Archivo de la categoría: Editorial Alfaguara

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Manual para mujeres de la limpieza (Lucia Berlin)

43 relatos (de los 76 que publicó en vida) forman este libro de Lucia Berlin (1936 -2004) que causó sensación y recibió un buen número de halagos, tanto de la crítica especializada como del público, hace un par de años y que hizo incluso que algunos por vez primera leyeran relatos.

No creo que todos los relatos brillen ni mucho menos al mismo nivel (se trata de un amplio recopilatorio póstumo, en cuya elección de los relatos la autora por tanto no participó) pero en estas más de cuatrocientas páginas de una prosa expresiva y seductora sí que uno aprecia el humor, la agudeza necesaria en todo aquel escritor que quiera escribir bien y que precisa y se sostiene en una mirada inteligente y en un narrar que sea capaz de mostrar, tanto como de desvelar, y de hurgar en los orificios de la realidad, como es el caso de Lucia, cuyos personajes y recurriendo en gran medida a su propia experiencia y avatares autobiográficos (su múltiples matrimonios e hijos, el usó del corsé ortopédico, su alcoholismo, su existencia errabunda, que se compendian bien en uno de los relatos más extensos, A ver esa sonrisa), en su mayoría, pueblan los bajos fondos de un realismo que es aquí espejo y también ventana a través de la que se filtra una realidad proteica, mestiza, heteróclita, en la cual ambienta la autora sus relatos: lavanderías, psiquiátricos, cárceles, centros de abortos clandestinos, barracas caravanas, hospitales, consultas, playas…y en donde no se edulcora nada, más bien al contrario: tenemos a madres que según sus hijos salen por la puerta para ir al colegio, ellas hacen lo propio para encaminarse hacia alguna licorería a calmar su sed, está presente la soledad en la vejez, la enfermedad y sus secuelas, la moral correosa, la incomunicación, los abusos sexuales, el maltrato, el infanticidio… La naturaleza humana se nos muestra aquí al natural, en todo su jugo y crudeza y está sustanciada en el amor, siempre esquivo y en la lucha, como la de esas mujeres apesadumbradas que dicen estar agotadas de tanto bregar. Ahí creo que reside el espíritu de estos relatos, en la capacidad humana para sobreponerse a todo (que no sabemos si es nuestra bendición o nuestra condena), para luchar hasta el final y para buscar también el Carpe diem que da título a uno de los relatos, la alegría y la felicidad en cualquier lugar y ocasión (como acontece en los voluptuosos relatos acuáticos, donde la vida deviene -episódicamente- bonancible, ligera, bella), donde la narradora no juzga, censura, ni reprueba a sus personajes, sino que los deja hacer, errar, descomponerse, renacer si es el caso, como si los estuviera escuchando apoyada en la barra de un bar, en una conversación que bien podría ser un floreo, pero que no lo es.

En los relatos la clave está en saber rematarlos y Lucia lo hace bastante bien, porque cuando leemos relatos a menudo corremos el riesgo de finalizarlos con caras largas y un monosílabo interpelador, con un ¿y?. Sin embargo aquí Lucia buena parte de sus relatos los clausura de tal manera que logra dibujar en nuestros rostros ora una sonrisa, ora una mueca alegre, ora un velo húmedo en la mirada.

Dice Berlin por boca de sus personajes que les puede el romanticismo y creo que algo (o mucho) de ese romanticismo, contagioso, hay aquí en el enjuiciamiento de estos relatos, como si fuera menester llevar a cabo de vez en cuando una especie de justicia poética, dando relieve y sacando del anonimato a una escritora que muerta hace casi 15 años está ahora en boca de todos. Es un decir.

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Ordesa (Manuel Vilas)

Para qué escribir, se pregunta Manuel Vilas (Barbastro, 1962) en un momento de esta novela.

¿Para qué escribir? resulta una pregunta retórica después de haber leído y habitado Ordesa.

Escribir para que luego, a lectores como nosotros se nos parta el alma. Lo dice Millás y lo suscribo. Leer para pasar un buen rato, unas cuantas horas, unos pocos días. Leer para sentir y emocionarme mucho, como me pasó leyendo, por ejemplo, La hora violeta o Te me moriste de Peixoto. Leer para transformar nuestras mejillas en improvisados torrentes. Escribir sobre la muerte para dar sentido -y amar más- la vida. Sacar a pasear a los muertos, ya convertidos en fantasmas, evocarlos y encarnarlos y especular, como hacía Vicente Valero en Los extraños.

Ordesa es un canto (aquí requiem) a la vida y también a la bebida, hasta que en esa dislexia de bes y uves y antes de caer en un coma existencial -que sería un punto final- Vilas deja las bes y opta por vivir, aunque las horas abstemias sean entonces más pesadas y plomizas.

Morir no es necesario. No, no lo es.

