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Julio Camba

Caricaturas y Retratos (Julio Camba)

Camba era el logos, la más pura y elegante inteligencia de España

José Ortega y Gasset

Mucho había disfrutado leyendo las Crónicas de viaje de Camba y tanto o mayor disfrute me han deparado estas caricaturas, retratos o semblanzas de personajes famosos, la mayoría escritores ilustres como Goethe, Heine, Marx, Gorki, Verlaine, Blasco Ibáñez, Nietzsche, Baroja, Rostand, Carolina Coronado (bendita tú seas entre todos los señores); un largo etcétera, hasta treinta. Semblanzas que Camba fue diseminando por distintos periódicos: El País, La Tribuna, El Sol, ABC y que permanecían inéditas en formato libro hasta que Francisco Fuster tuvo a bien compilarlas en este título que pública Fórcola. Estas semblanzas, son apuntes menores, no biografías al uso, que narran grandes hechos, sino que abundan más en la anécdota, en el chascarrillo, donde el autor aporta su estilo a base de humor, ironía y mucha retranca. Si cuando retrata a Bernard Shaw dice que nunca sabían cuando éste hablaba en serio y cuando en broma, descolocando así siempre a cuantos le rodeaban, adulaban o leían, lo mismo podemos decir de Camba, pues leyendo ciertas cosas, a pesar del tono serio, uno aprecia el humor soterrado, la mofa encubierta, algo que al leer da mucho juego, pues es sobre la sugerencia y la evocación donde nos ensoñamos, lo que a menudo no sucede cuando todo es tan explícito y meridiano como sucede en muchas biografías.
A todos los retratados en mayor o menor medida Camba rinde tributo, incluso devoción (hay en las semblanzas un espíritu benevolente y piadoso), pues aprovecha el retrato para dar al escritor la importancia que este cree que tiene, la gloria que cree merecer, como se lee en el entierro, por ejemplo, de Rubén Darío.

Camba se trae mucho cachondeo a costa de los alemanes, los franceses y los ingleses, mediante comentarios hilarantes y muy sustanciosos -algo o mucho tiene que ver su labor de corresponsal en esos países-, que a pesar de quedarse en el tópico, hay algún que otro requiebro magistral que demuestra el talento de un Camba que publicó muchas de estas semblanzas con poco más de 20 años. Eran otros años. Sí. Otro periodismo. Ahora se estila mucho el estilo Belloc.

En estos términos habla Camba de Baroja.

Sólo Baroja entre veinte millones de españoles, esperaba la revolución del triunfo alemán, y sólo él, entre quince millones de germanófilos, lo era por motivos liberales y anticatólicos. El último sacristán de pueblo, el último teniente de guarnición, en provincias, el último socio del último Casino republicano, vio claro lo que se discutía en la guerra europea, y Baroja, escritor ilustre, estuvo cuatro años sin enterarse.
Pero yo, no por eso dejo de admirar a Baroja. Y es que yo no le he admirado nunca por sus cualidades, sino por sus defectos. No lo he admirado a pesar de sus incongruencias, sino por sus incongruencias, ni a pesar de sus faltas gramaticales, sino por sus faltas gramaticales, ni a pesar de sus ideas absurdas, sino por sus ideas absurdas. Y el día en en Baroja escriba un libro razonable, con ideas sensatas, con buena gramática y con un plan lógico, no seré yo quien se gaste tres cincuenta en adquirirlo
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Fórcola ediciones. 2013. 186 páginas. Edición y prólogo De Francisco Fuster.

El pulso de la desmesura

El pulso de la desmesura (Amelia Pérez de Villar)

Amelia Pérez de Villar
Fórcola ediciones
2016
136 páginas

La voz que narra es la de Lola, en un monólogo que trata de atrapar al lector y que sin embargo languidece sin remisión desde su comienzo.

Visualmente la narración tiene la apariencia de un poema, pero sin el aliento poético de este; más bien un estertor agonizante, con una prosa mortecina al servicio de una historia banal, que va poco más allá de la anécdota y que la autora no consigue poner en pie ni insuflar algo de vida en ningún momento.

