Archivo de la categoría: Joseph Conrad

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El final de la cuerda (Joseph Conrad)

Escrita en 1902 la editorial Funambulista saca ahora una segunda edición (la primera es de 2009) de esta obra no muy conocida de Joseph Conrad que lleva por título El final de la cuerda, con traducción y postfacio de Isabel Lacruz Bassols.

Tengo fresca la lectura de los estupendos ensayos de Conrad agrupados bajo el título El espejo del mar. Allí Conrad constaba cómo la navegación que él había conocido, desde que se enroló (tras un intento de suicidio) en 1878, había cambiado mucho con la aparición de los vapores, tal que el viento, que era la razón de ser de los veleros (uno de los mejores ensayos es el dedicado a los vientos) y de la navegación ya pasaba a ser una antigualla.

En El final de la cuerda el principal protagonista es Whalley, un capitán de barco que frisa los sesenta, de apariencia rocosa y vitalista, que es también emblema de ese mundo que desaparece literalmente ante sus ojos: una modernidad que arrambla los veleros en beneficio de los vapores, más rápidos, más rentables…

Todo el empeño de Whalley, viudo desde hace dos décadas, es dejar a su hija, que vive en Australia, en la mejor situación posible. Esto lo conduce a un callejón sin salida, a vender su barco, y ya casi arruinado (con 500 libras como todo patrimonio) enrolarse, a la desesperada, en otra embarcación para surcar las costas de Manila, en asociación con Massy un maquinista a quien un golpe de fortuna convertirá en armador. El tercero en discordia es Sterne que no ve la manera de apartar a Whalley para ocupar así su posición en el barco.

Más allá de las detalladas y siempre amenas descripciones paisajísticas con las que tan bien le coge el pulso Conrad a las Indias Orientales, hay aquí una labor de introspección cifrada en las zozobras de Whalley, en los tejemanejes de Sterne y Massy, en la amistad con Van Wyk, como si estuvieran todos ellos echando un mus sin enseñar las cartas y yendo de farol, dado que todos tienen cosas que ocultar y callar, si bien solo uno de ellos estará dispuesto a inmolarse llegado al caso, aunque como se verá, los apegos y filias familiares pecan de asimetría, aunque es cierto que una vez muerto, todo está bien, sin llegar por tanto el ultimado a coscarse ni lamentarse de tanto afán y tanto sacrificio ¿en vano?.

Editorial Funambulista. 2019. 288 páginas. Traducción y postfacio de Isabel Lacruz Bassols

Joseph Conrad en Devaneos

El espejo del mar
El copartícipe secreto
Amy Foster
El corazón de las tinieblas
El primer lector de Conrad (Enrique Vila-Matas)
Lord Jim
Un padre extranjero (Eduardo Berti)

Lecturas periféricas ¿Por qué Conrad? (Roberto Breña)

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El espejo del mar (Joseph Conrad)

Aviso a navegantes. No es este un libro sólo para los amantes del mar. Es apto y muy recomendable para todo aquel que quiera gozar de la buena literatura. A Conrad se le vincula al mar, como si Conrad solo hubiera escrito novelas marinas. Craso error. Sin embargo, El espejo del mar (publicado por Ediciones Hiperión en 1981; hay libros que cuando uno recupera del depósito tiene la impresión de tener entre sus manos un derrelicto, uno de esos libros a la deriva que flotan en el limbo del olvido), ya desde el título sí que recoge todas las reflexiones que Conrad atesoró durante las dos décadas que ofició en la mar. La traducción, obra de Javier Marías es espléndida. El prólogo a cargo de Juan Benet incita a leer a Conrad y a Marías. Ante semejante triplete de jotas uno solo puede dejarse llevar. En este libro uno encontrará la opinión que Conrad tenía ya fuera sobre las dársenas del puerto de Londres, la importancia del ancla, las recaladas y partidas, las distintas clases de viento que recorren el globo terráqueo, o cómo el vapor reemplazó la forma de navegar que él conoció: a vela. Sus palabras obran como su particular homenaje a un mundo ya extinto. Muchas de las personas que Conrad conoció en sus travesías, que compartieron oficio con él o no, veremos que pasan a poblar sus relatos o novelas (el último capítulo que cierra el libro, titulado El Tremolino, de corte autobiográfico y muy divertido), en las que Conrad desplegó todo aquello que había experimentado en la escuela -o universidad- del mar, sus recuerdos e impresiones sobre el misterio y el ministerio marino. Un amor el que aflora aquí, no hacia el mar, sino hacia los barcos, en los cuales se cifran las esperanzas humanas. Barcos a los que Conrad dota de cualidades humanas.

