Leyendo La Temperatura seguida de Zywiecz del pynchoniano (por su invisibilidad) Miguel Guerrero me venía en mientes, a modo de pórtico, aquello que le soltaba Hermann Hesse a Thomas Mann en una misiva. Atención. El escritor ingenuo «puro», no piensa en absoluto, según creo, en los lectores. El mal autor piensa en ellos, busca cómo gustarles, los adula.
¿Ven ese rayo de sol en la portada? Es luz entre cadenas, la que anhela la literatura que se sueña tal.
Leo en la página 212:
He pasado las horas leyendo, como sabe. Nada más desacertado. La literatura es algo como las hormigas, cuando ves una hormiga en la habitación, y solamente ves una, enseguida imaginas, deduces, que un ingente ejército de hormigas hambrientas ha tomado al asalto los cimientos de tu casa, y las paredes, y ahora han invadido la cocina y vas, abres un mueble y allí están, devorando una ración de pollo. Así es la literatura, hormigas que te persiguen y al final te devoran. Y lo que no es literatura, convendrá conmigo, no es, a estas alturas, interesante.
Estamos ante un autor puro, devorado por la literatura, por lo que esta novela eleva la temperatura del lector pero sin adularlo con la fiebre. El libro es un díptico, la primera novela con el doble de extensión que la siguiente.
La Temperatura nos enfrenta a la muerte de un hombre que en su casa arrostra su final. Hay un Cubo como construcción que me conduce al Cono de Bernhard en Corrección. Una novela estructurada en tres capítulos: cosas, animales y personas; todos ellos sufriendo las inclemencias climatológicas, un terruño masticado por el sol, el calor al alza, una sequía que atenaza al paisanaje impeliendo su marcha, todos se van pero el hombre que cuenta permanece aferrado a su destino cuarteado, mientras recuerda a su bisabuelo y las historias que le contaba de los xánticos, hombres de fuego que poblarán el horizonte socarrado y estéril quizá ya desquiciado del que se sabe en las últimas; más recuerdos de cuando era joven y ocupa el Cubo y se dedicaba al ganado, junto al pastor y las charlas filosóficas mantenidas con este, como oyente, el gas nervioso, la enfermedad, lo inconcluso
Zywiecz, que sigue a la temperatura, ya tiene al lector a la temperatura justa, con la realidad dilatada en las pupilas, presto pues para entrar en el mundo que plantea entonces Miguel, con un punto muy kafkiano: una casa próxima a despeñarse por un acantilado, un viajante que va y viene e incluso será víctima de un rayo, que nos da pie a conocer a un Señor, Un Conde, Un Castillo, un personaje llamado W., un holograma, el Estado, historias que se devoran y regurgitan, agitando las vísceras y entrañas del Mayordomo, para quien surcar una calle con una epístola entre las manos y desplazarse entre dos casas de un pueblo, Zywiecz, puede convertirse en toda una odisea, una lectura sin pasamanos, lectura doble que me deja desconcertado.