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No cantaremos en tierra de extraños

No cantaremos en tierra de extraños (Ernesto Pérez Zúñiga)

Ernesto Pérez Zúñiga
Galaxia Gutenberg
2016
298 páginas

Podríamos entender la última y magnífica novela de Ernesto Pérez Zúñiga, No cantaremos en tierra de extraños, en clave Homérica. Donde un héroe, no griego sino ibérico, tras librar una guerra, la civil española, y perderla, cruza los pirineos vencido y acaba, primero en un campo de concentración y más tarde en un sótano, bajo el yugo de un vejestorio que lo mantiene cautivo durante un tiempo. Así, nuestro héroe, que atiende al nombre de Manuel o Quemamonjas (en su pasado fue anarquista), no cruzará los mares en barco durante diez años, rumbo a Ítaca -que aquí son Las Quemadas, en el sur de España- sino que lo hace a pata. Abandona Francia y junto a Montenegro, sargento jefe, ex soldado republicano, perteneciente al grupo de los Nueve, a quienes De Gaulle dejó tirados -no cumplimendo éste su promesa de dirigir sus fuerzas hacia España sustrayéndola así del fascismo- al que conoce en un hospital en Toulouse, emprenden su éxodo a dos hacia España, no digo hacia su país, porque para ellos ahora España es también una tierra de extraños. Y el retorno que acometen es una Odisea.

Estamos en 1945, en los estertores de la Segunda guerra mundial. Manuel dejó su pueblo a la carrera, y allí a una mujer embarazada, Ángeles, su Penélope, que no sabe si sigue viva y un hijo en proyecto que tampoco sabe si llegó a ser tal. Su afán, su objetivo, su razón de vivir en definitiva pasa por ir al encuentro de lo que hasta el momento solo son sombras, fantasmas, fantasías, que pueblan sus sueños y lo trastornan. En ese afán es determinante Montenegro o Monteperro, pues para éste, ya sin ejército, sin gloria y sin país, venido a menos, secundar a Manuel se convierte en un objetivo noble que alimentará su porvenir y fortalecerá su quehacer. Y ambos, como dos almas en pena, malnutridos, mal vestidos y con las fuerzas justas se ponen en marcha, y cruzan los pirineos por Navarra, bajan a Soria, cruzan la Mancha, llegan al Sur y el país que vemos a través de sus ojos es el de un país miserable, también en lo moral, algo parecido al lejano oeste de las películas (otra de las claves de la novela), donde todo se sigue resolviendo a tiros, donde la violencia y el odio son el pan suyo de cada día, donde los vencedores lo son en un país apagado y los perdedores son fantasmas que deambulan sin sombra.

La narración cambia a menudo de narrador, enriqueciéndola, a lo que hay que sumar los flujos de conciencia de personajes contradictorios y sustanciosos como Manuel y Montenegro y de cuantos personajes van surgiendo, e incluso la voz de los huesos del padre de Montenegro que pasan a ser un personaje de peso más de la novela, la cual me resulta a ratos lorquiana cuando aparecen en escena Leonor la Loca, el resto de las mujeres, el Amo, el Torero, el Cura y cuyo final te desarma de tal modo que solo puedes decir entre lágrimas eso de: siempre nos quedará Toulouse.

La novela, merced al ingenio y al talento de Ernesto es muchas más cosas de lo que aquí se enuncia, porque el texto es muy capaz de sugerir (la prosa que se gasta EPZ raya a gran nivel), de evocar, de inducirnos a la reflexión (sobre la libertad, los ideales, la violencia, la sinrazón, ¡y sobre tantas otras cosas¡), de divertirnos en grado sumo, pues la narración es una aventura épica, suma de muchas peripecias, un cúmulo de afanes y de mal fario, de penurias y de desamparo, de intemperie y también de lágrimas calientes capaces de vivificar cualquier corazón, donde el amor, el desamor, la ternura, la esperanza, la tragedia, el rencor, la envidia y el odio, se unen y se solapan, se confunden y se aniquilan, en un teatrillo sentimental, en un carnaval de máscaras, que nos lleva a pensar en un Demiurgo, titiritero tal que se entretiene con sus marionetas -nosotros los humanos- haciéndonos pasar las de Caín.

En la portada del libro vemos a un hombre corriendo, jugándose la vida, cruzando un puente con un bebé en brazos mientras silban las balas, que no vemos. La literatura no salva vidas. La literatura no hace un mundo mejor. Pero novelas como la presente, sí que creo que hacen mejor el mundo de la literatura, y quizás -digo quizás- sí que hagan también un mundo mejor, si el pasado y la memoria de ese pasado nos permitiesen aprender de nuestros horrores y ser a su vez menos mostrencos y cazurros.

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La hora del diablo (Fernando Pessoa)

Fernando Pessoa
Acantilado
Traducción de Roser Vilagrassa
2003
79 páginas

Desconocía esta vis cómica o humorística, de Fernando Pessoa (1888-1935) que no había encontrado ni en su poesía ni en su Libro del desasosiego.

Sea como fuere esta novela me ha encantado.

El título, La hora del diablo, editado por Acantilado con traducción de Roser Vilagrassa, ya da la pista. El protagonista es el diablo, no un diablo al uso, no un ente diabólico asociado a lo satánico, sino algo más terrenal, más humano valga la contradicción, dado que el diablo se nos presenta como la encarnación de la nada, un ente angelical, que está más asociado a aquello que le hace al humano fantasear, soñar. Ahí donde se sueña está el diablo, ahí donde surge la duda está el diablo, así se explicita la tentación diabólica. Un diablo que conoce a una mujer embarazada en una fiesta de disfraces, la cual quiere que sea la transmisora de su estirpe.

