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El fantasma de Canterville (Oscar Wilde)

El fantasma de Canterville, publicado en 1887, supone una vuelta de tuerca en la fantasmagoría libresca, por obra de Oscar Wilde (1854-1900), que nos presenta a un fantasma por el que acabaremos sintiendo lástima.
Una familia burguesa americana compra un castillo con fantasma incluido en la campiña inglesa, cuya presencia fantasmal no les arredra en absoluto, más bien al contrario, les resultará un entretenimiento, pues el centenario fantasma de Canterville tendrá que lidiar con toda clase de obstáculos, chanzas, afrentas físicas y psíquicas por parte de esta familia que se pitorreará de él a la cara y que no se lo tomará nada en serio. Un fantasma que a pesar de tener dones como la capacidad de atravesar muros y cualquier otro objeto, y la inmortalidad, también sufre el achaque de los huesos y las asechanzas, por ejemplo, de la humedad.
Superando el humor que recorre todos los acontecimientos del relato, el broche lo pone un final donde el amor está por ver si es lo que media entre la vida o la muerte, o si es lo que remeda a esta última, cuando Virginia, una de las inquilinas, con toda su pureza, juventud, bondad y amor, logre devolver al fantasma a manos de la muerte, a fin
de que esté alcance de una vez por todas el descanso que anhela.

Oscar Wilde en Devaneos
El Niño Estrella
El arte de conversar
La decadencia de la mentira. Un comentario

Oscar Wilde

La decadencia de la mentira. Un comentario (Oscar Wilde)

Mucho he disfrutado con este breve ensayo de Oscar Wilde (1854-1900), en el que reivindica el papel crucial de la mentira, asociada esta con la capacidad de inventar, de fantasear, dado que la realidad y la verdad le suponen un lastre.

Su defensa se basa en la relación que existe entre la Vida y el Arte. Si la idea común aceptada es que el Arte imita a la Vida, siendo el Arte un espejo en el que la Vida se refleja. Wilde cree que es al contrario, que la Vida imita al Arte, más que lo que el Arte imita a la Vida, tal que por ejemplo el siglo XIX es un invento de Balzac, o hay muchos ejemplos de personas que se vestían y actuaban al igual que los personajes de las novelas, que surgieron de las mentes de los escritores y que no eran otra cosa que ficción. Un gran artista inventa el modelo y la Vida trata de copiarlo y reproducirlo en formato popular, como un editor emprendedor. Los griegos, por ejemplo, mostraban su rechazo por el realismo y a las recién desposadas les ponían en su habitación una estatua de Hermes o de Apolo para que estas engendrasen hijos bellos, como las de las obras de arte.

También cree Wilde que la Naturaleza imita al paisaje y al Arte. Tanto que nadie había reparado en la niebla hasta que pintores y escritores las incorporaron a sus obras, de tal manera que el Arte, nos ayuda a mirar las cosas de otra manera, una mirada que las transforma, las cosas y la realidad de la que forman parte.

Es el estilo lo que nos hace creíble algo, únicamente el estilo. La mayor parte de nuestros retratistas modernos están condenados al olvido. Nunca pintan lo que ven. Pintan lo que ve el público, y el público nunca ve nada.

Wilde arremete contra los escritores realistas y moralistas como Zola, donde las cosas suceden en sus obras -como Germinal- tal como son, tal como suceden, y su obra es un desatino de principio a fin, no en sentido moral sino artístico ya que los personajes tienen vicios anodinos y virtudes más anodinas aún. Una monstruosa devoción por los hechos -en narraciones tan reales que acaban desprovistas de realidad- que harán que el Arte se vuelva estéril y la Belleza desaparezca de la faz de la tierra.

En resumen, lo que Wilde espera de la literatura es distinción, encanto, belleza, y capacidad creativa, y no ser torturados con las andanzas de las clases inferiores.

Según Wilde el Arte no tiene por qué reproducir su tiempo, no tiene por qué reproducir una época. El Arte ha de ser imaginativo y el Realismo es un completo fracaso, tal que el artista debe olvidar la modernidad de la forma y el contenido. Solo lo moderno pasa de moda. Según Wilde las únicas cosas hermosas son las que no nos conciernen, así la tragedia de Hécuba, por ejemplo.

Mentir, mostrar cosas bellas que no existen, es el único objetivo del Arte, y el colofón de este recomendable ensayo.

Lo edita Acantilado con traducción de Javier Fernández de Castro.

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El Niño Estrella (Oscar Wilde)

Oscar Wilde plantea un cuento clásico, a saber, un niño abandonado recién nacido que es recogido en un bosque por unos leñadores tras el advenimiento de una estrella y poco después, a medida que el bebé crece demuestra ser un tirano que desprecia por igual a personas y animales, hasta que esa soberbia y maldad se ven corregidas y el entonces niño y ahora ya mozalbete debe, si es posible, corregir sus errores, una reparación que sí resultará posible, aunque ese clásico final en el que que todos son felices y comen perdices, habría que matizarlo, pues Wilde nos deja un regalito para el final.

