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Thomas Bernhard

Un niño (Thomas Bernhard)

Thomas Bernhard
Anagrama
1996
160 páginas
Traducción: Miguel Sáenz

Un niño es el último título de la pentalogía y describe parte de la infancia de Bernhard, cuando este es un niño de corta edad. Lo asombroso es que Bernhard recuerde con tal grado de minuciosidad cosas que le pasaron hace más de cuarenta años, y no sólo sea la narración la descripción de momentos históricos o de espacios físicos, sino que sea capaz de recordar cuales eran sus pensamientos y sus sentimientos hacia su abuelo, hacia su padre, hacia sus hermanos o hacia su tutor.

El relato es igual de trágico que los anteriores. Dice Bernhard que al escribir no hay que guardarse nada y así hay que entender la manera en la que Bernhard recuerda, o recrea momentos muy desagradables de su existencia como su fase de meón, que le supuso ser objeto de burla y escarnio. Momentos trágicos que se alternan con otros épicos, como la locura de coger una bicicleta e ir desde su pueblo hasta Salzburgo que le acarreará una paliza a manos del vergajo de buey de su madre, la cual vuelca el odio que siente hacia su marido -que la abandonó- en el hijo de ambos.
Bernhard entiende que su madre lo maltrate, pero a su vez, no entiende que necesite tenerlo lejos de ella. Esas contradicciones en las que abunda la novela son lo mejor de libro, pues muestran a las claras la naturaleza humana, esa madeja de sentimientos, afectos, sueños, frustraciones que se van cociendo a fuego lento en nuestro cerebro, mientras la vida pasa y nos aniquila.

Bernhard no ceja en su empeño en hacernos saber lo importante que ha sido su abuelo para él, y aquí tiene un peso importante, pues cuando Bernhard sufre, cuando le hacen daño, no sueña con vaciar sus lágrimas en el faldero de su madre, sino en el hombro de su abuelo, un escritor y filósofo, solitario, asocial, que vivía de su trabajo de escritor, lo que significaba que tenía que vivir a expensas de su mujer y de su hija, porque de lo suyo, de su oficio de escritor, no se podía vivir.

Es curioso que este libro que describe los hechos ocurridos cuando Bernhard es un niño, mientras el resto abordan su adolescencia y principios de su vida adulta, lo escribiera Bernhard el último.

No sé si me pasará como a Bernhard cuando leyó Los Demonios, que se encontró ante un abismo, sin ganas de querer leer más, consciente de que lo que leyera sería una decepción mayúscula.
Lo claro es que estos cinco libros, no te aniquilan, pero te remueven y vapulean con su crudeza, con su verdad y dejan una huella, indeleble, quiero pensar, gracias a un testimonio de la década de los años 30, 40 y 50 de gran valor.

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El frío (Thomas Bernhard)

Thomas Bernhard
Anagrama
Traducción: Miguel Sáenz
1996
144 páginas

En El aliento, donde acababa el anterior libro, Thomas Bernhard estaba en contacto con la muerte en su estado más crudo y después de curarse de su pleuresía, a sus 18 años deja un sanatorio para entrar en otro, en Grafenhof, aquejado de una sombra en el pulmón, lo cual le acarrea pasar algo más de un año entre enfermos, rodeado de nuevo de podredumbre, decrepitud y muerte.

Si al comienzo se deja ir, al final vence la inercia y decide vivir, pues cree que estar vivo después de la guerra es una suerte, a pesar de que su situación personal no es nada favorable dado que su madre se muere de cáncer y él se enterará de ello leyendo el periódico.