¿Escribir para qué?.

Leía Ordesa y yo entendía Odisea y en cierta manera el libro de Vilas lo es. La vida no es si no tránsito, viaje, dejar el nido, y a toro pasado (si llegamos a ese momento) echar la vista atrás, regresar a casa, al pasado -que aquí es adic(c)ión- y en perspectiva, hacer balance sobre el papel, de lo que una vida ha ido siendo, una Ítaca que aquí sería el Barbastro de cuando Vilas tenía siete u ocho niños –años 70, cuando la vida iba más despacio y podías verla. Los veranos eran eternos, las tardes eran infinitas, y los ríos no estaban contaminados– y agarraba la mano de su padre y caminaba por las calles, ufano, exhibiendo a su progenitor. El viaje de Vilas es un regreso a su pasado familiar, un repliegue donde brilla con la luz inextinguible de un faro su padre Manuel, muerto a los 75 años y al que Vilas regresa una y otra vez, tejiendo y destejiendo su figura de anécdotas familiares.

Vilas no escribe desde el resentimiento, sino desde el sentimiento (me desarma la madre punki de Vilas), no desde el reproche, la censura, la reprobación o el resquemor, sino desde la comprensión, desde la aceptación (ahí quedan las palabras sobre Monteverdi), desde el amor en definitiva. Suena cursi: amor. Pero sin amor, todo es ausencia, vacío y precipicio. Siempre. Lo sabemos.

¿Escribir para qué?

Ordesa es una carta de amor hacia su padre, su madre, sus tías, hacia aquellos familiares que quedaron orillados, que la muerte sepultó y ya todos olvidaron (como sus abuelos), a veces adrede, incluso con saña. Hay también en el texto fotografías familiares, imágenes insertas en el texto, historias desveladas con especulaciones, reconstruyendo las vidas de esos rostros y cuerpos ahí im-presos.

Leer Ordesa, a pesar de que Vilas esté continuamente hablando de la muerte y del tiempo que le resta, y saque a pasear una legión de muertos, insufla vida, quita gravedad a ésta, la vivifica, la aligera, la expande, la despoja de pesos innecesarios, la deja en su esencia, la acrisola con el fuego de su verdad.

Ordesa es un viaje espacial a la España pobre de los años 60 y 70. La España negra, la España del desarrollismo, la España de la transición, la España de los odios atávicos. La España de la clase mediobaja. La España polarizada entre Barcelona y Madrid. La España actual de la crisis, de la corrupción, de los macrojuicios interminables.

Ordesa la siento como una autobiografía sincera, honesta, donde Vilas nos habla, sin sustraerse al humor, de su divorcio, su alcoholismo, sus hijos adolescentes (que pasan de él, como pasaba él de su padre a su misma edad. Sí, el eterno retorno), su trabajo como profesor de literatura al que renunciará después de dos décadas, su inasistencia a los funerales de sus seres queridos, su soledad (que te espere alguien en algún sitio es el único sentido de la vida, y el único éxito), sus quebraderos de cabeza sobre la cremación de sus padres, etc.

Ordesa es raíz, es arraigo, es el cordel que uno no quiere soltar porque de hacerlo, sabe que todo lo que le precede (todos los muertos familiares, todo lo que él es) se olvidaría. Escribir aquí es pelear a la contra, una lucha sin cuartel y feroz contra el olvido, opugnando palabras, a veces, en forma de potentes aforismos, con un fraseo constante y magnético.

Prefiero ser mi padre, dice Vilas. Me causa terror llegar a tener una identidad propia, dice Vilas.

¿Escribir para qué?.

Escribir porque a veces la literatura es amparo, lar y lumbre.

Leía el otro día un relato de Andrea Jeftanovic titulado La necesidad de ser hijo. Bien podría ser el título de este libro de Vilas. La necesidad de ser hijo, sí y la necesidad perentoria de sentirte y saberte amado y protegido, de que un ser querido te quite, como hizo Rachma, la culpa de encima y te devolviera la inocencia.

¿Escribir para qué?

Para leer esto:

Cuántas veces llegaba yo a mi casa, cuando tenía diecisiete años, y no me fijaba en la presencia de mi padre, no sabía si mi padre estaba en casa o no. Tenía muchas cosas que hacer, eso pensaba, cosas que no incluían la contemplación silenciosa de mi padre. Y ahora me arrepiento de no haber contemplado más la vida de mi padre. Mirar su vida, eso, simplemente.
Mirarle la vida a mi padre, eso debería haber hecho todos los días, mucho rato.

Acabo.

Dice Vilas que la maternidad y la paternidad son las únicas certezas. Sabes que darías tu vida por tu hijo sin pensártelo un segundo, sí, puro instinto, pura vida, pura y límpida literatura es esta Ordesa de Vilas.

¿Escribir para qué?.

