Archivo de la categoría: reseña

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La ruleta suiza (Alba Ramírez Guijarro)

La ruleta suiza del título nos puede traer en mente una ruleta rusa y no andaría muy desencaminado el lector, pues la novela es proclive a toda clase de excesos por parte de su protagonista, una joven que dirige doce cartas a un juez para defenderse no sabemos bien de qué acusaciones, cartas que le sirven a ella como justificación y al lector le permitirá ir conociendo mejor la proteica personalidad de la joven, la cual desde su más tierna edad tiene sus más y sus menos con su padre atonal, compositor excéntrico, sufriendo asimismo el deterioro de su madre, sorda y luego muda, sacando en este trance lo mejor y lo peor de ella, apurando incluso el instinto homicida, que viene a ser lo habitual en situaciones límite donde cada acción busca cobijo bajo la sombra rala del infortunio, y la joven leemos que es talentosa para el ballet, y para la seducción, y en sus redes cae un canónigo, Leandro, sin que haya consumación, y otros hombres vendrán, como Julián o Elías, suministrando a la joven experiencias sexuales y un aprendizaje que le permitirá sacar conclusiones, y tomar decisiones, como la de no estar al lado de hombres casados, doce cartas que irán desvelando su actuar, su proceder, sin aclararnos mucho las cosas, porque cómo se construye una identidad tan correosa como la de la joven sobre el papel, me pregunto, cómo llegamos a conocer a alguien cuando dándonos su versión pudiera producirnos aversión, y en esas contradicciones tan propias de la naturaleza humana, tan presta a experimentar, a vivir, en definitiva, será su proceder y determinación el altar en el que se inmole la joven protagonista, muy segura siempre de sí misma, con su puntito de soberbia, vanidad, chulería, y refinamiento, dueña de una inteligencia sin parangón que le permite, por ejemplo, no comulgar con la teoría analítica de Hugo Riemann o quedar seducida por las reseñas de Ernst Theodor Amadeus Hoffmann, joven a la que la suerte le secundará y podrá exprimir así todo su talento como bailarina en París, recurriendo a la prostitución como una fuente de ingresos, o jugando a la ruleta rusa para saldar una deuda, como una manera de apurar la existencia, quizás porque solo muere de verdad quien está vivo, y todo lo aquí anunciado solo se queda en la epidermis del personaje, porque son las relaciones de pareja y los viajes, con tu toque folclórico, por Consuegra o luego por Cádiz, los derrubios que irán limando el personaje, mudándolo, siendo nosotros testigos de dicha transformación, siempre referida por la protagonista, en la construcción de una autobiografía que, como todas, no sabemos si participa de la verdad o no, pero en todo caso lo que hace aquí Alba es construir un personaje con aristas que rasguña al acercarte, contando para ello con un humor que no cae en el sarcasmo, y una prosa lo suficientemente interesante, variada y dúctil como para avivar la lectura hasta su final.

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Arder de su mano (Diego L. Monachelli)

Nueve relatos conforman Arder de su mano del escritor Diego L. Monachelli, (Mar del Plata, Buenos Aires, 1975) en una edición muy cuidada. Los que aun hoy seguimos leyendo en papel, y entendemos el libro como un objeto estético (además de ético), estamos pues de enhorabuena.

En Gruesas vedettes de antaño, las manos parecen obrar por sí mismas, convertidas en objetos al margen de nuestro gobierno. Con un buen manejo del humor, para plasmar, con un punto delirante, lo inasible que a menudo nos resulta la realidad.

La boca de la noche está recorrido por la distancia que nos separa y nos bifurca, por las ausencias y las despedidas (leo, Cuando alguien parte, uno también se va un poco; nos lleva sin estar); la desconfianza incluso hacia el género, hacia la masa de carne ovillada bajo las sábanas al despertar, alimentado el texto de una prosa evocadora, poética, La noche es una boca abierta que extiende su lengua de rieles… o Entregarte al simple reclamo de la entrega, así como ahora trepa el aliento de las lilas a la fatiga de tu desvelo.