Así, sin su abuelo, y con su madre muerta, sin las dos personas por tanto que más ha querido, por ese orden, a su lado, ya sabe lo que es estar sólo; un desamparo que Bernhard no obstante ve como algo positivo, como un horizonte despejado, que no es tal, pues aunque fantasea con poder cantar, verá que no le es posible y si dejar Grafenhof, dándose él el alta, le proporcionará alguna alegría, esta incipiente ilusión se verá ahogada prontamente, toda vez que vuelva a Salzburgo, se vea mendigando un trabajo, ocultando su precaria salud, y detestando Salzburgo, sus gentes y esos oficios que sin sentido, sin finalidad, deparan a los empleados lo justo para sobrevivir.
Bernhard acaba la novela salvando su vida de chiripa, tras sufrir una embolia tras desatender los controles periódicos a los que está obligado someterse.

En su condición de paciente Bernhard dispone de mucho tiempo para leer y refiere que después de leer Los Demonios pasó una buena temporada sin leer nada, porque sabía que lo que vendría después iba a ser una gran decepción, y que le haría encontrarse ante un abismo. Que nunca había leído un libro de aquella insaciabilidad y radicalidad, que se encontraba ante una obra literaria salvaje y grande, que pocas novelas han tenido sobre él un efecto tan monstruoso.

Devaneos.com

El aliento (Thomas Bernhard)

Afirma Thomas Bernhard en esta novela que sin sus lecturas (Shakespeare, Cervantes, Sterne, Pascal, Montaigne, Hamsun, Schopenhauer…) se hubiera destruido. Acierta. En mi caso, de no ser por la lectura, estaría, no destruido, pero viendo El hormiguero, por ejemplo o incluso haciendo cosas aún peores.

El aliento sucede a El origen y a El sótano, dentro de su pentalogía autobiográfica.

Bernhard tiene 18 años y aquejado de pleuresía se encuentra ingresado en un hospital, ubicado en la habitación de morir, donde están confinados todos aquellos que ya sin esperanza alguna son dejados allí hasta su muerte. Bernhard es el único que saldrá vivo de allí, en un ambiente pródigo en olores, secreciones, sudores, alimentado de dolor y sufrimientos ajenos que acontecen en las postrimerías de la muerte, precedida de la enfermedad.
De ese infierno, ante ese aliento, halitosis más bien, de la muerte a diario, Bernhard aprende una lección, necesaria según él, pues le permite experimentar situaciones que de otra modo le sería imposible llegar a sentir.

Aparece de nuevo su abuelo, aquel que ha sido su mentor, su maestro, durante sus 18 años, su abuelo, un tipo poco familiar, para quien su hogar han sido siempre sus pensamientos, quien muere sin cumplir los setenta, mientras Bernhard sigue hospitalizado. Una muerte que es una liberación, al verse ahora Bernhard sólo frente al mundo, lo cual le impele a actuar, a luchar, a tomar sus propias decisiones.
Después de la muerte del abuelo Bernhard recobra, o inicia, mejor dicho, una relación con su madre que nunca había existido. Descubre el amor materno, la ternura, el placer de la charla, de compartir recuerdos, pero la muerte siempre acecha y a Bernhard le dura poco la alegría.
A su madre le diagnostican un cáncer terminal y a él, tras salir del hospital y pasar una temporada en un sanatorio de un pueblecito entre montañas (ocupando su tiempo en amenas y sustanciosas conversaciones con su compañero de habitación, sus lecturas de libros y de periódicos, con los que mantendrá ya desde entonces una relación de dependencia y repulsión, heredada de su abuelo), sale de allí recuperado de su pleuresía, pero con un problema en un pulmón, que le abocará otra vez poco después a recorrer una senda de hospitales y médicos.

Se olvida Bernhard de los placeres que le deparaba su trabajo de vendedor en el Sótano, sabe también que el mundo de la música y del canto es ya un mundo extinto.
Más decepciones para Bernhard.

Al igual que en los dos libros anteriores Bernhard tira del baúl de los recuerdos, sin escatimar nada; pensamientos e ideas que pueden generar hostilidad, como lo que dice de los médicos, pero Bernhard quiere -ese es su empeño- ser fiel a lo que le sucedió y aproximarse a su pasado, con estos apuntes, estas notas, jirones que buscan la verdad de sus pensamientos, sin tamizarlos por la ficción, sin edulcorarlos por la melancolía. Y de nuevo el estilo Bernhard resulta agudo y filoso.