Poco tiene el mar de sentimental, más allá de las ensoñaciones rosicleras de los poetas. El mar se alitera fácilmente en el mal y Conrad lo sabe y así nos lo hace leer en estos dos párrafos magistrales.

Pese a todo lo que se ha dicho sobre el mar que ciertas naturalezas (en tierra) han manifestado sentir por él, pese a todas las celebraciones de que ha sido objeto en prosa y en verso, el mar nunca ha sido amigo del hombre. A lo sumo ha sido el cómplice de las inquietudes humanas, desempeñando el papel de peligroso instigador de ambiciones mundiales. Incapaz de ser fiel a ninguna raza al estilo de la amable tierra, inasequible a la huella del valor y del esfuerzo y de la negación, no reconociendo la irrevocabilidad de dominio alguno, el mar jamás ha abrazado la causa de sus señores como esos suelos que mecen las cunas y erigen las lápidas funerarias de las naciones victoriosas de la humanidad que han arraigado en ellos.

Veía el verdadero mar, el mar que juega con los hombres hasta descorazonarlos y desgasta resistentes barcos hasta matarlos. Nada puede conmover la meditabunda amargura de su alma. Abierto a todos y a nadie fiel, ejerce su fascinación para perdición de los mejores. Amarlo no es buena cosa. No conoce vínculo de palabra dada, ni fidelidad a la desgracia, a la vieja camaradería, a la prolongada devoción. La oferta de su eterna promesa es espléndida; pero el solo secreto de su posesión es la fuerza, la fuerza: la celosa, insomne fuerza del hombre que guarda bajo su techo un tesoro codiciado.

Era esta una de esas lecturas que quería llevar a buen puerto hacía ya tiempo. Una vez cumplido el objetivo me he quedado muy a gusto, con lo que he leído (o escuchado, para decirlo con Józef Teodor Konrad Korzeniowski). Constato que mi idilio con Conrad (tras haber leído muy recientemente El copartícipe secreto y Amy Foster) sigue viento en popa a toda vela.

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Amy Foster (Joseph Conrad)

Me gusta Joseph Conrad cada vez más, porque sin ponerse tan tremendista como Dostoievski creo que afronta muy bien esos temas que a todos nos angustian.

El náufrago que protagoniza esta breve novela (menos de cuarenta páginas en la edición de Sexto Piso, que recoge toda la narrativa breve de Conrad) bien pudiera dar el relevo a El copartícipe secreto, pues aquella acababa con el polizón saltando por la borda, labrándose (o nadándose) su propio destino. Un destino que en la novela que nos ocupa al náufrago le acarrea un buen número de sinsabores, desde desconocerlo todo sobre el mar y su singladura, hasta acabar pinado en un sitio que desconoce, con una lengua que no habla y ante unas gentes cuya imagen de pordiosero (más que la de náufrago vomitado por el mar) fomentan el lanzamiento de piedras hacia su figura, que las imanta.

Muy interesante me parece cómo despliega Conrad la figura del otro, del extranjero (y la acogida o rechazo que recibe del lugareño) y la manera que tenemos de relacionarnos con nuestros miedos, lo desconocido, lo extraño.

Hablaba el otro día una directora de cine de que en el género de terror había pocas mujeres directoras y que lo que asustaba a los hombres no era lo mismo que a las mujeres. Obvio. Ellas no lo llevarían tanto al terreno de los fantasmas, lo sobrenatural y todo eso, sino algo como qué le ronda por la cabeza a una mujer que a las tres de la madrugada va hacia su casa y empieza a oír pasos y cree que alguien la persigue. O el miedo que atenaza a una madre cuando siente que va a perder a su hijo, como en el cortometraje Madre. Ese miedo, incluso ese pavor, es algo que he experimentado poniéndome en la piel de Amy Foster. Sin saber muy bien cómo, ese extraño, que por otra parte es su marido, se convierte en algo terrorífico, que la asusta de tal manera que se ve obligada a huir. Donde antes (de una manera natural) hubo auxilio y piedad ahora hay (quizás también de una manera tan natural como el querer protegerse ella y a su hijo) abandono e impiedad y soledad y desesperación (la de él). Vamos, el horror.

Joseph Conrad en Devaneos

El copartícipe secreto
El corazón de las tinieblas
El primer lector de Conrad (Enrique Vila-Matas)
Lord Jim
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