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Quizás nos pase a todos (Diego L. Monachelli)

Habitar las palabras para habitar el mundo y espantar el miedo y la soledad, también el abismo y la incomunicación. Rehúye Diego en su relato lo explícito, como cuando llueve a cántaros y a través de cristales vemos figuras, visajes, perfiles y más que ver intuimos y rebañamos sombras; así se van construyendo los personajes que pueblan la narración. Un grupo de amigos a los que el tiempo cubre y escinde. La argamasa siempre son los recuerdos. Que las reuniones no contemplen el porvenir, sino lo pasado. Sí, esto nos pasa (y pesa) a todos a menudo cuando nos reunimos.

Las palabras son los cimientos, ya sea en forma de cartas; las escritas por Nana a Nené y viceversa. Cartas para ser leídas; palabras para conocerse y explicarse. Escribir para pensar (y ser) en voz alta, para corregir el ahora.

Lo indefinido cae en forma de copiosa, desabrida e iracunda lluvia; ruido de fondo que aviva en la prolija prosa de Diego, la extrañeza y la irrealidad —servida de la mano de personajes como Martita, el enano o el facultativo Danhauser y su inflamado lenguaje—. Fuera, el mar golpeando la barcaza del mundo y a los que van a bordo.

¿En qué tiempo discurre el polifónico relato? ¿en qué ciudad? ¿qué le sucedió a Nené? ¿qué pasó con El Negro? Si esto fuese un bestseller, El Negro habría muerto y Nené sería víctima o verdugo y cada uno de los personajes tendría sus razones para haberlo ultimado. Pero, afortunadamente, no van por aquí los tiros.

Creo que la narración busca y consigue ir hacia lo universal desde lo local (el Yacaré como punto de reunión) porque lo que experimentan Bety, Luis, Celia, Edurne, Nana o Nené es la pérdida, la saciedad del vacío, donde la presente fatalidad bien pudiera juntarlos de nuevo en el hospital. Pero no, todos ellos son seres ambulantes, aparentemente fuera de los confines hospitalarios, pero igualmente perdidos en el diluvio, y testigos de la imposibilidad del tiempo curvo y por tanto del eterno retorno.

La cubierta del libro es una mano con ocho dedos y cada falange es un rostro; rostros que bien se miran o se dan la espalda. Acertada síntesis visual donde cristaliza el espíritu de esta plausible novela.

Diego L. Monachelli
Quizás nos pase a todos
2024
172 páginas

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Arder de su mano (Diego L. Monachelli)

Nueve relatos conforman Arder de su mano del escritor Diego L. Monachelli, (Mar del Plata, Buenos Aires, 1975) en una edición muy cuidada. Los que aun hoy seguimos leyendo en papel, y entendemos el libro como un objeto estético (además de ético), estamos pues de enhorabuena.

En Gruesas vedettes de antaño, las manos parecen obrar por sí mismas, convertidas en objetos al margen de nuestro gobierno. Con un buen manejo del humor, para plasmar, con un punto delirante, lo inasible que a menudo nos resulta la realidad.

La boca de la noche está recorrido por la distancia que nos separa y nos bifurca, por las ausencias y las despedidas (leo, Cuando alguien parte, uno también se va un poco; nos lleva sin estar); la desconfianza incluso hacia el género, hacia la masa de carne ovillada bajo las sábanas al despertar, alimentado el texto de una prosa evocadora, poética, La noche es una boca abierta que extiende su lengua de rieles… o Entregarte al simple reclamo de la entrega, así como ahora trepa el aliento de las lilas a la fatiga de tu desvelo.

Los ciclistas nocturnos es el segundo relato más largo. Una etapa reina del tour. Me recordaba a novelas como A bordo del naufragio o Un hombre que duerme, quizás porque aquí el protagonista es también un joven desnortado, con un trabajo que no le gusta y con un porvenir que recela si vendrá, que al ver una noche a una pareja en bicicleta, ella de pie sobre la bici, visualiza algo parecido al ideal, que quizás sea el nomadismo, el escozor y liberación de la huida, la imperiosa necesidad de romper con todo, incluso de hacerse añicos para comenzarte de nuevo.

