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Gerona (Benito Pérez Galdós)

Escrita en junio de 1874, Gerona, de Benito Pérez Galdós, es el séptimo episodio nacional de la primera serie de la Guerra de la Independencia, guerra que enfrentó a España y Francia.

Como comentaba en Zaragoza, el anterior episodio nacional, Benito hablaba de las limitaciones que suponía la técnica narrativa de la autobiografía. No se puede estar en distintos lugares a la vez. De esta manera, aquí, el testigo de la narración lo cede Gabriel a Andrés Marijuán, soldado al que conoce cuando ambos se encuentran camino de Cádiz. Antes de llegar a Gadir, Andrés le referirá durante dos noches su periplo en la ciudad de Gerona, el asedio sufrido en dicha ciudad durante siete meses, de mayo a diciembre de 1809, por las tropas francesas.

Testimonio que como Gabriel nos comenta será literaturizado puliendo éste el estilo del tosco Andrés. No olvidemos que cuando Gabriel escribe estas crónicas supera ya los 80 años, y como afirma, alguna cosa habrá aprendido. Su buen hacer con la pluma es notorio.

Como es habitual en Galdós, con gran verosimilitud, nos hace sentir en Gerona, en carne propia los rigores de un asedio, trufando la narración de situaciones límite.

Se ve bien la pugna entre las exigencias del instinto de supervivencia y el tesón por mantener la dignidad y la decencia. Viéndose el circunstante en la tesitura de cruzar o no ciertos límites, que de hacerlo lo deshumanizarían y degradarían.

Cuando los franceses deciden asediar Gerona y esperan a que sea el hambre el que acabe derrotando a los españoles y haciendo que estos capitulen y a medida que escasean los víveres, dado que nadie puede entrar y salir de la ciudad, cuando no haya alimento alguno, después de haber despachado gatos, pájaros, ratones, incluso tras haber engañado al estómago cociendo cuero, friendo corcho, cuando ya no quede nada comestible que llevarse a la boca, finalmente la ciudad capitulará, tras haber caído enfermo el gobernador de la misma, el defensor de Gerona, don Mariano Álvarez, antes de lo lo cual, un médico, don Pablo Nomdedeu, desesperado ante el hambre de su hija Josefina (encamada y sin poder articular palabra, a resultas de los cañonazos y belicosidades previas), se verá impelido incluso a realizar actos de canibalismo que afortunadamente no llegarán a consumarse, librando así el pellejo tanto Siseta, con quién Andrés anda en tráfico amoroso, como sus hermanos pequeños, Manelet y Badoret, en cuyo porvenir se afana Andrés.

Al contrario de lo que sucedía en Zaragoza donde casi toda la narración se desarrollaba en las calles y primaba lo bélico, en Gerona, Benito centra su atención en lo doméstico, en las pasiones y zozobras humanas, exponiendo cómo el proceder humano se puede desbaratar en situaciones que lo superan y desbordan, como también sucedía en Trafalgar a cuenta de un naufragio.

Finalmente, una vez que Gerona capitule, Andrés y otros cuántos soldados serán detenidos y enviados a Francia, y entre ellos irá don Mariano, cuyo maltrato le permitirá a Andrés darle un repasito oral a Napoleón y a los suyos que no dejan de ser para éste más que una panda de bergantes sin escrúpulos, que incumplen los tratados, saquean los países y cuya codicia y soberbia serán su perdición, como se verá:

Los malvados en grande escala que han tenido la suerte o la desgracia de que todo un continente se envilezca arrojándose a sus pies, llegan a creer que están por encima de las leyes morales, reguladoras según su criterio, tan sólo de las menudencias de la vida. Por esta causa se atreven tranquilamente y sin que su empedernido corazón palpite con zozobra, a violar las leyes morales, ateniéndose para ello a las mil fútiles y movedizas reglas que ellos mismos dictaron llamándolas razones de estado, intereses de esta o de la otra nación; y a veces si se les deja, sobre el vano eje de su capricho o de sus pasiones hacen mover y voltear a pueblos inocentes, a millares de individuos que no quieren sino el bien. Verdad es que parte de la responsabilidad corresponde al mundo, por permitir que media docena de hombres o uno solo jueguen con él a la pelota.
Desarrollados en proporciones colosales los vicios y los crímenes, se desfiguran en tales términos que no se les conoce; el historiador se emboba engañado por la grandeza óptica de lo que en realidad es pequeño, y aplaude y admira un delito tan sólo porque es perpetrado en la extensión de todo un hemisferio. La excesiva magnitud estorba a la observación lo mismo que el achicamiento que hace perder el objeto en las nieblas de lo invisible. Digo esto, porque a mi juicio, Napoleón I y su efímero imperio, salvo el inmenso genio militar, se diferencian de los bandoleros y asesinos que han pululado por el mundo cuando faltaba policía, tan sólo en la magnitud. Invadir las naciones, saquearlas, apropiárselas, quebrantar los tratados, engañar al mundo entero, a reyes y a pueblos, no tener más ley que el capricho y sostenerse en constante rebelión contra la humanidad entera, es elevar al máximum de desarrollo el mismo sistema de nuestros famosos caballistas. Ciertas voces no tienen en ningún lenguaje la extensión que debieran, y si despojar a un viajante de su pañuelo se llama robo, para expresar la tala de una comarca, la expropiación forzosa de un pueblo entero, los idiomas tienen pérfidas voces y frases con que se llenan la boca los diplomáticos y los conquistadores, pues nadie se avergüenza de nombrar los grandiosos planes continentales, la absorción de unos pueblos por otros… etc. Para evitar esto debiera existir (no reírse) una policía de las naciones, corporación en verdad algo difícil de montar; pero entre tanto tenemos a la Providencia, que al fin y al cabo sabe poner a la sombra a los merodeadores en grande escala, devolviendo a sus dueños los objetos perdidos, y restableciendo el imperio moral, que nunca está por tierra largo tiempo.

Despachada la crónica de Andrés, la narración tornará a Gabriel, y una vez en Cádiz, curiosamente, se volverá a encontrar por aquellas cosas del destino con Amaranta quien lo pondrá otra vez a su servicio, y la cual le informará de que Inés está en Cádiz. La novela acaba en los albores de un reencuentro, entre los jóvenes enamorados, que se nos hurta. Habré pues de proseguir avanzando en la lectura de estos episodios nacionales galdosianos con la vista puesta en Cádiz, la siguiente lectura.

El mejor homenaje, si no el único, que se le puede hacer a un escritor es leerlo. Mi objetivo para el 2020 es acometer la lectura de los Episodios nacionales de Galdós. En ello ando inmerso. Siete episodios leídos, por ahora.

Benito Pérez Galdós
Episodios Nacionales
Primera Serie: La guerra de la Independencia

1- Trafalgar
2- La corte de Carlos IV
3- El 19 de marzo y el 2 de mayo
4- Bailén
5- Napoleón en Chamartín
6- Zaragoza
7- Gerona

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Zaragoza (Benito Pérez Galdós)

Zaragoza es el sexto episodio nacional de la primera serie de la Guerra de la Independencia, escrita por Benito Pérez Galdós entre enero y abril de 1874.

Zaragoza había sufrido un asedio entre el 15 de junio y el 15 de agosto de 1808, que acabó con la retirada de las tropas francesas del mariscal Lefebvre. La novela se centra en el segundo asedio, aquel que tuvo lugar entre el 21 de diciembre de 1808 a 21 de febrero de 1809.

El protagonista vuelve a ser Gabriel. Respecto a la forma autobiográfica en la narración, Galdós afirma que esta tiene por sí misma mucho atractivo y favorece la unidad, pero impone cierta rigidez de procedimiento y pone mil trabas a las narraciones largas. Difícil es sostenerla en el género novelesco con base histórica, porque la acción y trama se construyen aquí con multitud de sucesos que no deben alterar la fantasía, unidos a otros de existencia ideal, y porque el autor no puede, las más de las veces, escoger a su albedrío ni el lugar de la escena ni los móviles de la acción.

