Caminando por Santander a la altura de la Plaza Pombo y atraído como una fanela por la luz de una bombilla frente al escaparate, me adentré en la librería Gil. Mientras pasaba las yemas de los dedos por las portadas y lomos de los libros situados en las estanterías de la primera planta pensaba lo bien que estaría (como concursante) un programa en alguna cadena -irremediablemente la 2- de esos de telerrealidad, que tuviera por escenario una librería en la que doce concursantes permanecerían 40 días encerrados allá dentro dedicando las horas muertas, que serían casi todas, a leer lo que les viniera en gana, tan sencillo como estirar el brazo y echar mano del libro que les pluguiese. Luego, en un confesionario cada cual al final de la jornada daría cuenta de aquello que hubiera leído, haría sugerencias, propondría lecturas y a la noche en lugar de edredoning, los más viciosos harían uso de sus linternas para seguir leyendo a oscuras mientras todos duermen.
Me fui de la tienda con un libro de Dovlátov, El compromiso. La editorial riojana Fulgencio Pimentel está recuperando la obra de Dovlátov (Oficio, Retiro, La maleta, Los nuestros) pero antes, editoriales como Ikusager pusieron a nuestra disposición las novelas de este titán ruso. Esta data de 2005.
Este año leí Los nuestros de Dovlátov y compruebo que mi entusiasmo se renueva cada vez que lo leo. Esto lo afirmo ahora después de haber leído El compromiso que creo que es el libro suyo que más he disfrutado hasta la fecha. Una novela breve de apenas 180 páginas.
El compromiso son doce capítulos desopilantes en los que Dovlátov recuerda los años en los que ejerció de redactor en Tallin, en la Estonia soviética, entre 1973 y 1976, antes de exiliarse a los Estados Unidos donde moriría en 1990 con 49 años.
Dovlátov en estas crónicas periodísticas se ríe de todo y de todos pero es un humor el suyo que no abunda en el sarcasmo sino que en el mismo anida la ternura de una humanidad esperpéntica a la que Dovlátov saca punta y analiza con escalpelo, sin recrearse en las miserias humanas, tratando más bien de comprender y asumir que de censurar o reprobar los actos que nos mueven y conmueven y entre agudas reflexiones (la libertad no consiste en lograr superar el miedo sino en no tener que ser víctima de ese miedo. Dovlátov es consciente de que uno iba a la cárcel, o era purgado o asesinado por cualquier menudencia), aforismos para enmarcar, diálogos descacharrantes, melopeas continuas, aventuras disparatadas (en las que hay intercambio de cadáveres cuando toca enterrar a un director televisivo miembro de la nomenklatura; una vaca que arroja el récord anual de litros ordeñados y que faculta a su dueña a formar parte del Partido; las celebraciones de aquellos que sobrevivieron a la represión fascista y las inevitables comparaciones entre ellos) la novela con total naturalidad, sin presunción alguna, permite hacernos una ajustada idea de cómo podía ser la vida (gris) en un país de la órbita comunista bajo un orden de hierro, en el que a pesar de todo figuras como Dovlátov, con su disidencia diaria, lograrían poner negro sobre blanco el absurdo y la gran mentira en la que se refocilaban todos ellos.
Dovlátov consigue, y este es su mayor logro, convertir lo que en apariencia no son más que un puñado de anécdotas divertidas en una obra literaria con entidad y profundidad, arrostrando y tamizando lo trágico con el cedazo del humor y la ironía.
Ikusager Ediciones. 2005. 184 páginas. Traducción de Ana Alcorta y Moisés Ramírez
Dovlátov en Devaneos: