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Alessandro Baricco

La Esposa joven (Alessandro Baricco)

Si otras novelas y ensayos de Alessandro Baricco me han gustado, esta última me ha decepcionado. La historia se desarrolla en Italia, pero mentalmente, tal como se nos cuenta, no puedo menos que situarla en alguna localidad mexicana, con caciques, calles de tierra y prostíbulos, pues me resulta muy Pedroparamesca.

A Baricco le gusta innovar, pero a veces la jugada no sale bien. Apuesta por el erotismo, y si en ello confía el éxito de su empresa, le sale un coitus interreptus. La historia es muy simple. Una joven de 18 años deja Argentina para venir a Italia donde contraerá matrimonio -un matrimonio apalabrado por ambas familias cuando la mujer aún era menor de edad- con el Hijo. El caso es que cuando la Esposa joven arriba, el Hijo, que se fue a pasar una temporada a Londres, no está. La espera la lidia la Esposa joven siguiendo las instrucciones de la Madre del Hijo, que la inicia en esto del folleteo, la enseña a tocarse, a explorar su cuerpo y oquedades, a derretir a los hombres y la instruye en todas aquella artes que le vendrán muy bien cuando se quiera follar al Tío, restregarse con la Hija o cuando al ver que el Hijo pródigo no acaba de llegar, acabe empleándose en un lupanar local.

Si la historia erótica es un rollo, cuando el narrador -digresión va, digresión viene- reflexiona sobre lo que lleva escrito -y nosotros leído-, o nos cuenta cositas de su amante o similares, dan ganas de finalizar la lectura porque la narración ya no es solo insulsa, sino además plomiza e irritante.

Los personajes son tan irreales, abstractos y faltos de chicha -y paradójicamente, tan tópicos- que sus devaneos sexuales me la traen al pairo y sus vidas y milagros aún más, y cuando Baricco se viene arriba y escribe párrafos como este, entonces ya, ¡acabáramos¡

Por otra parte, en aquella casa interrumpida, en el secreto de nuestras liturgias demenciales, asediados por nuestras poéticas enfermedades, éramos personajes huérfanos de cualquier clase de lógica.

La nueva lucha de clases. Los refugiados y el terror

La nueva lucha de clases. Los refugiados y el terror (Slavoj Žižek)

Slavoj Žižek
Anagrama
2016

No carece de interés este jugoso ensayo, el primero que leo, de Slavoj Žižek (Ljubljana, 1949) en el que éste formula muchas preguntas y expone una problemática que en mayor o menor medida nos concierne a todos.

Žižek reflexiona sobre la llegada de los inmigrantes a Europa, cuyo número va en aumento, sobre las causas que lo han propiciado: el colonialismo, las invasiones de Irak y Libia y sobre todo la globalización, que ahogando a unos países, obliga a sus habitantes a buscarse la vida en otra parte y se habla de cómo la Unión Europea afronta el problema recurriendo a Turquía que ha permitido la expansión de ISIS en Siria; o de una realidad que para decirlo con Sloterdijk separa a los del Interior de los del Exterior, lo que nos lleva a preguntarnos qué entendemos por prójimo.

No hay una solución clara ya que es un contexto con demasiados factores en juego: políticos, económicos, culturales, religiosos. El autor expone el problema -que podemos entender cómo una enfermedad- y presenta sus síntomas, recurriendo a casos terribles de pedofilia, feminicidio, violaciones, atentados terroristas, guerras silenciadas como la del Congo, con más de 4 millones de muertos, declaraciones como la de Netanyahu en 2015, tergiversando la historia y acusando a Haj Amin al-Husayni de darle a Hitler la idea del exterminio judío, y toda clase de actos aberrantes que se cometen por todo el planeta.