Los ciclistas nocturnos es el segundo relato más largo. Una etapa reina del tour. Me recordaba a novelas como A bordo del naufragio o Un hombre que duerme, quizás porque aquí el protagonista es también un joven desnortado, con un trabajo que no le gusta y con un porvenir que recela si vendrá, que al ver una noche a una pareja en bicicleta, ella de pie sobre la bici, visualiza algo parecido al ideal, que quizás sea el nomadismo, el escozor y liberación de la huida, la imperiosa necesidad de romper con todo, incluso de hacerse añicos para comenzarte de nuevo.

Arder de su mano tiene el efecto de la detonación, la semilla que principia el libro, con la cita de Juarroz, la de ese salto que sea como un incendio que consuma el espacio y no haya nada adonde volver. El título del relato casa con la deshumanización del personaje, con el espacio físico de una pareja, en donde aún no era el silencio una patria. Pero lo acabaría siendo, pasto de la incomunicación.

La encrucijada de mis huesos es una pieza de cámara, el cuadrilátero del colchón, la realidad ahí concentrada con la pesadez y la animalidad del sueño. La presencia de la iglesia de Santiago o El León Dormido es una topografía conocida para un logroñés, en estos textos que pendulean entre Argentina y España. El contrapeso es la mujer que mira y admira, recorrida por los ojos amorosos. Ella que no sabe que La vida es un tigre que duerme a sus pies y que un día despertará para beber las lágrimas de la mañana.

Solo un árbol es la trama de la realidad a través de las palabras sugeridas, un árbol, un nogal y luego un perro, y el cielo, y una soga, los pies descalzos y el misterio…

La asimetría de los deseos es un relato misterioso que no tengo claro si juega con la idea del Doppelgänger, donde el recuerdo da paso a la invención; si la mujer que está en la cama es también una fantasmagoría, si el protagonista logrará como Alicia cruzar el espejo o bien reventará en el impacto.

Todo eran botellas lo leo como una micronovela. Es la exaltación de la amistad entre el narrador y su amigo sordo Marcel, al que el padre alcohólico le zurra (el ojo en compota). Relato que no da tregua a la pareja de jóvenes chatarreros, acarreadores de botellas, habitando lejos de las calles de los ricos (Desde ahí se veía clarito el techo de su casa. Entre la antena, las piedras, las maderas y todas las porquerías que tenía encima para que no se volaran las chapas), cambiando continuamente de ambiente, ya sea un cementerio, en el que el narrador refiere cómo se quedó encerrado mientras se entregaba a la vida sexual con una de las novias de entonces, o los bajos fondos, con personajes como El Chueco, El Violín, El Turco o El Negro. El narrador siempre de palique con Marcel, refiriéndole historias que para él son como pensar en voz alta. En ese mundo, en ese momento, reina, a pesar de los pesares, para ellos dos, la alegría, la banda sonora de la pareja protagonista es el chirrido de la bici y nuestros ruidos de risa. También los sonidos de las reses que llegaban para morir.
Aunque como contrapeso a tanta risa y alegría, también cabe la duda de si no será mejor dormir y no despertar ya nunca, para ya siempre soñando. Como deberes para el lector que no sea del cono sur, habrá de buscar en el diccionario las siguientes palabras: Guacha, chinchudo, bacanes, chirolas, tachero, candombe, morfás…. Y así, si nos aplicamos, iremos enriqueciendo nuestro léxico.

Escatología de los timbres o Epílogo de las intromisiones prologares es el último relato. Como comentaba al comienzo, Diego maneja distintas temáticas, y esta variedad resulta muy sugerente a la hora de leer. Es el relato más extenso. Acontece en una comunidad de vecinos. Veremos lo que sucede detrás de siete de las puertas del inmueble. En los pisos séptimo, sexto y quinto. Cuando las paredes son de papel, lo cual sucede muy a menudo en nuestros lares, todo se escucha, y un timbrazo aún más. Diego despliega buenas dosis de humor e imaginación para ir alimentando esta particular 13, Rue del Percebe, por buscar un referente cómic(o). Y todo comienzo con alguien que quiere volarse la tapa de los sesos para seguir luego con las melancolías de la edad, las infidelidades conyugales, el mal destino llamando a la puerta equivocada, el timbrazo en el 5ºB convertido en vórtice.