Escribir para que un lector te dé las gracias por un libro, por un presente como este.
Gracias, Vilas. Así de sencillo.

Me comentaba un conocido que no visitaba librerías porque entre tanto libro se aturullaba y no sabía qué libro comprar, a no ser que alguien le recomendase encarecidamente y con determinación un libro, en cuyo caso iba a tiro hecho y lo compraba. Animo a comprar este libro de Vilas, a cursar una desiderata en una biblioteca pública, a reservarlo si ya lo tienen, a pedírselo a tu vecina, a comprarlo (algo improbable) en un librería de viejo, a instar a tus vástagos para que te lo regalen en el día del padre (o cualquier otro día) o bien dirigirte a una librería-cafetería cogerlo de la estantería e irlo leyendo a pequeños sorbos.

Lean a Vilas, sus muertos se lo agradecerán.

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Rendición (Ray Loriga)

El jurado que premió esta novela con el Premio Alfaguara 2017, habla de novela kafkiana y orwelliana, habla de una voz humilde y reflexiva, habla de una parábola luminosa sobre el destierro, la paternidad, la pérdida y los afectos. Con unos ribetes distópicos no tenemos una novela orwelliana ni kafkiana, esa voz reflexiva del narrador me suena muy simplona, la parábola luminosa es tan transparente como hueca, y respecto al destierro, la paternidad y la pérdida, esta novela nos puede traer ecos de La carretera, cuando una pareja (allá eran un padre y un hijo) con niño postizo en un escenario bélico, debe abandonar (aquí cremar) su hogar y buscar cobijo en una ciudad transparente, donde ese ambiente distópico se despacha de cualquier manera (prefiero con creces otra distopía reciente, El sistema de Salmón), mientras que el narrador, sin estudios ni cultura, va dando cuenta de lo que ve con un tono plomizo y limitado. Es lo que podemos llamar prosatiovivo dado que el lector se monta en unos caballitos o en unas sillas voladeras y da unas cuentas vueltas, no avanza (la novela tiene 210 páginas pero lo narrado resultaría igual con la mitad de páginas pues mucho de lo narrado es forraje distópico), y el dueño de la atracción, aquí el escritor, nos ofrece una “diversión” tan breve como episódica.
El narrador desoye además lo que cantaba Springsteen en No surrender y finalmente tira la toalla.

Uno tiene que saber cuándo su tiempo ya ha pasado, dice el narrador en sus postrimerías. Habida cuenta de los parabienes que esta novela ha recibido no creo que haya espacio para la autocrítica pero quizás para Loriga -del que hacía casi 20 años que no leía nada, desde Trífero– su tiempo ya ha pasado y lo que hacen estos premios no es otra cosa que resucitar un cadáver.

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Transeuropa (Rafael Argullol)

Leí por vez primera Transeuropa en 1999, al poco de su publicación. Ese año el Euro acababa de entrar en los mercados financieros. Diez años atrás había caído el Muro de Berlín. Rafael Argullol (Barcelona, 1949) en Transeuropa, que releo hoy, creo que transforma lo que bien pudiera ser un ensayo en una novela fallida, poniendo a Europa en el punto de mira. La Europa de los márgenes, de la periferia, aquella Europa profunda que se funde casi ya con Asia. La novela, es un relato portátil, donde un hombre se trasladará desde Barcelona a Kazán para inaugurar el puente que él ha levantado sobre el Volga; un viaje en avión y en tren que le permitirá trazar puentes con su pasado, acometiendo un viaje vertical, que le permite desvelar su pasado y enfrentarse a sus fantasmas. Todo ello sostenido por las notas de un violín, las arrancadas por su prima Vera. La narración se alucina y muda onírica a momentos, se embosca en lo fragmentario y el personaje principal, el narrador, Víctor, me resulta desleído, como esas figuras que desde el andén vemos apoyadas en la ventanilla de un tren que pasa a toda velocidad. Lo que hay son poco más que sombras, visiones, espectros, pensamientos como esquirlas, y un movimiento cifrado en ir cruzando ciudades, países: Viena, Brno, Varsovia, Moscú, Kazán, Austria, República Checa, Polonia, Rusia, República de Tartaristán… donde el narrador que viaja y se reconstruye será testigo visual de lo que ante sus ojos se expone, sin poder tampoco poder sacar muchas conclusiones de lo visto, dado que todo es en esta novela crepuscular, efímero, inasible, líquido, más allá de los puestos callejeros o la fisonomía urbana de esas ciudades que mudan de piel cual lagarto a medida que se van demoliendo y reconstruyendo, una Europa que hemos visto que durante buena parte del siglo XX devino un sudario sanguinolento. Tan solo cuatro años antes de la publicación de esta novela finalizaba la Guerra de los Balcanes.

Rafael Argullol en Devaneos | Pasión del dios que quiso ser hombre