Un crimen japonés cifra bien la ambición de Daniel Guebel, a lo largo y ancho de más de quinientas páginas, en las que el autor nos llevará al Japón medieval, y lo que comienza como una novela, con un hilo tan sugerente como es que el hijo del muerto quiera saber la identidad del asesino del progenitor (aviso: despeje el lector su mente de previsibles novelas negras o históricas, porque Guebel gusta de mezclar géneros), derive luego hacia el ensayo, merced al afán totalizador de Guebel, que quiere describir al detalle aquel mundo antiguo japonés, acarreando consigo un buen número de palabras japonesas que en mi caso voy olvidando a medida que leo, pero que a pesar de todo logran mantener viva la curiosidad, pues en aquel pasado tan remoto hay instilaciones del futuro, como sucede con la presencia de autómatas, tan bien elaborados que cuesta diferenciarlos de los seres reales y así Yutaka Tanaka, el hijo huérfano de padre, en busca de su venganza reclamará información al poderoso Ashikaga Takauji (fundador y primer shōgun del shogunato Ashikaga, entre 1338 y 1358), enamorándose de paso de la mujer de este: la Dama Ashikaga. Y así habrá sexo, y violencia y mucho humor y una venganza que parece ser el motor de la historia, pero que no sirve para rematarla, pues parece que será la propia naturaleza la que pondrá punto y final a Ashikaga, y dejará inconcluso el final de Yataka, ya que opera aquí, más la prosa juguetona y chispeante del autor y su desbordante imaginación en los diálogos, y en la construcción de las historias, en esta suerte de alocado teatrillo, tan, tan godible, que en la resolución de las mismas.
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Boulder (Eva Baltasar)
Eva Baltasar en Boulder (traducido del catalán al castellano por Nicole d’Amonville Alegría) sigue la senda emprendida en Permafrost. Tríptico que concluirá con Mamut.
Sus novelas tienen ritmo, una dinámica subyugante. Si el primer capítulo le abre a la narradora un porvenir sin orillas a bordo de un mercante en el que trabaja de cocinera, por la costa chilena, toda esa libertad se irá al traste a consecuencia del amor que nacerá hacia otra mujer. Ese amor que eleva, vivifica, alentado por el sexo balsámico, por lenguas que como la roomba no dejan un rincón de la piel sin desempolvar. Si bien, a una luna de miel inexistente le sucede su reverso, la hiel: el compromiso. No ya el dejar la litera del barco que atraca cada día en un muelle y pasar a ocupar una confortable cama en un casita en Reikiavik; no tener siempre a la amada a tu entera y luego intermitente disposición, sino algo mucho más grave. Con la MATERNIDAD hemos topado. Pero la maternidad sobre la que Eva escribe y reflexiona no es la de la madre que entra en trance o en éxtasis como una virgen adorando al Señor al contemplar a su correspondiente criatura, no, la maternidad que la narradora experimenta a su pesar y en su amada (amada que atiende al nombre de Samsa. Algo que no es casual pues llevará ésta a cabo también su particular transformación) es aquella que la aleja de su compañera y amiga, que la exilia a otra parte de la casa, la deja al margen, mudándola en mera comparsa, y entonces todo aquel castillo de naipes se viene abajo a través de la fecundación, pues parece que fueran amores incompatibles los filiales y parejiles. Del amor en obras al amor en zozobras. Queda la escuálida esperanza de avivar las brasas del amor con un sexo al que hacer un hueco en la agenda, devenido entonces en exigencia, imposición, nada que ver ya con el fogonazo, la espontaneidad, la urgencia de los albores con aquellos corazones encabritados y al galope sobre el colchón. Consuelo magro ofrece la infidelidad o la bruma insensata de los vapores etílicos, qué hacer con los restos de una relación en la que no hay nada ya que rebañar. ¿Nada?. Bueno, algo queda.
Lo interesante en las novelas de Eva Baltasar es su punto de vista, lo que siente y describe con mucho humor, sagacidad y salacidad su narradora, sus vivencias singulares pero extensibles al resto de los lectores (recobro a Proust: En realidad, cada uno de los lectores es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. La obra del escritor es un simple instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir lo que sin ese libro tal vez no habría visto en sí mismo. El reconocimiento en sí mismo, por el lector, de lo que dice el libro es la prueba de la verdad de este y viceversa, al menos en cierta medida, pues en muchos casos la diferencia entre los dos textos puede atribuirse al lector y no al autor.), pues uno lee y ve un sinfín de anzuelos que salen disparados en todas las direcciones y seguro que alguno, o varios, te alcanzan, y sientes ahí una punzada, el recuerdo de una herida, el surco de la cicatriz, lo que iba a ser y es, o lo que iba a ser y no fue, o lo que es y nunca creías que sería. La conciencia de que cada instante de nuestra vida es una encrucijada. La vida como un suceso posible.
