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Camping Completo

El asfalto se deshacía ante el morro del auto, hacía un calor de mil demonios y el camping estaba completo o eso decía el cártel. Pura fachada. La crisis había secado los “brotes verdes” y allí había muchos huecos, en un camping que no era otra cosa que un secarral. Ya nos íbamos cuando el dueño nos advirtió de un 3×2. A mi actual pareja no le pareció mal la promoción, ni que mi ex se viniera con nosotros a fin de repartir gastos. Anteponía lo monetario a lo espiritual, mi abultada cartera le ponía más que mi abultada entrepierna. Debía rehacerme a cada momento.
No se pueden hacer fiestas dijo el jefe del camping. Vale, asentimos con caras de niños buenos.

A la noche, hacía aún más calor que a la tarde, así que compramos bebidas e hicimos un quinito antes de cenar. Nos pusimos a cantar, a hacer el trenecito con unas de Pucela las cuales después de 48 horas allí ya no tenían nada que decirse. Conocimos a dos mozos de Sanse, que pegaban patadas a un balón y todo el mundo se acordaba de sus madres, víctimas de los balonazos. Se juntaron dos alemanes que bebían cerveza a razón de tres litros a la hora. La líamos parda.

Esa noche mi novia actual, dejo de serlo. Ya en la tienda, se giró hacia el lado equivocado de la esterilla y acabó haciéndolo con mi ex, o eso me dijo al día siguiente porque yo no recordaba nada de nada, perdiendo así lo ocasión de ver un espectáculo por el que hubiera pagado lo que fuera. Las encontré dentro del mismo saco. Su olor desató algo en mi interior y mientras descifraba el código aromático me desahogué en los baños, bajo la atenta mirada de una cincuentona de grandes tetas, que ocultaba sus gordas manos bajo un periódico británico que apenas tapaba parte de sus pantorrillas.

No me despedí de ellas. Fue la última vez que las vi, también la última vez que pisé un camping.

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Los girasoles ciegos (Alberto Méndez)

Hay pocos libros que me hayan impactado y este es uno de ellos. Buscando algo sobre su autor, Alberto Méndez me entero de que tras publicar este libro, el primero de su vida, a sus 63 años moriría once meses después. Le concedieron a título póstumo El premio nacional de narrativa, en 2005.

El libro lo componen cuatro relatos a cual mejor. Versan sobre los años de la guerra civil y la postguerra. Se sale el autor de lo trillado en otros libros, de cifras que avalen la criminalidad de un bando o la avalancha de datos que certifiquen cómo un ejército rebelde despojó del poder al gobierno en ciernes para alzarse ellos, los nacionales.

En el primer relato, un soldado franquista el día en que los nacionales van a tomar Madrid, decide entregarse al bando republicano, pues a pesar de su victoria él se considera un vencido. Habla de la usura de la muerte, del precio de la misma. No se quería ganar una guerra sino matar el mayor número posible de enemigos, de vencidos, de contrarios al régimen.

En otro relato un adolescente huye con su mujer embarazada al monte, tras su muerte debe hacerse cargo de su hijo mientras la muerte afila los dientes.

En otro relato un preso republicano le dora la píldora a uno de sus torturadores, porque conoció a su hijo franquista, asesinado por los republicanos. Al final su sentido del deber se impone a sabiendas de lo que le espera.

Finalmente en el cuarto relato que da título al libro Los girasoles ciegos, el cura, uno de tantos, voluptuoso y malnacido ve el resultado a sus lances amorosos de un modo trágico. La historia está escrita a tres voces; la del narrador, a través de la misiva que el cura dirige a un reverendo y de la voz de Lorenzo, el pequeño de la familia. Nos encontramos con un padre, que se esconde en el armario, haciéndose pasar por desaparecido, difuminando su existencia, lanzado al olvido.

La prosa del autor es deliciosa, la sensibilidad que muestra, sin asomo de morbo o sentimentalismo va al grano, mostrando una riqueza argumental en algo aparentemente sencillo pero con una gran carga de profundidad. Un texto que pone los pelos de punta y el corazón en la garganta, con guiños para el humor surrealista, para la derrota manifiesta, para el honor y la dignidad, para dejar constancia de lo que pasó.

Todo lo que se narra en este libro es verdad, pero nada de lo que se cuenta es cierto...” nos dice el autor en la contraportada del libro. Los adalides del revisionismo reformularán la historia a su antojo, quitarán muertos de un sitio y los quitarán de ciertas listas, muchas las justificarán, se defenderán atacando, pero al final cierto o no, muchos saben lo que pasó, por mucho que quisieran olvidarlo o no hablar de ello para no generar más rencor en la legión de los vencidos.

Los girasoles ciegos es un libro que recomiendo leer con calma, pues a pesar de sus 155 páginas, conviene reparar en lo que se dice y en cómo se dice, para sacarle todo el jugo a un texto que contiene un macrocosmos en su interior.