Juan Gracia Armendáriz
Editorial Demipage
2015
400 páginas
Miguel es alcohólico. Vive en una pecera etílica, el alcohol es la cota de malla, que le protege de la intemperie, de la realidad, la bebida es el velo que emborrona el presente, hace imposible el futuro y deja el pasado convertido en algo fangoso. Miguel ha escapado siempre de los compromisos que devienen en matrimonios, en parejas formales, en hijos, en tardes frente al televisor. Hasta que se topa con Ana. Los dos juntos, amarran entonces sus soledades, sus tragedias personales, sus borracheras, sus heridas abiertas y brindan por el futuro, por la esperanza, por los puentes que ella está decidida a crear para los dos, con un perro, a falta de un hijo, como testigo, pero Miguel sigue bebiendo, porque ve vida en la bebida, y de ahí no sale, se enroca con la botella en alto, mientras Ana va perdiendo la paciencia hasta que acabe dejando ambas adicciones, el alcohol y a Miguel. Y Armendáriz, el autor de esta novela, se despacha a gusto durante cuatrocientas páginas, con las andanzas de Miguel, profesor universitario de literatura, acogido a una baja por enfermedad, depresión mediante, sublimada como un limbo laboral durante el cual colmar su pasión etílica. El sentido del humor, el patetismo de Miguel, sus pensamientos, o delirios, arrojan páginas apabullantes, inflamadas, exacerbadas, delirantes, explicitando un desencanto que resulta encantador, subyugante, sin componendas, sin censuras, todo dicho a las bravas, con una prosa que muerda, araña, patalea y embiste, ya sea con el moro euskaldun, con el comando contra la literatura y la diatribas sobre todo lo que esta, la literatura, supone y acarrea, con una Vargas Llosa como víctima de la saga Saw, con dedos, pero sin dientes, acerca de las mujeres que leen a Bukowski pero follan como robots, para quienes el sexo es un trueque de calambres, mientras Miguel sigue en caída libre y donde Ana ve en él un casteller con el que salvarse y salir de ese bucle de alcohol, vómito y degradación, toda vez que sienta o llegue a creer que la pérdida de la dignidad es un camino de no retorno. Es Miguel un espejo deformado, pero un espejo en definitiva, que refleja nítidamente la realidad en la que nos movemos, la hipocresía rampante, la mediocridad en todos los ámbitos, donde el presente es algo tan contingente y precario que vivir o morir a veces es cuestión de horas, de minutos.