En resumen, Diego ofrece en sus plausibles relatos distintas temáticas con un lenguaje cuidado, sugerente y evocador; relatos en los que hallo mucha literatura y oficio, también una voluntad por rehuir lo explícito para obligar al lector a comprometerse con una lectura que debe ser activa y que no está exenta de riesgos, cuando no sabemos bien qué firme pisamos, en la frontera siempre lábil entre el sueño y la vigilia, la realidad y la irrealidad, la imaginación y el recuerdo.

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El ruido y la furia (William Faulkner)

Vuelvo a Faulkner después de haber leído Mientras agonizo, Santuario, ¡Absalón, Absalón!, El villorrio, Luz de agosto y Santuario. Con El ruido y la furia (publicada en 1929, con traducción de Mariano Antolín Rato) lo intenté hace unos años y abandoné. Era una deuda pendiente saldada hoy con su lectura.

Leer a Faulkner no es fácil porque además de desmenuzar la narración, concentrada en tres días de 1928 y otro de 1910, los personajes en sus flujos de conciencia, van trayendo al presente hechos del pasado, y el lector debe ir ordenando esas piezas, las teselitas que Faulkner va poniendo a nuestra disposición.

El comienzo es la voz de Benjy, de Benjamin, a punto de cumplir 33 años, el cual tuvo un accidente con una verja y desde entonces grita, babea, y no habla, y trae a todos sus familiares de cabeza, empezando por su madre enferma, siempre encamada, tratando de poner algo de orden en el caos reinante. El desafío es poner en palabras, hacer literatura a través de cómo aprehende el mundo alguien que tiene un retraso mental y la importancia que juegan ahí el olfato, la presencia de los olores.

La segunda parte es la voz de Quentin, hermano de Benjy, Caddy y Jason. Es la gran esperanza de la familia, todo el peso a sus espaldas para conjurar la situación familiar a través de la educación, de la vía de escape (que para él no lo es) que supone ir a estudiar a Harvard. Siente Quentin predilección por su hermana Caddy, e incluso llega a confesar a su padre una relación incestuosa con ella, cuando lo que anhela es apartarla del hogar, darle otra vida. Sus pensamientos nihilistas lo hacen flotar como una cometa rumbo hacia el más allá.

El tercer capítulo es la voz de Jason, el sostén de la familia una vez muerto el padre, oyendo siempre las monsergas de la madre enferma, lidiando con su sobrina Quentin, hija de Caddy, la cual fue obligada a dejar el hogar después de quedarse embarazada. Jason se lamenta de su situación, de ver cómo todas las esperanzas se depositaron en Quentin, y de cómo se malogró todo, se lamenta de ese determinismo que le impide salir del hoyo y malvivir, y su manera de arrostrarlo es a través de la violencia física y verbal contra el mundo que lo rodea, empezando por su sobrina (para él una puta), su madre, Benjy y los cuatro negros que les sirven (para él unos vagos redomados).

El último capítulo me ha resultado el más flojo. Ahí la voz es la del narrador. Hay ciertas historias familiares que parecen repetirse, y así Quentin seguirá los pasos de su madre Caddy, y se la jugará a su tío Jasón (echándole por tierra su trabajo de hormiguita rapiñadora), necesitada de acabar con el marcaje que este le impone.

La historia discurre en la ciudad imaginaria de Jefferson, en la que Faulkner logra un ambiente enrarecido, opresivo, enfermizo, una olla a presión muy bien condimentada. Y como en todas sus novelas no falta la extrañeza, con secuencias hilarantes, como esa en la que Benjy.se acerca a un vallado, y al otro lado hay gente jugando al golf y cuando uno de ellos le dice a su caddie que recoja los palos, Benjy al oír esa palabra, rompe a llorar, a gritar y a berrear desconsolado, al traerle en mientes a su hermana Caddy.