Valoro que Slavoj no se case con nadie y su argumentación busque la imparcialidad, arremetiendo del mismo modo contra la derecha cerril y antiinmigratoria como contra la izquierda -que ante la barbarie sólo puede opugnar sus buenos sentimientos- en su pretensión de romper ciertos tabúes. Lo triste es comprobar cómo aquellos que sacan los pies del tiesto (en pos de un pensamiento que desafía la ideología de su comunidad) no reciben más que incomprensión en el mejor de los casos o unos cuantos palos, en el peor; donde hay un mensaje global de odio, más o menos explícito que parece fortalecer el empeño de muchos en un deseado choque de civilizaciones, con una guerra global ahí en suspenso.

Es evidente que la solución pasa por mejorar las condiciones de vida de todos los países en juego, de tal manera que las migraciones fuesen voluntarias y no forzadas como suceden cada día con más intensidad, dejando miles de cuerpos sin vida en el Mediterráneo, convertido en un cementerio marino.

En esto creo que juegan un papel importante nuestros políticos y el arte de la diplomacia, y me pregunto en qué medida presidenciables como Donald Trump, si llega a ser Presidente, harán un mundo mejor o si por el contrario, a tenor de su ideología, un Presidente así no sería como si en caso de incendio en lugar de contar con un bombero, tuviéramos a un pirómano.

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La presa (Kenzaburō Ōe)

Parafraseando a Serrat, en el pueblo japonés en el cual transcurre la historia, cantaríamos aquello de: Por sus callejas de polvo y piedra, por no pasar, ni pasó la guerra

Pero esto no es cierto. Durante la Segunda Guerra Mundial, un avión americano caerá a las afueras del pueblo, perdido en un valle, lejos de la Ciudad. Hay un superviviente, un soldado negro. Que sea negro es relevante, dado que para los lugareños, el color de su piel, sus dientes blancos, su figura colosal, su olor, su miembro descomunal, es todo un cúmulo de novedades, que se irán desgranando toda vez que se convierte en prisionero y en objeto de estudio al mismo tiempo.

Al soldado lo encierran en una casa, lo atan con una cadena para que no se escape, lo tratan como a un animal doméstico más (es su presa), que les crea muy pocos problemas, ovillado éste en su soledad y desamparo, abismado en sus pensamientos. En la casa viven dos hermanos con su padre, y lo que sucede lo vemos a través de los ojos de uno de ellos.

El asombro ante lo desconocido da poco después paso a la familiaridad, de tal manera que mientras las autoridades no digan qué hacer con el prisionero éste lleva una vida normal, siendo uno más del poblado, con las limitaciones implícitas en el hecho de que entre el prisionero y sus captores no medie palabra y todo se interprete a la luz de las expresiones faciales y de la disposición del prisionero: un manitas capaz de arreglar cosas, lo que beneficia su situación.

Para el niño, la novedad llegada del cielo lo sume en una felicidad y una alegría que lo anega, lo exalta, y lo lleva tan alto, que luego el crismazo es descomunal. Aquello sólo puede acabar de una manera. Todos lo saben, pero nadie quiere que suceda. Entonces lo irremediable acaece, el niño pierde su inocencia (y algo más), su candidez, su alegría y deja atrás su niñez, para pasar a tomar un buen plato de cocido de la vida adulta, aderezado a base de violencia, muerte, dolor y desamparo.

El Premio Nobel de Literatura Kenzaburō Ōe (Ose, 1935), precisa -en esta novela escrita en 1957, con 22 años- de algo menos de cien páginas para narrar con maestría la transformación que convierte al niño en hombre, la infancia en un recuerdo amable, la guerra, en el aire insalubre a respirar.

Thomas Bernhard

Relatos autobiográficos (Thomas Bernhard)

Thomas Bernhard
Anagrama
496 páginas
2009
Traducción: Miguel Sáenz

Relatos autobiográficos: El origen, El sótano, El aliento, El frío, Un niño.

Al igual que Montaigne, Thomas Bernhard (1931-1988) toma su persona como objeto de estudio.

