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No llamadas por su nombre

Los no llamados por su nombre. Matthias Grünewald, el pintor (Ramón Andrés)

Ramón Andrés destina este ensayo, Los no llamados por su nombre a Matthias Grünewald, el pintor, a la figura de Grünewald, el cual según refiere Ramón le ha acompañado desde su juventud. La idea del libro parte de un conferencia impartida por este en el Museo del Prado en febrero de 2018.

A Matthias Grünewald no solo no se le llamaba por su nombre, que parecía ser Mathis Gothart Nithart, sino que tampoco está muy claro cuál fue al año de su nacimiento. Pudo ser 1475. La muerte, en agosto de 1528. En todo caso, Grünewald ha pasado a la posteridad por ser el autor de El retablo de Isenheim, políptico de ocho paneles.

A pesar de las reducidas dimensiones del libro, las imágenes en él presentes tienen la calidad suficiente para que las palabras que Ramón dedica, no solo al retablo, sino a otras obras pictóricas de Grünewald, queden bien sustanciadas.

¿Qué es lo que dio fama al retablo? La manera en la que Grünewald aborda la Crucifixión de Cristo. No hay otra muerte en la cruz que lastime tanto, afirma Ramón, ninguna tan hiriente, continúa. En el texto se evidencia cómo Grünewald se empapa de la realidad que lo rodea, de las hambrunas y la extrema pobreza sufrida por muchos; también de las tensiones sociales que darán lugar a los levantamientos de los campesinos y al fortalecimiento del luteranismo. El pintor será afín a la Reforma y al campesinado. Yendo a algo más próximo, en sus ires y venires el pintor observa el paisaje, los continuos aguaceros, el atardecer del color de la madera astillada, refiere Ramón, y así Grünewald tiene claro, por ejemplo, el tono con el que pintará el fondo de la Crucifixión.

¿Cuál era el objeto del retablo? El retablo lo elaboró Grünewald entre 1512 y 1516. Fue ubicado en una iglesia aledaña al hospital de los antonianos, en una localidad próxima a Colmar (hoy el retablo se halla en el Museo de Unterlinden, en Colmar, en Alsacia). Guersi, superior del convento, fue quien solicitó la creación del retablo; lo quería para que su contemplación sirviese como cura para los afligidos. Porque eran muchos los desheredados de la tierra que acudían al hospital hambrientos, dañados, enfermos tras haber contraído la sífilis; algunos aquejados también del fuego de san Antonio, el ergotismo, contraído tras la ingesta de pan contaminado con un hongo tóxico (el cornezuelo), rico en ergotamina (alcaloide del que se deriva el ácido lisérgico). Los enfermos sufrían alucinaciones, quemaduras internas. Se creían azotados por el Diablo.

La Crucifixión, el cuerpo de Cristo, es un cuerpo descoyuntado; los brazos como sogas mal trenzadas, los dedos como la maleza que arde cuanto más sopla el viento, el pecho pedregoso, las piernas pródigas en heridas; no hay extremidad sin mácula. El crucificado no está solo. En el retablo están las figuras de María, desvanecida en los brazos de Juan Evangelista, María Magdalena implorante, Juan Bautista (quien anunció la venida de Jesús) o San Sebastián asaetado.

En la predela Grünewald muestra de nuevo a un Cristo descoyuntado una vez extraído de la cruz. Es la viva imagen del sufrimiento que llega hasta la muerte. Otras partes del retablo, no resultan tan tétricas. Pensemos en la Anunciación a María. O la de la Resurrección, que se nutre de una luz cegadora.

El majestuoso retablo, con paneles que se abren y cierran, y las imágenes leídas en horizontal y vertical, asemeja un libro desplegable, en cuya contemplación y entendimiento nos será de gran utilidad el espléndido ensayo de Ramón que aborda no solo la cuestión pictórica, sino otras aspectos históricos, sociales y psicológicos, con la correosa (como los jabones en cuya elaboración se afanó el pintor los años anteriores a su muerte) figura de Grünewald en el centro de sus pesquisas.