La protagonista de esta novela de la escritora, editora y traductora Amelia Pérez de Villar es una modelo que ahora se ha reciclado como artista, como una artista del vacío, pienso, que se siente ninguneada por su pareja, quien la desatiende en todos los terrenos, a ella, que quiere ser querida, amada, colmada y que también quiere ser madre. Y mientras ella monologa, se aburre, se amorra al tedio y entra en bucle, su pareja no acaba de llegar (pues prefiere estar trabajando en lugar de con ella) y ella despechada se prenda entonces de una presentador de noticias, catódico, y fantasea con estar inválida, mientras la postración, el lamento, la súplica, la insatisfacción, conforman sus coordenadas vitales, y su malestar es el de una Penélope 2.0, moderna, que hace de la banalidad, la frivolidad y sus reiterados chapuzones en naderías, su alimento vital, capaz de contagiar su hastío y aburrimiento al lector, un servidor, que hizo un paréntesis en la lectura de Herzog, para leer esta apuesta de Fórcola ediciones, y que en comparación con el libro de Bellow solo hace que mi valoración negativa hacia esta novela me lleve a plantearme a que se debe que novelas simplonas y epidérmicas (donde todo es piel y apenas hay sustancia) como la presente vean la luz, cuando habrá por ahí manuscritos maravillosos cogiendo polvo en muchos cajones; misterios del mundo editorial.

Los que miran

Los que miran (Remedios Zafra)

Remedios Zafra
Fórcola ediciones
2016
142 páginas

Hablar de duelo en la literatura es hablar de un género propio. Tenemos múltiples escritores cuyas obras les han servido para rendir tributo a sus hijos, maridos, mujeres, etc. Todos ellos muertos. En Diario de una viuda Carol Joyce Oates se ocupaba de su marido. Rosa Montero hacía lo propio en La ridícula idea de no volver a verte. Piedad Bonnet recordaba a su hijo muerto en Lo que no tiene nombre. Sergio del Molino nos relataba la pérdida de su hijo de corta edad en La hora violeta.
En Cuaderno duelo, Miguel Á. Hernández recordaba a sus padres, y María Virginia Jauja en Idea de la ceniza, nos hacía también partícipes de su duelo ante la pérdida de su pareja.

Remedios Zafra en Los que miran acomete la muerte de su hermano Manuel. Ante la pérdida de alguien querido, el dolor es parecido, similar la pena, infinita la ausencia, y no le veo al asunto mucha originalidad.

Remedios no se deja llevar por el sentimentalismo, más bien resulta franca y directa y se define a sí misma como mujer-dañada, y a pesar de que este libro le servirá para fijar sus recuerdos y para rendir tributo a la memoria de su hermano, éste, resulta una presencia muy velada, tanto que cuando Remedios parece que nos va a contar algo sobre él, emplea el código de los puntos suspensivos, un paréntesis pespunteado de varias páginas con alguna palabra náufraga entre medias, en el que nos pide que estemos con ella, que la acompañemos.

Dicho y hecho.

El duelo lo es a dos bandas. Una hermana dolida y un huérfano, su hijo León, que se va internando cada día en su nueva condición. Ahora sin padre, y anteriormente sin un madre que ya murió.

Remedios crea correspondencias entre lo real y lo cibernético (plasmado por ejemplo en el amor-máquina, en la relación que mantiene con J.), si acaso no son lo mismo (lo que le lleva a pensar en un dios tecnólogico, en mirar el cielo y pensar en satélites, en lugares donde siempre haya cobertura, o donde uno siempre pueda cargar las baterías…), y reflexiona, y para mí es lo mejor de la novela -que es más un ensayo- sobre todo ese concepto de comunidad, de masa, de tribu, ante un mundo conectado de modo permanente, donde lo sólido (que ahí podría ser pienso, el peso de una ideología, la firmeza de un argumento) deja paso a lo líquido, donde la atención de esa masa virtual se centra en un asunto concreto, en algo que será un trending topic en un momento determinado, para acto seguido pasar a otra cosa, desviando así el interés, hacia otra cosa, hacía algo otra vez novedoso.

Ante la aparente cultura del ver, lo que triunfa según nos dice J. es una cultura de la ceguera, donde es fácil dejar de ver aquello que nos molesta o incomoda, simplemente bloqueando, con un off, un out, un invisibilizando, un cerrar, un salir. Algo que resulta fácil de comprobar en redes sociales como twitter donde una reseña nada complaciente, o asuntos incluso más pueriles conllevan bloqueos, invisibilidades o similares.

Remedios tampoco aparta la mirada, cuando habla de la empresa SPMV (Servicios para modificar la Vida), la cual le permitiría que su nombre no fuera maltratado en las redes sociales, o bien posicionar buenas críticas, encumbrando en definitiva a muchos frívolos y necios sin alma. Una ficción muy verosímil que uno comprueba a menudo, a nada que navegue en las cenagosas aguas virtuales.

Y creo que Remedios da en la diana con una cita de Umberto Eco con la que abre un capítulo que dice así:
[…] actualmente, a medida que tantos luchamos con la manera de definirnos en el mundo moderno, existe una amenaza mayor que la pérdida de privacidad: la pérdida de visibilidad. En nuestra sociedad hiperconectada, muchos de nosotros sólo queremos que nos vean.