El origen es la primera novela de lo que sería su pentalogía autobiográfica.

Su relato no esconde nada y muestra a las claras la nefasta influencia que el nacionalsocialismo y el catolicismo ejercieron sobre su persona cuando éste tenía trece años y Alemania había perdido la segunda guerra mundial y los aliados arrasaban con sus bombardeos ciudades alemanas y austriacas como Salzburgo donde vivía Bernhard y que éste detalla con tal precisión que su lectura sobrecoge.

Donde otros justifican y esconden, Bernhard acusa, crítica, detesta su ciudad, sus gentes, su atmósfera opresiva y violenta, la educación aniquiladora recibida, la vileza y abyección reinante; una sociedad suicida y enferma en definitiva, que aniquila al ser humano, lo abole y nutre de desmemoria.

El único rasgo de humanidad el autor lo encuentra en su ilustrado abuelo. De los abuelos Bernhard dice cosas que comparto como esta:

Los abuelos

Es El origen un libro que considero valioso, no tanto por el estilo del autor que a ratos resulta cargante, sino por el testimonio que da Bernhard, por hablar donde otros callan, por referir hechos, vivencias, experiencias, que la mayoría opta por obviar, maquillando un pasado que les haga sentirse bien, a gusto con su vileza y su desmemoria.

En El sótano la presencia del abuelo está más difuminada y aunque Bernhard sigue defendiendo que para él ha sido su abuelo alguien fundamental, es crítico con él, entiende que la soledad de este no es buena para nadie, y ese es un camino estéril que él no quiere seguir.

Un buen día Bernhard a sus dieciséis años decide que no quiere ir más al colegio, que no quiere recibir una educación reglada, que quiere trabajar y conseguirá un trabajo en el sótano de Podlaha que funciona como un colmado, donde puede explotar su vena comercial y relacionarse con la gente, sentirse útil y por ende feliz.

En el sótano Bernhard se realiza y su estado de bienestar se acrecienta cuando comienza a recibir clases teóricas de música y de canto, y es en ese cultivarse, donde Bernhard alcanza la plenitud, algo parecido a la felicidad.

Esto es lo bonito, lo agradable. Por otra parte Bernhard, como todo escritor que se precie, es una aguafiestas, que gusta meter el dedo en la llaga, y en este caso, el objeto de sus críticas es hablar de un poblado de Salzburgo, la ciudad contra la que Bernhard dirige sus invectivas, centrándose en el poblado de Scherzhauserfeld, ese barrio donde la pobreza y la marginalidad se dan la mano, donde está ubicado el sótano, lo que permite a Bernhard conocer una realidad desagradable, pero a su vez fortalecedora, pues eso que ve, también es humanidad, más humanidad que lo que Bernhard había conocido hasta la fecha.

Es curioso leer como Bernhard cambia de dirección, pero va a su vez en contra de lo que parece ser lo razonable, pues siendo él un joven muy blandito ir a parar a un barrio marginal, donde realizará tareas físicas, sustraído de la educación que reciben los chicos de su edad no parece ser lo mejor para su “educación” y sin embargo, a pesar de parecer tenerlo todo en contra, aquello funciona, el sótano le abre la puerta a una existencia plena, intensa, a algo parecido a una vida provechosa, que se quedará en suspenso cuando un resfriado se vea agravado y tenga a Bernhard durante cuatro años, de los dieciséis a los veinte,, calentando camas de hospital.

Y acaba Bernhard, siendo más Bernhard que nunca.

Nos hemos vuelto capaces de resistir, y no se nos puede derribar ya, no nos aferramos ya a la vida, pero tampoco la vendemos demasiado barata, quise decir, pero no lo dije. A veces levantamos la cabeza y creemos decir la verdad o la aparente verdad (sobre esto hay unas páginas en la novela especialmente interesantes), y la volvemos a bajar. Eso es todo.

