Archivo de la categoría: Relatos

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Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino (Diego Sánchez Aguilar)

Si en Italia un tribunal multó a una familia por el olor a fritanga que despedía su inmueble, otro tanto podría suceder si alguien interpone una demanda por daños acústicos lúbricos, como los que padece Francisco, uno de los protagonistas del relato Vecinos, quien sufre cada noche los maratones sexuales de una pareja, que folla sobre sus cabezas (en el piso de arriba), sobre la suya y la de su mujer, cada uno rumiando su insomnio, en cada extremo del lecho conyugal, sin que el empuje de sus vecinos les lleve a ellos a hacer lo propio, bueno sí. Algo hay al final. Un intento, un ¿pero qué haces?, que lo dice todo.

Dice la contraportada. Pasen y vean el espectáculo de la Clase Media en todo su esplendor.

No creo que Fernando, el fotógrafo que usa los orgasmos femeninos para su trabajo publicitario, ni Aurora que se va a Cuba a soltarse la melena, con sus amigas, sean clase media, pues como dice Fernando, él no tiene que preocuparse de nada, ni de lo que tiene en el banco, ni de los horarios, pues hace lo que le gusta y encima cobra por ello. Dicho esto, creo que lo que Diego Sánchez Aguilar (Cartagena, 1974) expone, con mayor o menor acierto, es lo que acontece de puertas hacia adentro, lo que no se ve, aquello que alimenta el deseo y las fantasías humanas. Relatos todos ellos marcados por el sexo, por esa pulsión seminal, por esa Ítaca orgásmica, por una Penélope que nos teje y desteje, para dejarnos en cueros con nuestra frustración, con toda esa quincallería publicitaria y televisiva ingerida desde moetes, todos esos anuncios, esas películas, esos videoclips, que convierten el sexo en producto, en reclamo, y que luego la realidad desmiente y demuestra que poco tiene que ver lo que nos venden con lo que sucede dentro de la pareja, donde como leemos en los relatos anida la frustración, la imposibilidad, el hastío, el silencio invasor, la impotencia de decir y expresar lo que se desea, tal que a pesar de estar casados, haya quien busque como José Luis, en Comida de empresa, el contacto húmedo del coño de su joven compañera de curro Cristina, para acabar pajeándose al volver a casa (a la mayor gloria de Youporn.com), acostándose luego sin hacer ruido en la cama en la que su mujer duerme, ajena a él.

Hay también sexo virtual como el que mantiene Guillermo con Gema en Gemidos, relato que incorpora unas curiosas notas a pie de página (notas, presentes en algunos relatos), que dan más información sobre el personaje o sobre su contexto, un sexo virtual que es quizás a lo único que puede aspirar.

Cuba, me parece el relato más flojo y siempre que veo escrito aquello Hasta la Victoria siempre, pienso en Beckham.

Vecinos, del que hablaba antes me parece el mejor relato, pues además no es difícil sufrir ese empuje acústico sexual ajeno, ya sea en un inmueble o en camping cómo me ha sucedido alguna que otra vez.

Injusticia, viene a ser como ese !Me lo merezco, me lo merezco!, a saber, que siempre viene bien echar una cana al aire, como hace Paula, cansada de estar casada y con hijos, quien ve en el regreso de un amor de juventud, un tal Ramón, la posibilidad de salirse con la suya para entrar en el cuerpo de Ramón.

Anunciación de María, tiene su punto macarra y a pesar de lo rocambolesco, esa falta respote tan vigente y esa pugna entre lo que uno creo que es y lo que realmente bulle por dentro en casos de celos, como el presente, creo que está muy bien explicitada, un relato que cede la voz, en parte, a María, para que ésta, entre vapores etílicos, y ya desinhibida del todo, al grito de «Fóllame bien fuerte«, reciba sexo de su amante, acrecentado su frenesí sexual al saberse escrutada y deseada desde una mirilla, por un ojo ávido.

De El Perfume me gusta su final, porque la literatura, al igual que el tiempo tampoco tiene tabiques, y es extenso e infinito, y estos relatos de Diego hurgan en nuestro interior tanto como iluminan ciertas zonas de sombra. Hete ahí su logro.

Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino obtuvo el XIII Premio Setenil. Por aquí ya he hablado de otros libros de relatos premiados con este galardón como Estancos del Chiado de Fernando Clemot o Historia secreta del mundo de Emilio Gavilanes.

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La vida ordenada (Fabio Morábito)

La vida ordenada es lo primero que leo de Fabio Morábito (Alejandría, Egipto, 1955), un libro de relatos y no salvaría ninguno de los seis.