Si en la anterior novela, Napoleón en Chamartín, Gabriel acababa detenido y conducido en una cadena de presos hacia Francia, logrará escapar y acabará en Zaragoza, en los días previos al asedio francés. En este capítulo las aventuras y desventuras amorosas de Gabriel con Inés no han lugar. Zaragoza es el episodio en el que lo bélico tiene más presencia, colonizando toda al narración, de los seis primeros episodios.

Al igual que en otras novelas, como El hombre del salto, que recrean con mucha verosimilitud acontecimientos bélicos, como el atentado a las Torres gemelas, Galdós, en Zaragoza, se mete de lleno en la ciudad asediada para llevar al lector de la mano y situarlo en el ojo del huracán, en el vórtice del infierno. Zaragoza (considerada antes de los asedios la Florencia española; contaba con 30 conventos de monjas y frailes de gran valor artístico, además de La Seo y El Pilar: sus dos catedrales) que contaba con 80.000 almas antes del asedio acabará con el 80% de la población aniquilada. A los muertos por la guerra contra los franceses se sumarán las víctimas de la epidemia (Galdós no habla de cólera ni de disentería), como consecuencia de los cuerpos sin enterrar, tanto como de la escasa alimentación y la extenuación.

Son casi 300 páginas que describen minuciosamente aquella carnicería, algo que se escapa a cualquier planteamiento lógico, pues parece imposible que Zaragoza con tan pocos efectivos y con escasos medios fuera capaz de resistir de una manera tan encarnizada y valiente, insuflada por un ánimo belicoso y heroico, en donde tanto hombres como mujeres (ahí estaba Agustina de Aragón al frente del cañón durante el primer sitio, en la defensa de la batería del Portillo, el 2 de julio de 1808) estaban dispuestos a sacrificar sus vidas y las de sus familiares antes de caer en manos francesas.

Como en los capítulos anteriores el honor y la gloria no se lo llevan aquí los mariscales, generales ni los altos mandos militares, sino aquellas personas que no que aparecen retratadas en los libros de historia, es decir, la población civil (cuyas historias particulares de heroísmo y resistencia serán referidas a Gabriel por el mendigo Sursum Corda); aquellos cuyos cuerpos irán a conformar columnas de cadáveres: compost de la historia con minúsculas.

Galdós da cierto respiro en su narración a través de la historia de amor, que no llegará a consumarse, entre Agustín y Mariquilla. Él va para para clérigo pero acaba de soldado. Ella es la hija de un usurero, el señor Candiola, mortificado por la población local, que cifra bien esa parte de la sociedad que solo piensa en sí misma en situaciones como aquella. Galdós en esto de hilar destinos pondrá a Agustín en la tesitura de tener que ajusticiar al padre de Mariquilla, acusado este de delator.

El espíritu noble, bravo, desprendido, generoso, heroico, de los aragoneses, cristaliza en la figura del perdurable don José de Montoria, padre de Agustín, aquel a cuyo encuentro va Gabriel acompañado de Roque, pues este último tiene ascendencia aragonesa y precisan en su precariedad vital del auxilio y amparo del bueno de José.

La narración es como situar una cámara, en pleno frenesí bélico, que registrase todo el horror, la barbarie, la carnicería humana que supone toda batalla, pero también todo el heroísmo, la solidaridad, la entrega sin límites; un proceder que se escapa la razón, por su energía inusitada, inhumana, al margen de toda lógica, un espíritu que como animado por un chute de adrenalina fuera capaz de arribar a cotas imposibles.
La resistencia fue tal que los franceses se vieron en el trance de tener que ganar las calles casa a casa, pues en todas ellas encontraban los invasores resistencia y en muchas de ellas la parca, la de los negros dedos.

Clausura la vibrante novela una reflexión de Galdós sobre la idea de nación española. La próxima entrega me lleva en volandas a Gerona.