Arder de su mano tiene el efecto de la detonación, la semilla que principia el libro, con la cita de Juarroz, la de ese salto que sea como un incendio que consuma el espacio y no haya nada adonde volver. El título del relato casa con la deshumanización del personaje, con el espacio físico de una pareja, en donde aún no era el silencio una patria. Pero lo acabaría siendo, pasto de la incomunicación.

La encrucijada de mis huesos es una pieza de cámara, el cuadrilátero del colchón, la realidad ahí concentrada con la pesadez y la animalidad del sueño. La presencia de la iglesia de Santiago o El León Dormido es una topografía conocida para un logroñés, en estos textos que pendulean entre Argentina y España. El contrapeso es la mujer que mira y admira, recorrida por los ojos amorosos. Ella que no sabe que La vida es un tigre que duerme a sus pies y que un día despertará para beber las lágrimas de la mañana.

Solo un árbol es la trama de la realidad a través de las palabras sugeridas, un árbol, un nogal y luego un perro, y el cielo, y una soga, los pies descalzos y el misterio…

La asimetría de los deseos es un relato misterioso que no tengo claro si juega con la idea del Doppelgänger, donde el recuerdo da paso a la invención; si la mujer que está en la cama es también una fantasmagoría, si el protagonista logrará como Alicia cruzar el espejo o bien reventará en el impacto.

Todo eran botellas lo leo como una micronovela. Es la exaltación de la amistad entre el narrador y su amigo sordo Marcel, al que el padre alcohólico le zurra (el ojo en compota). Relato que no da tregua a la pareja de jóvenes chatarreros, acarreadores de botellas, habitando lejos de las calles de los ricos (Desde ahí se veía clarito el techo de su casa. Entre la antena, las piedras, las maderas y todas las porquerías que tenía encima para que no se volaran las chapas), cambiando continuamente de ambiente, ya sea un cementerio, en el que el narrador refiere cómo se quedó encerrado mientras se entregaba a la vida sexual con una de las novias de entonces, o los bajos fondos, con personajes como El Chueco, El Violín, El Turco o El Negro. El narrador siempre de palique con Marcel, refiriéndole historias que para él son como pensar en voz alta. En ese mundo, en ese momento, reina, a pesar de los pesares, para ellos dos, la alegría, la banda sonora de la pareja protagonista es el chirrido de la bici y nuestros ruidos de risa. También los sonidos de las reses que llegaban para morir.
Aunque como contrapeso a tanta risa y alegría, también cabe la duda de si no será mejor dormir y no despertar ya nunca, para ya siempre soñando. Como deberes para el lector que no sea del cono sur, habrá de buscar en el diccionario las siguientes palabras: Guacha, chinchudo, bacanes, chirolas, tachero, candombe, morfás…. Y así, si nos aplicamos, iremos enriqueciendo nuestro léxico.

Escatología de los timbres o Epílogo de las intromisiones prologares es el último relato. Como comentaba al comienzo, Diego maneja distintas temáticas, y esta variedad resulta muy sugerente a la hora de leer. Es el relato más extenso. Acontece en una comunidad de vecinos. Veremos lo que sucede detrás de siete de las puertas del inmueble. En los pisos séptimo, sexto y quinto. Cuando las paredes son de papel, lo cual sucede muy a menudo en nuestros lares, todo se escucha, y un timbrazo aún más. Diego despliega buenas dosis de humor e imaginación para ir alimentando esta particular 13, Rue del Percebe, por buscar un referente cómic(o). Y todo comienzo con alguien que quiere volarse la tapa de los sesos para seguir luego con las melancolías de la edad, las infidelidades conyugales, el mal destino llamando a la puerta equivocada, el timbrazo en el 5ºB convertido en vórtice.

En resumen, Diego ofrece en sus plausibles relatos distintas temáticas con un lenguaje cuidado, sugerente y evocador; relatos en los que hallo mucha literatura y oficio, también una voluntad por rehuir lo explícito para obligar al lector a comprometerse con una lectura que debe ser activa y que no está exenta de riesgos, cuando no sabemos bien qué firme pisamos, en la frontera siempre lábil entre el sueño y la vigilia, la realidad y la irrealidad, la imaginación y el recuerdo.