Este es el diablo de Pessoa, el cual se quejará de que los escritores, primero Milton y luego Goethe no le han hecho justicia en sus escritos. Un diablo que se ve a sí mismo como la otra cara de Dios; uno es el sol, el otro la luna, es más un complemento que un contrario. Un diablo que está cansado del rol que le han asignado y que envidia de los humanos su fugacidad, el calor humano al lar del hogar donde las familias rumian su presente, a su paso por la tierra. Todo lo cual vale más que la metafísica de los misterios a la que los dioses y los ángeles están condenados por esencia, se lamenta el diablo.

Felices los que duermen en su vida animal, que es un sistema peculiar de alma, velado con poesía e ilustrado con palabras.

La narración es poética y filosófica, y a pesar de su brevedad, apenas cuarenta páginas, es un texto jugoso, fértil (en todo lo tocante a lo que entendemos por religión y la idea que tenemos de Dios), abierto a muchas lecturas e interpretaciones, y un final, que se completa con otro posible final. Vale la pena leer también el apéndice Historia y alcance de «La hora del diablo» de Teresa Rita Lopes donde se abunda en la interpretación de la novela y la enriquece con otros textos de Pessoa en los que éste aborda temas parejos.

Pío Baroja

Las inquietudes de Shanti Andía (Pío Baroja)

Pío Baroja (1872-1956) publica Las inquietudes de Shanti Andía en 1911, antes de cumplir los cuarenta años. Fue el primer libro de los muchos que dedicaría al mar: El laberinto de las sirenas, Los pilotos de altura, La estrella del capitán Chimista, etc.

Baroja se inspira en las novelas de Edgar Allan Poe y Stevenson, entre otras, para pergeñar este apasionante relato náutico, donde no faltan como en toda novela de aventuras marítimas que se precie los amotinamientos, los abordajes, los naufragios, el cautiverio, la fuga de los presos, singladuras por todos los mares y océanos (recorriendo las islas del Pacífico, luchando con los huracanes del Atlántico, con los tifones del mar de la China, con los bancos de hielo del cabo de Buena Esperanza…) los tesoros escondidos que luego afloraran, etc.

El protagonista es Shanti, quien ya en su vejez, asentado en un pueblo de la costa guipuzcoana rememora lo que ha sido su existencia; los años escolares que recuerda con amargura, una vida plagada de aventuras, primero en su mocedad, como la aventura de la gruta del Izarra, y luego ya de adulto como marino pródiga en viajes, amores y desamores, cuyas andanzas se complementan -y son el sustrato de la novela- con las de su tío Juan de Aguirre, al que su familia dará por muerto y oficia su funeral, embarcado éste en un barco negrero, y a quien le suceden toda suerte de aventuras, que nos referirá en el manuscrito que antecede al epílogo final.

No faltan las referencias a las tensiones políticas que se vivían en España entre carlistas y liberales, es curioso leer el contraste entre los parajes norteños de los pueblos costeros guipuzcoanos y lo que acontece en Cádiz, esa ciudad luminosa, de plazas alegres y calles rectas, de iglesias blancas como huesos calcinados, caldeada por el sol, donde el joven Shanti conocerá las bondades del buen tiempo, la miel de amor, la hiel del desamor.

Baroja mezcla lo poético y melancólico en la descripción de los paisajes exteriores e introspectivos, con lo explícito que sucede en el mar, donde se refiere al detalle, por ejemplo, todo aquello que tiene que ver con los barcos negreros, donde a los hombres, mujeres, viejos y niños negros que iban a ser vendidos como esclavos se les conocía como «madera de ébano y fardos» y que las más de las veces no eran otra cosa que pasto de los tiburones.

La narración es un divertimento continuo y la edición que he leído, de Cátedra, nos permite ver como Baroja va construyendo su narración, haciendo ficción, sobre lo que otros muchos han escrito antes; una narración fruto de una laboriosa labor de documentación, en constantes acotaciones de lecturas ajenas, donde el mérito estriba en que aquello que leemos tenga vida propia. La tiene. Creo que Shanti y Juan de Aguirre, son dos personajes perdurables, de una novela que me anima a leer más novelas de Baroja.

Ramón J. Sender

Réquiem por un campesino español (Ramón J. Sender)

Ramón J. Sender
1950
Destino
103 páginas

Réquiem por un campesino español de Ramón J. Sender (1901-1982) junto a Los girasoles ciegos, La noche feroz y A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España, son los mejores libros que he leído sobre la guerra civil española.

La novela es una obra maestra de concisión y profundidad; apenas cien páginas son suficientes para enterarnos del fatal final de Paco el del Molino, a quien el cura Mosés Millán bautiza, da la comunión, confirma, casa y finalmente da la extremaunción (a resultas de su buena fe y del poco conocimiento de la maldad humana por parte del cura), cuando el ingenuo Paco que soñaba con un mundo mejor y más justo y anidaba en su interior sentimientos de piedad y compasión que le impedían cruzarse de hombros ante la miseria rampante, constata que aquellos que habían tenido siempre el poder no lo iban a soltar de la noche a la mañana, tal que después de las elecciones y la sustracción de unos terrenos al duque, a mediados de julio de 1936, las aguas (o ríos de sangre) volverán a su cauce, y cómo los paseíllos, las ejecuciones en las tapias de los cementerios y los cuerpos luego arrojados como perros en las cunetas, pondrán las cosas de nuevo en su sitio.

El desenlace se nos va enterando mediante un romance que tiene por protagonista a Paco, el ejecutado. Un final que no acaba con la muerte de Paco, sino con el recochineo y ensañamiento postmortem de oficiar una misa en su nombre, por parte de aquellos que lo mataron o colaboraron: Valeriano, Gumersindo y Cástulo.