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Leyendo frente al mar

Por el camino de Swann (Marcel Proust)

Concluyo Por el camino de Swann (con traducción de Pedro Salinas), el primero de los siete volúmenes que conforman En busca del tiempo perdido de Proust. Y lo hago con ganas de seguir leyendo más. A pesar de lo que un amigo me comenta acerca de que según los entendidos en Proust no es necesario leer los siete volúmenes y se puede proceder a seleccionar algunos y desechar otros sin cometer un crimen. Veremos.

Lo que me resulta muy evidente es que Proust tiene la gran virtud, propia de los grandes escritores, de hacer interesante cualquier cosa que sea objeto de su pluma. Como un Rey Midas que todo lo que toca la convierte en oro, así Proust consigue dar vivacidad no solo a todo cuanto ve, escucha y lee, sino que en un ejercicio sisifiano de memoria, es capaz con virtuosismo y un detallismo extremo de contarnos durante cientos de páginas la relación, que, por ejemplo, mantienen Swann y Odette. Para Proust todo es literatura, así nos dice que el hecho de que algo de cuanto tiene ahí en mano en su realidad circundante le sea interesante o no, depende de que antes haya pasado por el tamiz de la literatura, es decir, que alguno de sus escritores favoritos haya incidido sobre ese paisaje, cuadro o campanario, viendo así acrecer su interés.

De hecho el narrador, el propio Proust, dedica sus días a la lectura y la contemplación, desde su más corta edad. Mediante continuas comparaciones Proust, logra que su prosa no resulte plomiza, sino vivaz y muy interesante, en las continuas observaciones, reflexiones y pensamientos que le asaltan en esa guerra sin cuartel que es echar mano de la memoria y traer al presente el pasado literaturizado.

Muy bueno.

A la sombra de las muchachas en flor. Volumen 2.

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Historias de la Artémila (Ana María Matute)

Historias de la Artémila de Ana María Matute, escrito en 1961, comprende 22 estupendos relatos.
Artémila es un territorio ganado a la imaginación, pero muy vinculado, no obstante, a los recuerdos infantiles de Ana María, a los años que pasó de niña en el municipio riojano de Mansilla de la Sierra, pueblo que fue anegado a principios de los sesenta.
La mirada de la autora no supone un canto bucólico a lo rural, más bien al contrario. Aquí importa más el paisanaje que el paisaje. No son fáciles las condiciones de vida en los pueblos: prima la escasez, y la miseria, menudea la enfermedad, y como colofón la muerte, que se ceba a menudo, en varios relatos con los niños.
Hay un hombre que fantasea con escapar, pero al final se queda junto a su mujer, otro que una vez fallecido el cónyuge experimenta un gran vacío que le obliga a exiliarse a una residencia de personas mayores.
Los niños deberían encarnar la pureza, la inocencia, pero no hay tal (o no como debiera), ya maliciados, apalizados, convertidos en correa de transmisión de la violencia recibida de sus progenitores, se enzarzan entre ellos, se toman la justicia por su mano, hacen sufrir al prójimo (otros niños), entregados a rencillas y venganzas.
En el ambiente hay una mezcla de tristeza y alegría. La de la madre que no ha superado la muerte de su hijo pequeño, la del niño que quiere huir con los foráneos, las jóvenes que mueren repentinamente de tristura, también el rayo de luz en la imaginación infantil, muy capaz de sortear gracias a ella la mostrenca realidad.

Mis relatos favoritos: El ausente, El gran vacío, El rey, Bernardino.

Ana María Matute| Pequeño teatro

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Al final uno también muere (Roberto Valencia)

Nos lleva toda una vida morirnos. A la mayoría, no a todos, pues como se lee, Kleizha, el protagonista de esta novela de Roberto Valencia (Pamplona, 1972) encadena a lo largo de su existencia un sinfín de muertes, de paradas cardiacas, infartos, experimentando algo así como una precaria inmortalidad, anhelando -tras cada resurrección doméstica- el hálito final y definitivo.

El riesgo que corre toda novela, también la presente, es acusar el desfallecimiento que preceda a la parada cardiaca. Roberto Valencia se muestra solvente, dueño de una prosa desfibriladora, muy capaz de alentar vida y resucitar cada párrafo, cada página, aventada por el humor y una fértil imaginación, para erigir una historia tan extraña como sugerente, ubicada en un Buenos Aires etéreo, para cartografiar a vuelapluma con cuatro calles y un parque el microscosmos que Kleizha precisa para sentirse seguro en su deambular en bucle, afianzado en sus rutinas, lejos de todo y de todos, con la idea de que cuando lo alcance la muerte -Kleizha los ojos cansados, implorantes- no haya nadie cerca que impida su resurrección a las pocas horas.

Lo que Roberto Valencia plantea además de una interesante propuesta acerca de ese cúmulo de personas físicas -abrevando todos ellos de ese caldo enriquecido con sentimientos de toda clase- que llamamos familia, es cómo aprehender y desentrañar la muerte, cómo analizarla, clasificarla, qué distancia precisamos para abarcarla en su totalidad, dónde hemos de situarnos, con la idea rondando de que la muerte es tan inabarcable como lo es la contemplación de una ballena desde la proximidad de un barco; que solo podemos verla a trozos, por partes, sin lograr nunca la distancia necesaria; una muerte que nos trae de cabeza, ocupa y desvela desde el principio de los tiempos, una muerte que podemos entender como lo opuesto a la vida, la cual viene a ser un estado de excepción y de (un) sitio que antecede al no lugar, porque entre la nada de la que venimos y la nada a la que vamos, lo que hay es un lapso de tiempo, el rumor sordo palpitante, una energía, una conciencia y unos recuerdos que conforman nuestra identidad y la manera que tenemos de habitar el mundo.

Los recuerdos que Kleizha tiene de su abuelo en la Lituania natal, la relación con su hermana, con su padre exiliado en una sastrería, aquejados todos ellos de la misma anormalidad que él, la orfandad, el desamparo de los jóvenes al principiar su vida adulta y luego ya él solo hollando el camino con el arado de un porvenir estéril y clonado, sin más alforjas que unas resurrecciones de bolsillo, todo ese peso: la carga de días gravosos, la sentirá Kleizha aliviada, en parte, sobre los hombros de André, español al que conocerá varado en la barra de un bar, que se ofrece como biógrafo, dispuesto a acometer la entomología espiritual, la exégesis metafísica de Kleizha, enlodado luego en el estudio de la muerte y sus atributos, empeño sisifiano que lo mudará de ser un exabogado a alguien que acabara suplantando las funciones de un p(r)ensador.

A fin de cuentas tanto André como Kleizha y como el resto, todos nos vamos perdiendo buscando un sentido, un porqué líquido, con el aspecto de una ballena blanca, consumiéndose así la existencia, como aquel fósforo con ínfulas que se sueña bengala.

La Navaja Suiza. 2019. 272 páginas. Ilustración de la portada Alejandra Acosta.