Me resulta curioso ver cómo autores de la talla de Wilde abordan la literatura juvenil, cómo manteniendo unos cánones clásicos -no faltan los Reyes, los mendigos, las pruebas a superar, los castigos, las recompensas-, aportan su propio estilo, así, Wilde presenta al niño estrella que sin el menor atisbo de ñoñería, ni edulcorantes -sin reparar en la edad del lector- resulta cruel, despótico, despreciable y repugnante y lo que éste da es lo que luego recibe.

Lo edita Gadir con traducción de Elisabeth Falomir Archambault con ilustraciones de Eugenia Ábalos.

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El arte de conversar (Oscar Wilde)

La lectura de este libro ha sido muy placentera. Lo edita Atalanta, con traducción de Roberto Frías, quien al final escribe también «Una especie de autobiografía» que aporta muchos datos de interés sobre la vida de Oscar Wilde.

En todo momento Wilde es consciente de su talento y de su ingenio. Así, cuando pisa suelo americano y el agente de aduanas le pregunta si tiene algo que declarar, él replicará: «No tengo nada que declarar, excepto mi genio«.

Genio e ingenio es lo que se manifiesta tanto en los relatos como en los aforismos del libro. En los relatos -muchos de ellos son orales, y referidos en veladas, a personalidades del mundo de las letras, como por ejemplo, André Gide– Wilde recurre a menudo a la Biblia para contarnos en un relato como Judas se ahorca, no porque esté arrepentido, sino porque las 30 monedas que recibe por oficiar de Chivato, son falsas. En otro relato Lázaro vuelve del más allá y le cuenta a Jesús que allí no hay nada de nada, que a la muerte le sucede más muerte, una nada infinita. Jesús le pide a Lázaro que no propale esa mala nueva; o ese joven que con obras y milagros parejas a las del Mesías, se lamenta de no haber sido también él crucificado. Hay lugar para lo trágico, como el relato del poeta que se queda sin palabras; para la maldad como ese Diablo tentador que vence las resistencias de un ermitaño duro de pelar, refiriéndole la buena suerte de su hermano; para lo poético como en El espejo de Narciso. Me gusta encontrar en los relatos – la mayoría breves- el golpe de efecto final, la capacidad de sorprender de Wilde, de plantarte una sonrisa en el rostro por menos de nada.

En cuanto a los aforismos, estos están agrupados por distintas materias, a saber: Hombres, Mujeres, Gente, Familia, Matrimonio, Religión, Estados Unidos , Conversación, Egoismo, Relaciones, Pobreza, Amistad, Emociones, Pensamiento, Simpatía, Pecado, Comer y beber, etc…
Así agrupados, leyéndolos, uno tiene la sensación de que su lectura es algo parecido a sacarle la pulpa a un ensayo -que a menudo se sirve de mucha palabrería, y mucho ejemplo redundante para transmitir una idea, un concepto, una reflexión, que bien pudiera concretarse en un aforismo-.Leyendo lo que Wilde escribe sobre las mujeres y los hombres, sobre el matrimonio, sobre las emociones -algo que parece primordial en su obra, y que por otra parte parece lógico, siendo él un artista, cuya materia prima son las palabras y cuyo resultado es la emoción sobre el lector- sobre el pecado, la religión, la literatura o el arte, atisbamos un carácter que va contracorriente, que lucha por afirmar su sexualidad-mantiene una relación con Robert Ross y más tarde con Bosie, que sería su perdición-, por evitar cualquier atisbo de restricción, que detesta la moralidad hipócrita, un Wilde que vive y deja vivir, que no se mete en camisas de once varas, a pesar de que no esté libre de soltar unos cuantos puyazos -algo lógico en un espíritu libre, crítico, hastiado de las convenciones sociales, de los matrimonios aburridos, de la gente buena y tediosa- un Wilde que parece ser amigo íntimo del Argumento injusto de Las nubes de Aristófanes, y que apuesta por la vida licenciosa, por darse al vicio, a la voluptuosidad, por amorrarse a los placeres mundanos, a todo aquello que la vida nos ofrece, a toda esa belleza, que se manifiesta en el placer y que sería un crimen orillar, un error desoír esos cantos de sirena. Nos dice «La única diferencia entre el santo y el pecador es que el santo tiene un pasado y el pecador un futuro».

Hilarantes son sus comentarios sobre el pueblo americano, sobre sus compatriotas británicos a los que pone a caldo. No muy bien paradas salen las mujeres, a quienes tengo la sensación que trata como seres inferiores, objeto de burla, y menosprecio, y no como iguales a él. Pasa mucho Wilde de la religión, entiende la Democracia como la opresión de la gente por la gente y para la gente. Respecto a la educación dice que nada que valga la pena saberse puede ser enseñado, que los matrimonios después de treinta años se convierten edificios públicos y en temas literarios apunta que entre Hugo y Shakespeare agotaron todos los temas, tal que la originalidad es imposible, incluso al pecar, que ya no quedan verdaderas emociones, sólo adjetivos extraordinarios

Es el libro un texto fértil, cuyos aforismos, estemos de acuerdo con ellos o no, sí que creo que nos iluminan, que nos hacen pensar o nos animan a ver las cosas de otra manera, pues como dice Wilde «Una idea que no es peligrosa no es digna de ser llamada idea» y Wilde quiere provocarnos, y nos ofrece un goce intelectual, que solo puedo alabar.