Thomas Bernhard

El malogrado (Thomas Bernhard)

Thomas Bernhard
Alfaguara
1998
168 páginas
Traducción: Miguel Sáenz

De la misma manera que hay autores que tratan de ganarse al lector, otros como Thomas Bernhard (1931-1989) parece que hacen lo imposible por crear un muro de palabras que hagan imposible la empatía con los personajes que aparecen en sus novelas.

«Tu nacimiento fue un error repáralo», se decía en la novela de Juan Goytisolo Señas de identidad. En esa reparación se mueven los personajes de la novela: Glenn, Wertheimer y el narrador. La reparación pasa por el suicidio del primero (un suicidio que también lleva a cabo otro de los personajes de Bernhard: Roithamer en Correción). Un suicida que siempre se verá amenazado por sí mismo. De los tres amigos, los tres virtuosos pianistas. que se conocieron y hermanaron en su años de juventud bajo las clases magistrales de Horowitz, Glenn alcanzaría fama mundial y Wertheimer y el narrador quedarían orillados de la Gloria ajena, convertida en un tolva capaz de moler los sueños, esperanzas e ilusiones de cualquier artista, en esa pugna siempre cruenta entre el (presunto) talento y la Gloria.

Glenn muere de forma natural. Y Wertheimer a los 51 años, hastiado e infeliz se suicida.

«sobrepasado los cincuenta, nos parecemos viles y faltos de carácter, pensé».

El suicidio de Wertheimer, por ahorcamiento, acontece cerca de donde vive su hermana, a fin de destrozarle la vida un poquito más. El narrador, enterado de la muerte de su amigo se acercará hasta el lugar de los hechos y llevará a cabo una reconstrucción de la vida de Wertheimer y también de la suya y ahí veremos como ya desde el primer día Glenn calaría a Wertheimer a quien apodó El malogrado. Lo cual acabó siendo. Palabras mortales, dice Bernhard.

Bernhard (cuya vida fue un rosario de médicos y hospitales) fustiga al lector y emplea para ello un lenguaje duro, donde una y otra vez habla de aniquilación, de odio, de repulsión, de envilecimiento, de destrucción. La ciudad de Salzburgo, al igual que en El origen, se nos presenta como una belleza podrida, Viena también lo es; el hediondo Catolicismo y el Socialismo son dos plagas, los restaurantes austriacos son asquerosos y están mal ventilados, los hoteles están sucios y la gente del pueblo está atontada, el campo es aborrecible para alguien que viene de una ciudad y vivir es un sufrimiento diario para Wertheimer porque nadie le preguntó si quería estar aquí.

«Los padres saben muy bien que prolongan en sus hijos la infelicidad que son ellos mismos, actúan con crueldad al hacer niños y arrojarlos a la máquina de la existencia»

El trío tiene un denominador común: su afán por desaparecer, por ocultarse y permanecer recluidos. Glenn lo consigue en Canadá. Wertheimer solo descansará cuando se quite la vida y el narrador, dejará Austria para encontrar cobijo en Madrid, en donde entre sus paseos por El Retiro y sus visitas al Lhardy parece ser que lleva una vida placentera. Tras la muerte de Wertheimer, el narrador trata de dar con los papeles del difunto, esos papeles, que perpetró durante décadas y cuyo autoFahrenheit 451 parece ser la chispa previa a su postrera combustión y apagón final.

Bernhard especula sobre las posibilidades causa efecto, sobre aquello que hubiera pasado si hubiéramos hecho esto o aquello, tal que quizás Wertheimer no se hubiera suicidado si su hermana (de cuya férula ésta logra escapar, esposándose con un suizo) no lo hubiera abandonado, o si Glenn no hubiera sido tan buen pianista, haciéndolo a él de menos, o si… En fin de cuentas todo son especulaciones, papel mojado, porque si nacer ya fue un error, que la muerte sea un malentendido o no, nada importa.