La prosa de Fabio me resulta más simple que sencilla y si los relatos deben de ser siempre un terreno propicio para la imaginación del escritor, Fabio va demasiado justito porque los pocos temas cotidianos que maneja se repiten con demasiada frecuencia, a saber, hombres cuyas relaciones de pareja terminales son poco más que peces boqueando fuera del agua camino de la extinción, los cuales están todo el día con erecciones, presos estos de un deseo palpitante, cada vez que se plantan delante de una mujer (ya sean desconocidas, cuñadas, madres de amigos, monjas…), concebido el deseo sexual como un punto de fuga que a menudo queda abortado y va poco más allá de la ensoñación, de la elucubración lúbrica, o bien tener que saldar deudas con el pasado, a modo de reparación, ya sea con un árbol de navidad o con una madre ahora muerta, a la que un hijo hace tiempo que no visitaba.

Morábito se demora al narrar, como si el relato fuera una novela de quinientas páginas y le sobrara papel y luego trata de resolverlo en la frase final y el resultado está en consonancia con la anterior, pues resulta igual de aburrido y mortecino que lo precedente. Salvo en el caso de la orgía, donde hay cierta tensión –sexual, por supuesto- y cierto misterio, el resto de los relatos, de muy poco alcance, van poco más allá de la anécdota y de la ocurrencia, alimentada artificialmente, para hastío y desespero del lector, yo.

Eterna Cadencia editora. 2012. 156 páginas

Tratado de la infidelidad

Tratado de la infidelidad (Julián Herbert y León Plascencia Ñol)

Me gustó la novela de Julián Herbert, Un mundo infiel. Este Tratado de la infidelidad, escrito junto a León Plascencia Ñol, suma de nueve relatos, por el contrario me ha decepcionado.

Si en aquella novela había algo visceral, que resultaba subyugante, y que dejaba con apetencia de seguir leyendo más, aquí, en esta distancia mínima en la que se mueven la mayoría de relatos, no encuentro la chispa, menos el fogonazo, y sí leo un prosa lúbrica e indolente, poco trabajada, que abunda en el sexo, explícito, de tal manera que no hay forma de zafarse de tanto culo en pompa, de nalgas duras, de tanta verga, de tanta eyaculación, de tanto ano negro, de pezones enhiestos, de clítoris palpitantes, de lolitas niponas, de boquitas carnívoras, porque aquí los humanos son maquinasdefollarbukowskianas, o de coger, que dicen por esas latitudes, y a mí eso me carga, me satura, porque lo que leo me parece banal, superficial (como ese tanteo sobre el dolor y el masoquismo), muy reiterativo; una sensación que no se alivia porque aparezca por allí mentado ni Richard Ford, ni Agamben, o esas máximas (metidas con calzador) que son mínimas, ni novias conceptuales o perfomancistas, porque precisamente estas resultan igual de banales, episódicas, fugaces. Todo lo que hay en esta novela, parece hecho para durar lo que dura un polvo, donde lo explícito anula cualquier intento de fantasear, de evocar, de sugerir, de meterte en el libro, en definitiva.

Se publicó en 2010 por la Dirección de Publicaciones de Conaculta, resultó premiado con el Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez, y ahora se edita en España, por la editorial Malpaso.

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El ángel Esmeralda (Don DeLillo)

Don DeLillo
Seix Barral
2012
240 páginas
Traducción de Ramón Buenaventura

DeLillo (Nueva York, 1936) que ha publicado hasta la fecha más de quince novelas -de las cuales solo he leído, de momento, El hombre del salto-, recopila en este libro sus relatos -nueve- publicados a lo largo de más de 30 años, entre 1979 y 2011, que me han gustado mucho más de lo que presumía.

Me resulta interesante ver las encendidas polémicas que a menudo surgen acerca de los relatos y las novelas, pues hay quien piensa -incluidos muchos escritores- que los relatos son un género menor, como si fuera el hermano pobre de la literatura. De tal manera que aquellos escritores que se explayan en novelas de largo recorrido, miran a los escritores que escriben relatos, por encima del hombro -de los que escriben aforismos, ya ni hablamos- como si estos últimos, solo fueran capaces de defenderse en las distancias cortas -por falta de talento, ambición, tiempo, escatimar esfuerzos, etc…, pero nunca ambicionar una obra monumental, o de largo aliento -al menos en extensión-.

Respecto a esto, estoy de acuerdo con lo que decía Thomas Mann, en este ensayo que escribió sobre Chéjov, cuya obra, a pesar de ser en su mayoría relatos, más o menos cortos (que recopilados ahora por Páginas de Espuma arrojan alrededor de unas !4.000 páginas!), tenía tanta calidad, que la extensión importaba poco, y no hacía distingos Mann entre obras largas y cortas, pues lo que importa es la calidad, y esta no se cifra en la extensión, sino en lo que el escritor dice y en cómo lo dice: el estilo, en definitiva.

Todos los relatos tienen un nexo común: sobre el ser humano se cierne una amenaza, que viene de fuera. En Creación puede ser una retención en una isla, una especie de laberinto del que es complicado salir, lo cual provoca angustia en los confinados.

