguillo que va sacando regularmente buenos mamotretos de más de mil páginas tiene una Legión (española) de lectores.

A fin de cuentas creo que importa más la calidad que la cantidad, aunque aquello de “lo bueno y breve dos veces bueno”, no siempre nos vale, pues si lo que leemos nos gusta mucho, cuanto más páginas tengamos a nuestra disposición, más disfrute. Y por encima de todo más del número de páginas que tenga el libro que queremos leer, lo importante es si estamos dispuesto a sacrificar parte de nuestro tiempo en el acto de leer o no, cuando hay tantas distracciones que nos pueden apartar de este propósito.

Esto creo que viene a cuento porque durante estas últimas seis semanas he estado viviendo en el Madrid del siglo XIX, allá por el año 1869, y esto ha sido posible gracias a Benito Pérez Galdós, un escritor que a muchos les sonará, y a su monumental (en toda la extensión de la palabra) obra, Fortunata y Jacinta. Obra que supera las 1.000 páginas (1072 páginas en la edición que he leído). que se nos puede antojar una barbaridad, pero entiendo las dimensiones de una obra como esta. Cuando alguien como Benito (un autor de los más fecundos de nuestras letras: autor de 77 novelas, 22 obras de teatro, y varios ensayos) tiene un mundo en la cabeza que quiere plasmar sobre el papel, no puede ceñirse a los márgenes de un relato, al horizonte de una novelita de doscientas páginas, porque esta historia de Fortunata y Jacinta cobra todo su sentido en la larga distancia y se irá agigantando a medida que vayan apareciendo los diversos personajes (D. Baldomero, Dña Bárbara, Papitos, Estupiñá, Guilermina, Lupe, Evaristo Feijoo, Mauricia «la Dura», …), todos diversos y cada uno contribuyendo notablemente al enriquecimiento y sostén de la obra; cómo olvidar ya a personajes tan reales como Jacinta y Fortunata. Jacinta a la que se conoce​ como la Delfina, acomodada,de clase bien, puritana, piadosa, estéril, atormentada por no poder tener descendencia. La otra, Fortunata, es la mujer del pueblo, impetuosa, brava, alocada, irreflexiva, sincera, ineducada, que acabará enamorándose del hombre inadecuado, que atiende al nombre de Juanito Santa Cruz, con quien tendrá un hijo, que morirá tempranamente y lo cual le acarreará fatales consecuencias como se verá, para más tarde tratar de arreglar un error, cometiendo otro más gordo, como es casarse con Maximiliano, un hombre al que ni quiere ni desea, y del que, lo sabe a ciencia cierta, nunca será capaz de enamorarse (un Maximiliano sin la fortaleza necesaria como para lidiar con tanto trajín sentimental, con tanta cornamenta, con la imposibilidad de ser amado, ni por Fortunata, ni por nadie, más allá del amor, en forma de cuidados que le brinda su tía Lupe, un desamor, que lo trastorna, perturba y aboca al desvarío y la locura, al menos temporalmente, para luego corregirse, y sanearse con una lucidez racional y pura que lo lleva a pensar en el suicidio y en el asesinato (tras superar la ira, la rabia, la locura, el arrebato mesiánico) y que me recuerda al Raskólnikov de Dostoievski (Crimen y Castigo fue escrita dos décadas antes que esta), personaje también con el que Galdós cervantea, al mostrar el pernicioso efecto que las muchas lecturas pueden deparar en algunos espíritus débiles como el de Maxi), pues ella sigue prendada del primer gacho, de Santa Cruz, el Delfín, a quien refiere cosas como estas. “Yo soy muy tonta contigo pero no lo puedo remediar. Aunque me pegaras, te querría siempre. !Qué burrada!”. Aunque si Fortunata debiera de hacer caso de Guillermina (conocida como la rata eclesiástica, la renuncia de la felicidad propia, es según está la mayor virtud, en consonancia con una abnegación purificadora, dado que el sacrificio siempre es muy bien visto por la gracia De Dios; no pierde ripia Galdós para criticar la beatería, la falsa piedad, la solidaridad revestida de soberbia y jactancia…). Y en medio de ambas mujeres, en tierra de nadie, o en tierra de ambas, se encuentra Santa Cruz, un señorito que juega con ambas, que se distrae con ambas, que va de la esposa a la amante y viceversa con regularidad, “un hombre que no hace su nido en ninguna parte”, que se deja seducir por lozanía, la impetuosidad de Fortunata y por la piedad, la caridad, la bonhomía de Jacinta. Todos ellos, títeres de sus deseos insatisfechos, de sus naturalezas soliviantadas, de su volición castrada, de las patologías del alma, sin encontrar la horma de la felicidad, unos desgraciados, elevados a santos, cuando la fatalidad se ceba en ellos.