Afirma Thomas Bernhard en El aliento que sin sus lecturas (Shakespeare, Cervantes, Sterne, Pascal, Montaigne, Hamsun, Schopenhauer…) se hubiera destruido. Acierta. En mi caso, de no ser por la lectura, estaría, no destruido, pero viendo El hormiguero, por ejemplo o incluso haciendo cosas aún peores.

Bernhard tiene 18 años y aquejado de pleuresía se encuentra ingresado en un hospital, ubicado en la habitación de morir, donde están confinados todos aquellos que ya sin esperanza alguna son dejados allí hasta su muerte. Bernhard es el único que saldrá vivo de allí, en un ambiente pródigo en olores, secreciones, sudores, alimentado de dolor y sufrimientos ajenos que acontecen en las postrimerías de la muerte, precedida de la enfermedad.
De ese infierno, ante ese aliento, halitosis más bien, de la muerte a diario, Bernhard aprende una lección, necesaria según él, pues le permite experimentar situaciones que de otra modo le sería imposible llegar a sentir.

Aparece de nuevo su abuelo, aquel que ha sido su mentor, su maestro, durante sus 18 años, su abuelo, un tipo poco familiar, para quien su hogar han sido siempre sus pensamientos, quien muere sin cumplir los setenta, mientras Bernhard sigue hospitalizado. Una muerte que es una liberación, al verse ahora Bernhard sólo frente al mundo, lo cual le impele a actuar, a luchar, a tomar sus propias decisiones.

Después de la muerte del abuelo Bernhard recobra, o inicia, mejor dicho, una relación con su madre que nunca había existido. Descubre el amor materno, la ternura, el placer de la charla, de compartir recuerdos, pero la muerte siempre acecha y a Bernhard le dura poco la alegría.

A su madre le diagnostican un cáncer terminal y a él, tras salir del hospital y pasar una temporada en un sanatorio de un pueblecito entre montañas (ocupando su tiempo en amenas y sustanciosas conversaciones con su compañero de habitación, sus lecturas de libros y de periódicos, con los que mantendrá ya desde entonces una relación de dependencia y repulsión, heredada de su abuelo), sale de allí recuperado de su pleuresía, pero con un problema en un pulmón, que le abocará otra vez poco después a recorrer una senda de hospitales y médicos.

Se olvida Bernhard de los placeres que le deparaba su trabajo de vendedor en el Sótano, sabe también que el mundo de la música y del canto es ya un mundo extinto.

Más decepciones para Bernhard.

Al igual que en los libros anteriores Bernhard tira del baúl de los recuerdos, sin escatimar nada; pensamientos e ideas que pueden generar hostilidad, como lo que dice de los médicos, pero Bernhard quiere -ese es su empeño- ser fiel a lo que le sucedió y aproximarse a su pasado, con estos apuntes, estas notas, jirones que buscan la verdad de sus pensamientos, sin tamizarlos por la ficción, sin edulcorarlos por la melancolía. Y de nuevo el estilo Bernhard resulta agudo y filoso.

En El aliento, donde acababa el anterior libro, Thomas Bernhard estaba en contacto con la muerte en su estado más crudo y después de curarse de su pleuresía, a sus 18 años deja un sanatorio para entrar en otro, en Grafenhof, aquejado de una sombra en el pulmón, lo cual le acarrea pasar algo más de un año entre enfermos, rodeado de nuevo de podredumbre, decrepitud y muerte.

Lo que nos cuenta en El frío es que si al comienzo se deja ir (abocado a un nihilismo, sin esperanza), al final vence la inercia y decide vivir, pues cree que estar vivo después de la guerra es una suerte, a pesar de que su situación personal no es nada favorable dado que su madre se muere de cáncer y él se enterará de ello leyendo el periódico.