Lo que no ha pasado ni pasará es la idea de nacionalidad que España defendía contra el derecho de conquista y la usurpación. Cuando otros pueblos sucumbían, ella mantiene su derecho, lo defiende, y sacrificando su propia sangre y vida, lo consagra, como consagraban los mártires en el circo la idea cristiana. El resultado es que España, despreciada injustamente en el Congreso de Viena, desacreditada con razón por sus continuas guerras civiles, sus malos gobiernos, su desorden, sus bancarrotas más o menos declaradas, sus inmorales partidos, sus extravagancias, sus toros y sus pronunciamientos, no ha visto nunca, después de 1808, puesta en duda la continuación de su nacionalidad; y aún hoy mismo, cuando parece hemos llegado al último grado del envilecimiento, con más motivos que Polonia para ser repartida, nadie se atreve a intentar la conquista de esta casa de locos. Hombres de poco seso, o sin ninguno en ocasiones, los españoles darán mil caídas hoy como siempre, tropezando y levantándose, en la lucha de sus vicios ingénitos, de las cualidades eminentes que aún conservan, y de las que adquieren lentamente con las ideas que les envía la Europa central. Grandes subidas y bajadas, grandes asombros y sorpresas, aparentes muertes y resurrecciones prodigiosas, reserva la Providencia a esta gente, porque su destino es poder vivir en la agitación como la salamandra en el fuego; pero su permanencia nacional está y estará siempre asegurada.

Benito Pérez Galdós
Episodios Nacionales
Primera Serie: La guerra de la Independencia

1- Trafalgar
2- La corte de Carlos IV
3- El 19 de marzo y el 2 de mayo
4- Bailén
5- Napoleón en Chamartín
6- Zaragoza

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Napoleón en Chamartín (Benito Pérez Galdós)

Tras haber dado cuenta de las cuatro novelas anteriores, paso a hablar de Napoleón en Chamartín, la quinta novela de la primera serie, de la Guerra de la Independencia de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. Tras el éxito español en Bailén, las tropas francesas consiguen asestar pocos meses después antes de acabar 1808, un duro revés a las pretensiones españolas al lograr Napoleón entrar triunfalmente en Madrid sin apenas sobresaltos.

Este episodio (unas trescientas páginas) lo escribe Galdós en treinta días, en enero de 1874, lo cual cifra muy bien la prosa torrencial del autor, su facundia, el buen hacer con los diálogos y lo inteligente de, a través de sus personajes y situándolos en los lugares adecuados, ofrecer un fresco histórico muy vívido y colorista. Por ejemplo, entre las medidas legales que adopta Napoleón está reducir el número de conventos. Como recoge el artículado. El número de los conventos actualmente existentes en España se reducirá a una tercera parte […] Los bienes de los conventos suprimidos quedarán incorporados al dominio de España, y aplicados a la garantía de los vales y otros efectos de la Deuda pública. Este asunto será tratado por los interpelados, por eclesiásticos como el padre Salmón, en trato con Gabriel, que siempre tiene la capacidad de estar en todas las salsas, de tal guisa que incluso seamos testigos de cómo José, el hermano de Napoleón, se pregunta por qué le llaman Pepe Botella cuando él solo prueba el agua. También le endilgarán lo de Pepe Plazuelas, pero eso es otro cantar.

Cuando Napoleón supera Guadarrama y se encamina hacia Madrid ya se ve que los madrileños, con un censo de 500 soldados para defender la ciudad, poco podrán opugnar a los imperialistas, con Napoleón a la cabeza. Los lugareños se abastecen de cuanto tienen a mano, pero esto resulta claramente insuficiente. Además, el ánimo que insuflaba el espíritu de la población durante el 2 de mayo dista mucho del presente, y enseguida se llega a la conclusión de que una retirada a tiempo es una victoria. A pesar de lo cual hay quien, como el Gran Capitán, decida inmolarse antes de caer bajo el yugo francés. El resto se buscará la vida como puede y algunos cambiarán de chaqueta sin miramientos. Ahí tenemos a Santorcaz de ánimo afrancesado al que las nuevas circunstancias le permiten de forma pintiparada pasarse al enemigo para convertirse en jefe de la policía menuda, haciendo su labor con esmero y poniendo entre rejas a todo aquel hostil a los franceses. Cuando el paisanaje defiende su ciudad se encuentran con que en vez de pólvora los cartuchos, no todos, llevan arena. Esto provoca el caos, la rabia ciega, la sinrazón desmedida y el que acabará pagando el pato de tales artimañas será el infausto Juan de Mañara, a quien ajusticiarán sin miramientos, y que Galdós refiere en estos términos:

Pero lo espantoso, lo abominable, y más que abominable vergonzoso para la especie humana, fue lo que ocurrió después. La plebe tiene un sistema especial para celebrar las exequias de sus víctimas, y consiste en echarles una cuerda al cuello y arrastrarlas después por las calles, paseando su obra criminal, sin duda para presentarse a los piadosos ojos en la plenitud de su execrable fealdad. Esto pasó con el cadáver del infeliz regidor, a quien conocimos amante de Lesbia, amante de la Zaina, amante de todas, pues no hubo otro que como él prodigara su hermosa persona en altas y bajas aventuras; esto pasó con el cadáver del infeliz a quien llamo D. Juan de Mañara, no porque este fuera su nombre, sino porque me cuadra designarle así, para no andar trayendo y llevando los títulos de respetables casas, por los altibajos de esta puntual historia. Pero apartemos los ojos, no miremos, no, ese despojo sangriento que por la calle de la Magdalena, y después por la del Avapiés abajo, arrastran en inmunda estera unos cuantos monstruos, hombres y mujeres tan sólo en la apariencia: cerremos los oídos a sus infames gritos, y sobre todo no miremos ese destrozado cuerpo, aún caliente, a quien las puñaladas, los golpes, el frecuente tropezar van quitando la figura humana, haciendo un jirón lastimoso de lo que fue, de lo que era pocos minutos antes hombre gallardo y gentil, y lo que es más digno de consideración, hombre dichoso y amable. Y mientras pasa esa salvaje bacanal, ese río de sangre y de infamia y de crimen, meditemos sobre las mudanzas mundanas, y especialmente sobre las cosas populares, las más dignas de meditación y estudio.

¿No habéis observado que todos los movimientos populares llevan en su seno un germen de traición, cuyo misterioso origen jamás se descubre? En todo aquello que hace la plebe por sí y de su propio brutal instinto llevada, se ve tras la apariencia de la pasión un tejido de alevosías, de menguados intereses o de criminales engaños; pero ningún sutil dedo puede tocar los hilos de esta tela escondida en cuyas mallas quedan enredados y cogidos mil bárbaros incautos.

Nada hay más repugnante que la justicia popular, la cual tiene sobre sí el anatema de no acertar nunca, pues toda ella se funda en lo que llamaba Cervantes el vano discurso del vulgo, siempre engañado.

Algo que me trae en mientes unos párrafos de Sobre el agua de Guy de Maupassant.

Hay una frase popular que asegura que «la multitud no razona» ¿Y cómo es que no razona la multitud si cada uno de los que la integran razonan? ¿Cómo es que una multitud hace espontáneamente lo que ninguna de sus unidades haría? ¿Por qué tiene la multitud impulsos irresistibles, determinaciones feroces, arrebatos estúpidos que nada es capaz de contener, y por qué realiza, arrastrada por tales arrebatos, irreflexivas acciones que ninguno de los individuos que la componen sería capaz de realizar? Que un desconocido lance un grito, y súbitamente se apodera de todos una especie de frenesí, y todos, movidos de un mismo impulso, al que ninguno intenta resistir, arrebatados por un mismo pensamiento, que se hace de un modo instantáneo común a todos ellos, aunque sean de castas, opiniones, creencias y costumbres distintas, se abalanzarán sobre un individuo, lo degollarán, lo ahogarán sin motivo, casi sin pretexto, mientras que, tomados aisladamente, serían capaces de arriesgar sus vidas por salvar al que están matando.

En la narración deambula el vivales de Diego, el condesito de Rumblar, el licencioso joven que no ve la manera con la que dilapidar su fortuna y endeudarse, comprometiendo su porvenir, viviendo la vida loca, que encelado por Santorcaz se verá incluso en la tesitura de secuestrar a Inés y tomarla a la fuerza de sus aposentos, que no es otro que El Pardo, donde está Inés junto a su padre, el tío de Amaranta, que de nuevo juega un papel relevante en la historia de los episodios, pues como ya viene siendo habitual mantiene con Gabriel un tira y afloja que siempre le permite al joven situarse, aunque sea episódicamente y brevemente, al lado de su amada (en esta ocasión haciéndose pasar el señor duque de Arión) para confesarle los males que asolan su alma, al tiempo que van comprobando cómo la naturaleza de su relación abunda y se enseñorea en la imposibilidad de estar juntos.

