El mejor tributo, si no el único, que se le puede rendir a un escritor (vivo o muerto) es leer su obra. Dicho y hecho. Disfruté ayer de lo lindo leyendo el relato El escudo de Jotán de Rafael Sánchez Ferlosio, recientemente fallecido. No se le puede pedir más a un texto breve, apenas 22 páginas, que aúna una prosa muy potente, sugerente y evocadora al servicio de una empresa aventurera en la que un pueblo, con el único ánimo de sobrevivir, resultará aniquilado de un plumazo.
Relato que demuestra a la perfección la maestría narrativa de Ferlosio. Cuenta con ilustraciones de Ricardo Bustos.
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Industrias y andanzas de Alfanhuí (Rafael Sánchez Ferlosio)
Antes de publicar El Jarama, antes de que Rafael Sánchez Ferlosio se retirara de la circulación durante quince años para dedicarse a la Gramática, repliegue al que llamó “altos estudios eclesiásticos”, a sus 23 años Ferlosio acabaría de escribir Industrias y andanzas de Alfanhuí, que ya desde su título y el nombre de los capítulos evoca el quehacer y espíritu cervantino.
Me sorprende que con 23 años Ferlosio fuera capaz de escribir tamaña y fascinante novela, no tanto por el ingenio, talento e imaginación que despliega, que es posible a cualquier edad, sino por las herramientas de las que Ferlosio se sirve, a saber: verbosidad, lenguaje rico, distintos registros, para pergeñar una novela contracorriente en su época -se publica en 1952- entreverando elementos realistas, ahí está la dura labor de los trabajos agrícolas como el de los segadores, o los carboneros, con otros elementos propios de la fábula como ese gigante, que bien pudiera ser un cíclope bueno, con el que Alfanhuí departirá, en esta novela que es sumatorio de historias y narraciones, que Alfanhuí incluso arrebata a sus propietarios a base de ardides, como hace con su abuela a la que sustrae sus recuerdos valiéndose de las propiedades evocadoras -se ve- del romero.
Ferlosio se sirve de una prosa aromática, cromática, vegetal, pictórica, que tridimensionaliza lo leído, dando cuerpo a esas estampas que parecen cuadros que asomaran por el marco.
A Alfanhuí le suceden toda clase de aventuras, pero a excepción de la muerte de su maestro, al que la incomprensión e ira ajena tildan de brujo, en su deambular todo son experiencias satisfactorias, porque si ve unos ladrones Alfanhuí va a hablar con ellos, porque se considera su amigo, igual le sucede con el gigante, con el tamborilero, con los cazadores y pescadores, con todo aquel que se cruza en su camino, que lo lleva con espíritu trashumante a Madrid, a Moraleja, a Palencia -que sitúa en su pensamiento una mirada vegetal al trabajar en una herboristería- alternando ciudades y pueblos, volviendo adonde madre y yendo a visitar a su abuela, para trabajar allá de boyero, lo que da pie para una de las historias más bonitas del libro: la muerte natural del buey Caronglo sobre el regazo de Alfanhuí, aquel de los ojos amarillos como alcaravanes, que repetirán su nombre Al-fan-huí…como le decía su maestro.
Vale mucho la pena leer este artículo de Miguel Delibes sobre la figura y obra de Rafael Sánchez Ferlosio.