Los no llamados por su nombre. Matthias Grünewald, el pintor
Ramón Andrés
Temporal
2024
111 páginas

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Pensar y no caer (Ramón Andrés)

Pensar y no caer significa pensar y no cejar, perseverar en la pregunta, no consolidarse, no quedarse ahí, no abonar lo estático, no poner el oído a la tonalidad de la complacencia, no darse por concluido, porque nunca se llega a ser. No asentar, no sentenciar, no solidificar, no tener reparo en hacer estallar la burbuja que nos ha envuelto en su asepsia. No hacerlo indicaría un espantoso terror a la muerte, trabajar en ella y para ella, ser su asalariado. Pensar y no caer es no admitir que los cataclismos y las revoluciones perfeccionan el devenir universal humano, tal como querías Schlegel. Esto es tan erróneo como primario. Tiene algo de infame. Es dar por bueno el castigo, ver ejemplar la corrección que viene de las masacres, propiciadas por los huracanes, las epidemias o por la violenta defensa.

Pienso caer en Ramón Andrés y seguir disfrutando de ensayos como los presentes: amenos, agudos, filosos, certeros.

Ensayos que hablan de la muerte, de la nada, del pan, de la calumnia, de Europa, de la escritura y la tierra, de Dostoievski…

Acostumbrarse a malvivir en grandes núcleos de población, suponer que la naturaleza cumple el cometido de un vertedero al que van a parar los restos del exceso, entender la realidad como confort, da la bienvenida a un mundo que se deteriora velocidad de los utensilios que utilizamos, soñar la seguridad, lo programado, la abundancia y la aspiración almacenarla pertenecen a este hombre posthistórico cuyo inicio anuncia el retorno a lo animal. No por otra cosa ha puesto todas sus fuerzas en idear una felicidad artificial y a hacer de ésta una industria pesada.

Desde la Segunda Guerra Mundial no se habían instalado tantos kilómetros de concertinas, esas alambradas de cuchillas -a una empresa española le cabe el honor de ser hasta hoy el único fabricante europeo- capaces de sajar hasta lo hondo de la condición humana. Si se las llama de este modo es por analogía con el instrumento musical del mismo nombre, un pequeño acordeón octogonal que hizo bailar sobre todo a la Inglaterra del siglo XIX; la alambrada se despliega gual que su fuelle; pero ahora su melodía cambia el canto por el grito.

Porque el libro, al fin y al cabo, no es más con encuentro de voces; lo es la página, lo es el poema, lo es el relato, la memoria, también el pentagrama. Su presencia puede sugerir, por más exagerado que parezca una apetencia antropofágica. Francis Bacon admitía en uno de los Ensayos que ciertos libros deben ser devorados, mientras que otros, más delicados y extremos tienen que masticarse y, después, digerirse.

Hay quienes dedican una vida entera y a veces hasta libros, en descalificar a alguien. El chiste fácil, el apodo lacerante, el diminutivo de menosprecio, el chascarrillo cáustico son el pan de cada día, una especie de gula a la hora de engullir al otro. Flota en el aire un continuo recelo, la costumbre de mirar con el rabillo del ojo, la precariedad del que quiere haber nacido dueño entre los semejantes.

Reflexiones e ideas engastadas en estos ensayos que se sustraen a la mórbida complacencia, a los lugares comunes, al discurso oficial, y merced a la música, la pintura, la historia, la filosofía, la mitología…, convierten su lectura en puro regocijo, en un aprendizaje gozoso, porque el estilo de Ramón -que te saja como si fuera una concertina- y su erudición compartida es admirable, sí admirable, y quizás podamos entender su mirar como amargo, pesimista, aciago (ahí aparecen Nietzsche, Sloterdijk…) pero viendo ahora mismo las noticias de la sexta, solo puedo dar la razón a Ramón, pues constato que esto se va a pique: las barbaridades humanas crecen exponencialmente y la estupidez 2.0 es ya viral.

Editorial Acantilado.2016. 224 páginas.