El arte de volar es el arte de desaparecer, el de dejar ir la vida cuando esta pesa demasiado. Una vida de noventa años muy cundida. Antonio Altarriba escribe la vida de su padre y Kim (Joaquim Aubert Puigarnau) la ilustra. Una vida situada a comienzos del siglo XX, en 1910, que verá pasar ante sus ojos momentos cumbres de la historia. Pensemos en las dos guerras mundiales y nuestra guerra civil.
Los comienzos a la vida son en un pueblo aragonés, Peñaflor (hoy barrio de Zaragoza), que tiene muy poco que ofrecer a Antonio, que sueña con un mundo más grande, más animado, menos duro e inhóspito que el pueblo que lo estrecha hasta ahogarlo. La huida a la ciudad de Zaragoza tampoco le mostrará su cara más amable, sino trabajos extenuantes y mal pagados. El regreso al pueblo no será el del hijo pródigo y el abrazo, sino el del reproche y el tortazo, bajo aquella férula paternal muy dada a expresar su incuestionable autoridad a través del lenguaje sordo y sangriento de la violencia. Aquellos años en los que mostrar un gesto de cariño era muestra de debilidad.
Luego se cruza la guerra civil y Antonio, como hace el capitán Alegría en uno de los relatos de Los girasoles ciegos, decide cambiar de bando, cesar en el bando de los vencedores (no lo son todavía) y pasar al de los vencidos (no lo son todavía), pues aún quedan tres años de guerra por delante para matarse entre hermanos. La guerra pondrá al lado de Antonio a compañeros valientes y aguerridos, renacidos como él, con los que descubrirá el valor de la camaradería y los ideales de justicia, igualdad y libertad; su fraternidad será sellada con una alianza, un improvisado anillo, la alianza de plomo, los mosqueteros del anarquismo. Verá Antonio cómo en las izquierdas las aguas andan revueltas sin que resulte nada fácil mantener unidas las fuerzas republicanas, anarquistas y comunistas que tratan de luchar codo con codo contra los nacionales. Antonio y sus camaradas son partidarios del Ni Dios, ni Patria, ni amo.
El fin de la guerra supondrá encaminarse hacia el exilio y sufrir las penurias, el frío, el hambre, la muerte ajena en un campo de internamiento francés, junto al mar, en Saint-Cyprien Plage. La vida no obstante lo sostiene y allá, en un pueblo del interior, en una granja, conocerá a una familia francesa, los Boyer, que lo tratará bien y lo querrá; logrará Antonio disfrutar del sexo con Madeleine, de la vida despreocupada. Pero solo será un breve paréntesis, porque hay que seguir huyendo y buscándose la vida, ahora en Marsella, en el mercado negro, acarreando carbón, y poco a poco verá cómo los ideales se van debilitando y el sálvese quien puede será un canto de sirena cuya voz resultará demasiado seductora para muchos.
Regresará Antonio a España y creerá encontrar el buen camino al lado de una mujer que lo quiere y le dará un hijo, pero verá también cómo el peso de la religión es otra losa, cómo el objeto más preciado para su esposa será el crucifijo, cómo el sexo será remplazado por el rezo, cómo aquello no puede durar, pero no hay divorcio todavía en España, y el matrimonio durará, no obstante, demasiado. Y Antonio se irá desmoronando. Antonio habla de suicidio ideológico, porque lo ve y lo sufre cada día: el cambiar de chaqueta para sobrevivir, para medrar, cómo los ideales cada vez valen menos y el desengaño es una mancha negra y grasienta que no deja de impregnarlo.
La puntilla serán los chanchullos de un amigo que supondrá la bancarrota en la fábrica galletera en la que trabaja Antonio y a los sesenta se verá como a los veinte, en la precariedad más absoluta, en el centro del desamparo, con una mujer a la que no quiere y un hijo que ya vuela libre.
El siguiente paso, los últimos quince años, lo conducirá a una residencia de personas mayores, en Lardero, pueblo próximo a Logroño. Hará amistades, pero poco a poco el círculo se irá estrechando y ahí será cuando Antonio, en 2021 vuele finalmente libre, cuando decida suicidarse y logre llevarlo a cabo. Al comienzo del libro leo Mi padre tardó noventa años en caer de la cuarta planta.
Cuando un ser querido muere sentimos la ausencia y pensamos si pudimos hacer más. En el caso de un suicidio ese sentimiento es aún más fuerte. Así lo confiesa el autor al final de la novela, en donde nos habla de la génesis del libro, de la decisión de optar por el cómic (por la novela gráfica), en vez de por una novela, y cómo contó con el compromiso de Kim, el ilustrador.
El resultado del cómic es espléndido. Fue galardonado con el Premio Nacional de Cómic 2010. La novela es una de esas que te las bebes, no puedes dejar de avanzar (son casi doscientas páginas y mucho texto) porque lo que lees y ves es muy interesante, porque es historia viva, porque lo que está ahí plasmado es lo que vivió mi padre y mi abuelo: el campo, la marcha a la ciudad, la guerra, el exilio, el retorno, el franquismo; temas que comparecían en mi primera novela, Muerto de risa, en el personaje de Marcial, un trasunto de mi abuelo Paco.