Será este libro muy cibernético y excéntrico, pero hay algo que palpita, quizás un corazón de un humano-máquina o de una máquina-humano, a saber, pero si a veces uno no puede apartar la vista de algo que nos fascina, como ver a unos leones zampándose una cría de elefante, tampoco a veces es fácil apartar la mirada de un texto cuyo interés va mucho más allá del duelo mortuorio.

Como decía Jauja en su novela Idea de la Ceniza, ante ese duelo la pregunta no es “qué muere o quién muere, sino qué, de toda esa experiencia, sobrevive”.

La literatura en estos casos quizás sirva para eso, para vivificar, rememorar, exhumar, retener, impedir en definitiva que el rostro de la persona amada llegue a desdibujarse, a velarse de tal modo, que ya sin poderlo «ver» y reconocerlo, muera ya del todo en nosotros.

Crónicas de viaje

Crónicas de viaje (Julio Camba, 2014)

Julio Camba
2014
Fórcola ediciones
364 páginas
Prólogo de Antonio Muñoz Molina

Las crónicas viajeras del gallego Julio Camba (1884-1962) no deben faltar en ninguna biblioteca pública ni particular.

En este libro de Camba sus crónicas nos llegan desde ciudades tales como Berlín, Nueva York, Londres, Roma, París, Estambul, Ginebra, Madrid, etcétera, y el humor siempre está muy presente, en ese punto intermedio entre la ironía y el sarcasmo.

El hecho de que sus estancias no se dilatasen en el tiempo, el ser ave de paso, sumado a su aguda mirada, le permite a Camba, asombrarse de todo lo que ve, o bien no asombrarse, pero dar testimonio de primera mano de aquello que es expuesto ante sus ojos, lo cual hace que sus crónicas vayan mucho más allá de la manida información de una guía de viajes, donde la narración siempre es algo lineal, donde todo consiste en ir enumerando los lugares que hay que ver» «donde comer» «donde dormir», y poco más.
Al hilo de esto se menta a Thomas Cook y su Agencia Cook, la cual facilitaría desde mediados del siglo XIX lo que hoy se conoce como turismo de masas, al mover a gente con ansias viajeras por Europa a unos precios asequibles. También se habla de la guía Baedeker, para muchos, en esos años, algo similar a la biblia del viajero.

Camba se ríe de todo y de todos, sin poner trabas a su escritura, la cual resulta muy fluida, y certera en su concisión, rasgando con su pluma cual estilete la membrana de la realidad ante la cual siempre surge, ora lo absurdo ora lo patético de nuestro proceder.

A pesar de que algunas de estas crónicas daten ya de hace un siglo, pues Camba en algunos de estos países estuvo incluso antes de la I Guerra Mundial, a pesar, digo, de que algunas cosas está claro que hayan cambiado (en su crónica de Nueva York y su visita a Coney Island, el racismo todavía era una realidad en los Estados Unidos, y por ejemplo, una de las atracciones consistía en lanzar a la cara de personas negras (y Camba se pregunta si los americanos le dejarían utilizar las palabra personas, tratándose de negros), distintos objetos), analiza, creo que con mucho tino la forma de ser de los británicos, los franceses, los ingleses, los americanos, y los que mejor conoce, los españoles y sus comentarios resultan jocosos, ingeniosos, propios de una inteligencia que trasciende una mirada superficial, en pos de una mayor profundidad, donde se cifra su talento, pues lo que ofrece Camba no es tanto el ir dando cuenta del reguero de sitios visitados, hacer de los lugares comunes su materia prima narrativa o dejarse llevar por los tópicos, sino el mostrar al lector qué tipo de personas viven allí, y cómo son, y en qué se diferencian unos de los otros, en ese momento histórico que les ha tocado vivir (así podemos entender también estas crónicas como un fresco histórico, valga el oximorón, de las décadas de los años 10, 20,30 y 40 del siglo XX) y cual era también la fisionomía de esas ciudades en las que vivían, como lo que escribe Camba sobre esos rascacielos neoyorkinos donde hay toda suerte de tiendas y donde uno puede encontrar casi de todo, que el autor asemeja a «calles verticales«, o la diferencia entre las calles de Londres, París, o Nápoles, donde las primeras son como las vías de un tren que sirven sólo para desplazar ciudadanos de un lado a otro, las parisinas que son calles para pasear y las napolitanas que son casas para vivir en ellas, ofreciéndonos un buen número de páginas inolvidables (que nos permiten emplear el papel como la pista de despegue para que nuestra imaginación coja vuelo) como por ejemplo las dedicadas al Lago Leman (adonde se dirigen todos aquellos que viven sus vidas en prosa, y por unas días quieren darse el capricho, el lujo, la ilusión o la experiencia de vivir en poesía) en su periplo por Ginebra.

Leer estas crónicas de Camba es otra manera de viajar.