No faltan tampoco sentencias y reflexiones de todo tipo, como por ejemplo: “apoderarse del silencio ajeno es como quitarle a uno una moneda del bolsillo”.

A Fortunata le repugnaba la moral despótica de Doña Lupe, en la cual entrevía más soberbia que rectitud o una rectitud adaptada jesuíticamente a la soberbia.

Respecto de usted, creo que el sentimiento que tiene es la indiferencia, si es que la indiferencia se puede llamar sentimiento.

Pero tiene que haber olvido, como tiene que haber muerte. Sin olvido no habría hueco para las ideas y los sentimientos nuevos. Si no olvidáramos, no podríamos vivir, porque en el trabajo digestivo del espíritu no puede haber ingestión sin que haya también eliminación.

Un sinfín de vocablos: réspice, tarasca, bizma, zaragata, caletre, chalana… y de recursos lingüísticos que convierten la lectura en un continuo regocijo. Y unos diálogos tan divertidos como hilarantes. Mucho brilla el humor, a menudo negro, en esta obra.

Se irán sucediendo los años, entre 1869 y 1876, tejiéndose ese vívido tapiz de un Madrid que uno vive con tal intensidad y realismo que los fotogramas del Street View jamás nos podrán ofrecer. Sumamente interesante resulta la radiografía que hace de la sociedad del siglo XIX, en la que Benito establece dos sociedades por boca de uno de los personajes, Evaristo. Una sociedad aparente, que todo el mundo ve, una sociedad marcada por el decoro, las buenas formas, las apariencias, regida por el honor y por una moral sustanciada en lo religioso (Fortunata, volverá a verse inserta y aceptada en la sociedad, rehabilitando su nombre, gracias a su paso por el convento de las Micaelas, pues aquí la religión actúa como un agente químico capaz de eliminar cualquier mancha, en especial las del espíritu) y la otra sociedad sería una sociedad secreta, alejada de los focos, en la que la naturaleza humana se derrama buscando su espacio entre los intersticios de la realidad, a través del adulterio, la infidelidad, sin atender ya a los imperativos religiosos, sino obedeciendo los impulsos del corazón, del deseo, a esa cabra que tira al monte, como dice Fortunata, cuando no puede menos que atender los dictados de su corazón, de su espíritu y ser ella misma, con todas sus trágicas consecuencias.

En un soberbio y rocambolesco final, la comedia, el disparate, la tragedia sofocada, darán paso al desgarro, a la pérdida, a la naturaleza compensadora que quita peones y pone otros en su lugar.

Hay libros que uno lee y libros que uno habita. Fortunata y Jacinta, para beneficio del lector, es uno de estos últimos.

Y ahora toca volver a siglo XXI. Y si lo hiciéramos a través de una puerta que nos depositara en la Gran Vía madrileña, no encontraríamos las nieves ni las lluvias de antaño, pero es muy posible que saliera a nuestro encuentro una clase de mendigo escénico y mutilado que buscaría excitar nuestra compasión. Aquello que Benito retrató tan bien hace ya 150 años.

Si leer no es lo tuyo, puedes ver la serie completa en RTVE

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