Así, sin su abuelo, y con su madre muerta, sin las dos personas por tanto que más ha querido, por ese orden, a su lado, ya sabe lo que es estar sólo; un desamparo que Bernhard no obstante ve como algo positivo, como un horizonte despejado, que no es tal, pues aunque fantasea con poder cantar, verá que no le es posible y si dejar Grafenhof, dándose él el alta, le proporcionará alguna alegría, esta incipiente ilusión se verá ahogada prontamente, toda vez que vuelva a Salzburgo, se vea mendigando un trabajo, ocultando su precaria salud, y detestando Salzburgo, sus gentes y esos oficios que sin sentido, sin finalidad, deparan a los empleados lo justo para sobrevivir.
Bernhard acaba la novela salvando su vida de chiripa, tras sufrir una embolia tras desatender los controles periódicos a los que está obligado someterse.

En su condición de paciente Bernhard dispone de mucho tiempo para leer y refiere que después de leer Los Demonios pasó una buena temporada sin leer nada, porque sabía que lo que vendría después iba a ser una gran decepción, y que le haría encontrarse ante un abismo. Que nunca había leído un libro de aquella insaciabilidad y radicalidad, que se encontraba ante una obra literaria salvaje y grande, que pocas novelas han tenido sobre él un efecto tan monstruoso.

Un niño es el último título de la pentalogía y describe parte de la infancia de Bernhard, cuando este es un niño de corta edad. Lo asombroso es que Bernhard recuerde con tal grado de minuciosidad cosas que le pasaron hace más de cuarenta años, y no sólo sea la narración la descripción de momentos históricos muy interesantes como el auge del nacionalsocialismo, los estragos de la guerra en una población alemana masculina muy diezmada y hambrienta, los bombardeos de los aliados sobre las ciudades alemanas o de los espacios físicos, sino que sea capaz de recordar cuales eran sus pensamientos y sus sentimientos hacia su abuelo, hacia su padre, hacia sus hermanos o hacia su tutor.

El relato es igual de trágico que los anteriores. Dice Bernhard que al escribir no hay que guardarse nada y así hay que entender la manera en la que Bernhard recuerda, o recrea momentos muy desagradables de su existencia como su fase de meón, que le supuso ser objeto de burla y escarnio. Momentos trágicos que se alternan con otros épicos, como la locura de coger una bicicleta e ir desde su pueblo hasta Salzburgo que le acarreará una paliza a manos del vergajo de buey de su madre, la cual vuelca el odio que siente hacia su marido -que la abandonó- en el hijo de ambos.

Bernhard entiende que su madre lo maltrate, pero a su vez, no entiende que necesite tenerlo lejos de ella. Esas contradicciones en las que abunda la novela son lo mejor de libro, pues muestran a las claras la naturaleza humana, esa madeja de sentimientos, afectos, sueños, frustraciones que se van cociendo a fuego lento en nuestro cerebro, mientras la vida pasa y nos aniquila.

Bernhard no ceja en su empeño en hacernos saber lo importante que ha sido su abuelo para él, y aquí tiene un peso importante, pues cuando Bernhard sufre, cuando le hacen daño, no sueña con vaciar sus lágrimas en el faldero de su madre, sino en el hombro de su abuelo, un escritor y filósofo, solitario, asocial, que vivía de su trabajo de escritor, lo que significaba que tenía que vivir a expensas de su mujer y de su hija, porque de lo suyo, de su oficio de escritor, no se podía vivir.

Es curioso que este libro que describe los hechos ocurridos cuando Bernhard es un niño, mientras el resto abordan su adolescencia y principios de su vida adulta, lo escribiera Bernhard el último.

No sé si me pasará como a Bernhard cuando leyó Los Demonios, que se encontró ante un abismo, sin ganas de querer leer más, consciente de que lo que leyera sería una decepción mayúscula.

Lo claro es que estos cinco libros, no te aniquilan, pero te remueven y vapulean con su crudeza, con su verdad y dejan una huella, indeleble, quiero pensar, gracias a un testimonio de las décadas de los años 30, 40 y 50 de gran valor.