Diario de la hepatitis (César Aira)
La publicación de Diez novelas de César Aira es para mí una gran noticia. Las selecciona y prologa Juan Pablo Villalobos, quien cuenta que leyendo un día a Aira estrelló o estampó una de sus novelas contra la pared. Comprensible. Aira desquicia, descoloca. ¿Por qué?. Quizás porque dinamita en cada libro cualquier convención literaria. Quizás porque son este tipo de textos que se derraman, impetuosos, en los que el lector poco puede hacer más allá de exhibir su perplejidad, su asombro y en última instancia congraciarse con el magisterio que obra Aira en esta profesión de escritor. En Diario de la hepatitis, novela ultracorta de apenas 16 páginas publicada en 1992, el que relata es un fulano postrado en una cama, cama que nos puede remitir a Onetti, practicando la sempiterna horizontal. El relator está enfermo, pasa las horas encamado y ahí brota su flujo de conciencia, su mirar se enriquece con las nubes que hollan el cielo, los pájaros que cantan, sale a la calle y aquello es mezcla de realidad y fantasía, de sueño y vigilia, el yacente busca la inacción, el no hacer nada, ni siquiera escribir, así lo dice en la avanzadilla a la novela, que no escribiría por nada del mundo, aunque la estuviera palmando de distintas maneras, pero a renglón seguido lo anterior se contradice para a modo de diario, con entradas correspondientes a distintos días, no consecutivos, ir dando cuenta de su día a día o semana a semana, aquella cuarentena en la que Aira por boca del narrador toca distintos palos, porque cada entrada es un microrrelato y espacio también para la poesía, el aforismo, la reflexión, los juegos matemáticos, los devaneos literarios, aquello que tiene que ver con la posteridad, la gloria, la fama, la nada y la necesidad imperiosa de no querer pasar por todo eso de nuevo. Aira te lleva y te trae te pone del revés te revuelve el cabello dibuja una mueca en tu cara te hace romperte en carcajadas te dice al oído que el lenguaje lo puede todo y la imaginación ya ni te cuento.
Lo de Aira es puro vicio creador. Nueve novelas airanas más por delante. Tanto placer quizás me ultime. No digo más.
La novela se puede leer en este enlace.
La perra (Pilar Quintana)
Poco más de cien páginas le bastan a Pilar Quintana (Cali, 1972) para montar una historia robusta, subyugante, que se lee en dos arreones.
Todo bascula sobre la perra del título y el ansia de la cuarentona Damaris por ser madre, sin éxito, junto a su pareja Rogelio, drama que nos puede traer ecos de los parejos sinsabores de la mujer yerma lorquiana.
A pesar de su brevedad la novela irá mostrando distintos recovecos en la forma de actuar de Damaris, que bien pudieran pillar al lector desprevenido, pues de entrada, que Damaris a falta de hijos supla la carencia y se encariñe y encapriche con una perra cachorrita es algo comprensible. La cosa se enrarece y da un golpe brusco de timón cuando esa relación entre la mujer y la perra (ya adulta e indisciplinada) se afile, corte y rasguñe. Donde anidó el amor bien pudiera anidar ahora el odio, alimentado por la envidia, pues vemos, tirando de refranero, cómo a menudo Dios da pan a quien no tiene dientes.
La historia se ubica en una casa frente al mar -océano- Pacífico, en un acantilado, donde la pareja vive en precario, peleando cada día por su subsistencia: Rogelio faenando, ella limpiando las casas de gente adinerada y ausente de la zona, que las mantiene deshabitadas.
La frondosidad vegetal, la selva acechante encarnando el peligro o la muerte, las constantes lluvias, el calor asfixiante, los zancudos siempre ávidos y siempre jodiendo la piel ajena, los gallinazos caligrafiando la parca mirada celestial, crea todo ello una atmósfera tan sensitiva como pegajosa, donde se adhieren también los recuerdos de Damaris, como el del finado Nicolasito, que lejos de corroerse con el óxido del tiempo están siempre ahí rondando, esperando su ocasión para malmeter, aventando la culpa, impeliendo a Damaris a embocarse en el precipicio de su propio ser.
Literatura Random House. 2019. 108 páginas