La novela se precipita a un final en el que a Gabriel lo vemos de nuevo preso, tras ser prendido en El Pardo, insurgente de esta gran epopeya, formando el eslabón de una cadena de veinte presos rumbo a Francia, junto a Roque, quien lo enterará del infausto final del Gran Capitán.

Tras la lectura de estos cinco episodios dejo en suspenso, por unos pocos días, camino de Zaragoza, los Episodios para proseguir con otro Mariscal de las letras patrias, César Martín y su De corazones y cerebros.

Benito Pérez Galdós
Episodios Nacionales
Primera Serie: La guerra de la Independencia

1- Trafalgar
2- La corte de Carlos IV
3- El 19 de marzo y el 2 de mayo
4- Bailén
5- Napoleón en Chamartín

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Bailén (Benito Pérez Galdós)

La cuarta novela de la primera serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, Bailén, en su primer capítulo nos tiene en ascuas porque no sabemos cuál ha sido el destino de Gabriel. Al finalizar el mismo se hace mención a un chiquillo y pensamos que es él y acertamos. Gabriel fue fusilado, recibió tres balazos, pero milagrosamente salió vivo. Fue intervenido de urgencia y tras una recuperación de unos días vuelve a la vida, y lo hace en casa de un matrimonio que lo acoge, el formado por Gregoria y Santiago Fernández, alias el Gran Capitán. Al poco recibe nuevas de Inés merced a Juan de Dios que le informa de que no sabe nada de ella, salvo que está viva, puesto que Lobo se la jugó y la entregó a una familia acaudalada. Por ahí ronda Amaranta. Estamos en el 20 de mayo de 1808. Las tropas españolas que están sin Reyes, dado que Carlos IV y Fernando VII (lo cual no evita que durante la batalla los vivas de los soldados estén dedicados a Fernando VII) ya no están en el trono, Napoleón le ha entregado la corona a su hermano José, deciden plantar cara a los franceses, organizar la insurrección por su cuenta en Juntas (en su papel de representantes del poder real, declararon la guerra a Napoleón, organizaron los movimientos de los soldados y recaudaron dinero mediante la supresión de los impuestos y la acuñación de moneda) que irán aumentando de tamaño a medida que muchos militares den de lado a los franceses para pasar a guerrear contra ellos.

El odio a los franceses no era odio: era un fanatismo de que no he conocido después ningún ejemplo. Era un sentimiento que ocupaba los corazones por entero sin dejar hueco para otro alguno, de modo que el amar a los semejantes, el amarse a sí mismos, y hasta me atrevo a decir que el amar a Dios, se adoptaban y se medían como fenómenos secundarios al gran aborrecimiento que inspiraban los verdugos del pueblo de Madrid.

Se conspiraba con el deseo, con las noticias, con las sospechas, con las exageraciones, con las sátiras, con verdades y mentiras, con el llanto tributado a los muertos y las oraciones por el triunfo de los vivos.

Los continuos encuentros y desencuentros entre Gabriel e Inés parecen ser la columna vertebral de estos primeros episodios nacionales galdosianos. Encuentros propiciados por el azar o por la mano del autor. De esta manera Gabriel encontrará a Inés en un convento, dispuesta a ser monja y a olvidarse del mundo y de todos aquellos que lo pueblan, con el convencimiento de que Gabriel está muerto. La aparición de este, cuál resucitado, le infunde nuevos ánimos y bríos, la insufla de la alegría de vivir, aunque conociendo a Galdós ya sabemos que el camino del reencuentro no va ser un camino fácil y tendrá las hechuras de una vía crucis.

