!Qué puñeteros son los afectos!
Un pintor septuagenario recibe cada domingo la visita semanal/quincenal de su hijo -un trasunto suyo- acompañado este por su esposa y sus dos hijos pequeños.
Educar consiste en transmitir en replicar y parece que un hijo parecido a su padre en todo sería un logro en el haber del progenitor. Sí pero no. Al pintor le gustaría que su hijo tuviera ideas propias que hollara su propio camino y el hijo trata de no disgustar a su padre, al que ve mayor, consciente de que no les quedan muchos fines de semana juntos (aquí al contrario de lo que comentaban Vilas y Anastasía respecto de su padre y su madre, el hijo trata de aprovechar cada momento para ir forjando y enraizando su memoria paterna in situ, sin lamentarse a toro pasado) opta en esos ratos que pasan haciéndose compañía por la complacencia, la aquiescencia, algo que a su padre le sienta como un tiro.
De repente aparece en escena como un ciclón Irène (la bien nacida. Que se lo digan a su padre). Todo el encanto que le falta a su hermano le sobra a ella. A pesar de que la novela data de 1945 (fue la última novela que publicó hasta su muerte tres décadas después) resulta actual, pues si parece que ahora es cuando todo el mundo anda atareado, ya la hija en aquel entonces se lamentaba de que «nunca hay tiempo para nada«.
En esta particular versión de la hija pródiga aunque episódica, brilla la prosa de Pierre Bost (1901-1975) a ratos a pinceladas, introspectiva, capaz de en muy corto recorrido, apenas 86 páginas, ofrecer una de esas escenas cotidianas que todos conocemos, pues esto de los apegos y los afectos no es nuevo, tampoco las predilecciones paternas, así que como se lee, a veces, haga lo que haga un hijo siempre resultará esto insuficiente e incluso irrelevante.
errata naturae. 2018. 86 páginas. Traducción de Regina López Muñoz.