Momentos humanos de la tercera guerra mundial me recuerda al libro de Landolfi, Cancroregina, donde dos zumbados, a bordo de una máquina, la Cancroregina del título, se lanzaban a una odisea espacial, donde uno de ellos moría y el otro quedaba flotando en ese líquido amniótico sideral, un poco a la deriva, física y mental. En el relato de DeLillo dos astronautas están en una nave, mientras en la tierra ha estallado una guerra, y uno de ellos, el tripulante más joven, parece empezar también una especie de desconexión, una desnaturalización, que en lugar de llevarlo al nihilismo y la destrucción, se acerca más a la del demiurgo que mirando a su retoño, en este caso la tierra, se siente satisfecho, en paz consigo mismo, a pesar de que su existencia tenga una naturaleza límbica y su mundo -todo aquello que su mirada subsume y le solaza- sea cuanto ve a través de la ventanilla de su nave. Demiurgo panóptico enclaustrado orbitando hacia la Nada. DeLillo emplea una jerga sideral que al leerla crea una sensación extraña, como de elevación, como si al leer, flotaras.

En El corredor, la amenaza es el miedo ante lo desconocido, a un secuestro por ejemplo, donde el rapto hace más mella en quien lo visiona que un tiroteo. En El acróbata de marfil es ante un terremoto donde el ser humano asume su fragilidad, su contingencia, quien se siente ante esos temblores que asolan la faz de la tierra, como un barquito ante las fauces del mar. La ciudad de Nueva York se nos presenta -en el relato El ángel Esmeralda– también hostil, no la ciudad en sí misma, sino quienes la habitan y la envilecen al cometer actos atroces, como el asesinato de una niña de 12 años, que dará pie para unas posteriores apariciones del rostro de la difunta sobre un cartel publicitario, donde la fe colmará en muchos lo que la miseria y la desesperanza socavan cada día.

Hay espacio también para reflexionar sobre el arte, sobre lo que vemos cuando miramos un cuadro -a menudo un vistazo rápido que nos hace ver sin entender-, que en el relato Baader-Meinhof presenta cuadros que muestran a unos terroristas de la Fracción del Ejército rojo muertos en sus celdas, ejecutados o suicidados y aquí la amenaza es esa violencia mutua del individuo contra el estado -que se explicita matando, no al Estado, sino a las personas que lo conforman- y la respuesta del Estado contra los terroristas, ejecutándolos en sus celdas, y es también la violencia de la proximidad física, la zozobra que experimenta una mujer que permite entrar en su domicilio a un hombre que ha conocido en un museo, con quien no quiere hacer lo que él ha venido hacer y genera una tensión muy bien explicitada por parte de DeLillo.

Medianoche en Dostoievski, me recuerda al libro Peaje, donde dos jóvenes -que no trabajan en el peaje de una autopista, sino que son estudiantes universitarios- fantasean con todo lo que sus pupilas registran, tratando así de saciar su curiosidad -alimentada por Ilgauskas, docente socrático sólo en apariencia, pues quien hace las preguntas y monopoliza el diálogo -que es un monólogo-, es únicamente el profesor-, imaginando qué vidas llevan aquellos con quienes se cruzan por las calles, en su vano empeño de aprehender una realidad siempre esquiva, una realidad que deja a los jóvenes mirones como espectadores de los demás, cuyas vidas y actos numeran, cuentan, clasifican, sin atreverse a dar el paso, a romper el silencio, a pasar de lo abstracto a lo concreto, del concepto al individuo, un paso que en el caso de darse, o de intentarlo, supondrá una ruptura y todo un acontecimiento.

La hoz y el martillo me resulta el relato más divertido, donde brilla el humor de DeLillo, y también la crítica, pues situando a los personajes en una cárcel de baja seguridad que parece más un campamento, nos lleva a reflexionar sobre el sentido de las penas carcelarias, y cómo aquellas que son consecuencia de delitos fiscales, evasión de impuestos, blanqueamiento de capitales y similares, parecen no tener nada que ver con otros delitos como el asesinato, las violaciones, actos terroristas, pero como luego hemos visto, estas empresas financieras y los individuos que en ellas trabajan son muy capaces con su mala praxis de hundir la economía de un país y de destrozar a sus ciudadanos, privándolos de sus ahorros, de un presente y de un futuro y obligándonos a soportar el coste del rescate financiero de las entidades bancarias, como hemos visto que ha sucedido en muchos países europeos. Aparecen en el relato televisivo que narra la Crisis Financiera Global, Grecia, Portugal, Irlanda, Islandia, y todo aquello que en los medios aparecía con palabras rimbombantes como Crisis, como Caos, que abonarían el terreno para los ajustes, para la austeridad, para el desmantelamiento de la socialdemocracia y el advenimiento -como se comprueba recientemente-del populismo. Dios aprieta pero no ahoga, dicen. La mano invisible del mercado, aprieta y ahoga, digo.

La hambrienta, el relato más flojo, aborda como la obsesión -otra amenaza, cinéfila por ejemplo-, es un imán que nos deslocaliza de nosotros mismos, que nos aísla, un alimento visual que sacia la soledad y que para la protagonista válida que La existencia humana entera es un efecto óptico, tal que un parpadeo lo borra todo.