Gabriel, Don Luis Santorcaz y Marijuan, un joven mozo aragonés, se encaminan hacia el sur, con la idea de enrolarse en el ejército. Paseos por una Mancha interminable que les trae en mientes al ilustre hidalgo manchego. Como la yesca seca, la insurreción prenderá en los ánimos patrios como un polvorín, en localidades como Bailén, el 19 de julio, en donde los españoles están dispuesto a todo con tal de plantarle cara y aniquilar a los franceses. Para ello se excarcela a casi todos los delincuentes allí confinados que pasan a engrosar las filas del ejército con óptimos resultados. A medida que los lugareños van sufriendo los desmanes y tropelías de los franceses, que los dejan sin cosechas, sin comida, sin bebidas, que ven morir asesinadas a mujeres y niños inocentes, el odio hacia ellos, hacia la canalla, se acrecienta, y sucede entonces lo que parecía imposible, que los españoles derrotasen a los franceses de Napoleón, aquel ejercito que se creía invencible, dueño del mundo y estos tuvieran que alzar la bandera blanca, capitular y pedir la paz.

Lances bélicos que Galdós recrea con todo lujo de detalles. Apenas cuatro años antes Leon Tolstói había publicado la inmortal Guerra y Paz. Me pregunto si Galdós llegaría a leer esta obra al escribir Bailén y siguientes episodios bélicos. Además de describir detalladamente el avance de las tropas, y los avances y retrocesos en pos de la victoria, de cada uno de los dos bandos enfrentados, Galdós hace hincapié en la moral del soldado, en aquello que lo hunde y socava, como el hambre, la sed, el calor infernal, el cansancio acumulado, todos ellos al borde de la extenuación y dispuestos a matar por un buchito de agua.

Lo curioso en esta situación bélica tan al límite es que Gabriel, inserto en el fragor de la batalla, al encontrar en el caballo de Santorcaz unas cartas comprometedoras objeto de su atención -dado que en ellas se habla de su bienamada Inés, de sus presuntos padres y la posibilidad muy real de ser esposada con Diego, un Grande de España, el cual al arrimo de Santorcaz y de su vivo ingenio verá desbaratado su escaso intelecto, fosilizado este en la tradición, la religión, la jerarquía, las prebendas, todos aquellos derechos históricos que Santorcaz pondrá en tela de juicio (ya nos advirtió Cervantes: Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro); un don Diego que desaparece en la batalla y que su madre Doña María y sus hermanas Asunción y Presentación, ven ya como héroe caído en el altar de la patria. Sin embargo su desaparición se resuelve con un final más prosaico y feliz y da lugar a las escenas más jocosas de todo el relato. Pues tras caer determinó servirá don Diego de objeto de chanzas y mofa de los franceses que se lo pasarán en grande con él, divirtiéndose a su costa, organizando una corrida, empinando el codo, echándose unos cantecitos, aprendiéndose la Marsellesa, pues para él todo parece ser poco más que un juego- deja la guerra en suspenso se abstrae del mundo para dedicarse a leer, pues su mundo y su futuro en esos momentos está confinado en las cuartillas que devora anhelante, ajeno a todo.

Galdós siempre tiene muy presente al lector en sus escritos, como si lo tuviera delante, acuciándole este a seguir con la narración, a seguirle contando. Bailén acaba y nos quedamos de nuevo con la miel en los labios, con José huido de Madrid tras la batalla de Bailén. Y con ganas de más, de saber qué sucederá con Napoleón en Chamartín y en Zaragoza.

En cuanto a los libros empleados para la lectura de estos episodios, de momento, primero fue Cátedra para Trafalgar, después Alianza, para el segundo y tercer episodio (en un mismo libro) y para Bailén he recurrido a la edición de Destino, una edición que agrupa los 10 episodios de la primera serie en un único ejemplar. El problema que tiene este libro es que es muy pesado y la letra es muy pequeña lo cual hace la lectura incómoda. Para los dos próximos capítulos, Napoleón en Chamartín y Zaragoza, recurriré a la edición de Espasa, que son novelas con formato enciclopedia, en donde el texto va acompañado con ilustraciones, anexos, etc.

Estas cuatro primeras novelas las escribió Benito Pérez Galdós en 1873. Entonces el autor contaba tan solo 30 años.

Benito Pérez Galdós
Episodios Nacionales
Primera Serie: La guerra de la Independencia

1- Trafalgar
2- La corte de Carlos IV
3- El 19 de marzo y el 2 de mayo
4- Bailén