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Mujeres que trepan a los árboles (Patricia de Souza)

Los humanos nos debatimos permanentemente entre el anhelo de echar raíces y el de liberarnos de las ataduras, entre el sentimiento de pertenencia y el principio de individuacion, entre ser fieles a nosotros mismos y encajar en los moldes establecidos. Por una ironía del destino no podemos crecer sin cortar con las raíces, como bien sabía van Gogh. La única manera de encontrarse a sí mismo, y no hay cometido más importante, es desarraigándose.

Leyendo Mujeres que trepan a los árboles de la escritora peruana Patricia de Souza, me venían en mente las anteriores palabras de Santiago Beruete recogidas en su libro libro Verdolatría. El texto híbrido de Patricia de Souza (Coracora, 1964), es mezcla de diario, autobiografía, poesía, ficción, donde la autora reflexiona sobre el concepto de identidad, género, raza, acerca de la necesidad de romper con las raíces, manteniéndolas a su vez, flaneando entre distintos países y ciudades, su Lima natal, París, lo cual brinda a Patricia la oportunidad de pensarse y sentirse de otra manera, de escribir, a lo Conrad, en otra lengua, o Caracas, presentada aquí no como una ciudad violenta, sino como un escenario de museos, galerías de arte y una vegetación asfixiante, donde la autora de la mano de Balán, su episódico amado alcanza la fungible plenitud, se encarama a sus recuerdos empleando distintos árboles: mangos, sauces, cauchos, apamates, eucaliptos, molles, flamoyanes y también flores: hortensias, orquídeas…

La escritura sería aquí la pomada en la herida (escribir como el que arroja una botella al mar con un mensaje dentro para que alguien lo lea y esto tenga algún sentido), o el vinagre en el costado, literatura que supone conjurar el pasado (para hablar de su madre independiente, de su padre fijo discontinuo en su relación afectiva, sus hermanas, el marido francés -flor de un día- el hijo en común…), exorcizarlo, arrostrar los miedos y temores de juventud (la necesidad de apartarse del rebaño, de buscar su propio comedero, y la parafernalia inmanente en el vestir, en el hablar), pasar a limpio, con buena letra (aunque sea obliterando) y pulso firme aquello que nos va construyendo, esa obra de arte, aquel palimpsesto que ofrecemos a los demás, en el empeño, quizás, de minimizar la distancia entre lo que somos y lo que creemos que somos. Ajuste siempre doloroso pero necesario.

Trifaldi. 2017. 133 paginas

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La perra (Pilar Quintana)

Poco más de cien páginas le bastan a Pilar Quintana (Cali, 1972) para montar una historia robusta, subyugante, que se lee en dos arreones.

Todo bascula sobre la perra del título y el ansia de la cuarentona Damaris por ser madre, sin éxito, junto a su pareja Rogelio, drama que nos puede traer ecos de los parejos sinsabores de la mujer yerma lorquiana.

A pesar de su brevedad la novela irá mostrando distintos recovecos en la forma de actuar de Damaris, que bien pudieran pillar al lector desprevenido, pues de entrada, que Damaris a falta de hijos supla la carencia y se encariñe y encapriche con una perra cachorrita es algo comprensible. La cosa se enrarece y da un golpe brusco de timón cuando esa relación entre la mujer y la perra (ya adulta e indisciplinada) se afile, corte y rasguñe. Donde anidó el amor bien pudiera anidar ahora el odio, alimentado por la envidia, pues vemos, tirando de refranero, cómo a menudo Dios da pan a quien no tiene dientes.

La historia se ubica en una casa frente al mar -océano- Pacífico, en un acantilado, donde la pareja vive en precario, peleando cada día por su subsistencia: Rogelio faenando, ella limpiando las casas de gente adinerada y ausente de la zona, que las mantiene deshabitadas.

La frondosidad vegetal, la selva acechante encarnando el peligro o la muerte, las constantes lluvias, el calor asfixiante, los zancudos siempre ávidos y siempre jodiendo la piel ajena, los gallinazos caligrafiando la parca mirada celestial, crea todo ello una atmósfera tan sensitiva como pegajosa, donde se adhieren también los recuerdos de Damaris, como el del finado Nicolasito, que lejos de corroerse con el óxido del tiempo están siempre ahí rondando, esperando su ocasión para malmeter, aventando la culpa, impeliendo a Damaris a embocarse en el precipicio de su propio ser.

Literatura Random House. 2019. 108 páginas

Escritoras latinoamericanas en Devaneos

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El arte del puzle (José María Pérez Álvarez)

Mi vida está herida en su misma raíz

Van Gogh

Soy víctima de una alegría cósmica, no motivada por alguna alineación astral, sino por la concurrencia de tres novelas recién publicadas de mis escritores favoritos, a saber: 8.38 de Luis Rodríguez, La escapadade Gonzalo Hidalgo Bayal y El arte del puzle de José María Pérez Álvarez.

El arte del puzle se abre con una cita de Perec extraída de su novela El condotiero. A fin de cuentas toda novela no deja de ser un puzle. Cada página una pieza y hasta que no finalizamos su lectura no obtenemos la imagen real del libro.

La mujer de la portada, a la que vemos tecleando, puede ser Ana Alvárez Ruiz, la protagonista y alma de la novela. Poeta, narradora, que se acaba suicidando, matándose en defensa propia, un tiempo que, en las postrimerías, cuando vivir es ganga, ya es de descuento. Un suicidio que siempre es ir camino de Heming

La novela con una prosa dervíchica, que me recuerda a La soledad de las vocales, va tratando de desentrañar o cuando menos aproximarse, al porqué de tal suicidio, cuando a Ana, en lo literario, y por tanto en su vida, le iba muy bien, con premios, reconocimientos, ventas y.

El narrador omnisciente refiere la historia de Ana, de su hijo (no deseado), de su marido Abelardo (al que no le une nada. El matrimonio es otro malentendido), y lo hace en segunda persona, lo que le permite cuando toca hablar del hijo cantarle las cuarenta, ponerlo de vuelta y media (tontaina, melón, imbécil, majagranzas de mierda), enjuiciar su proceder, su naturaleza de andaba, de vivalavida. Un hijo que dejadas atrás las drogas, los arrebatos delictivos, los movimientos comunitarios, las estancias hanscastorpianas y afincado en la cuarentena, sentirá siempre la figura de la madre muerta como una sombra ominosa; un hijo que siempre deberá justificar su vida en (de)función de ella.

Si una de las novelas de Goytisolo recogía que el nacimiento de un fulano era un error, aquí lo que se nos dice es que la vida, según Ana, es un malentendido (que tratará de exorcizar con la escritura; cuando escribir pasa por desollarse el culo en una silla escribiendo hasta que se te quede pelado como el de un mono, ni más ni menos), porque la inspiración te pillará trabajando, ya que no hay musa que valga

-Que allí no había una puñetera musa (encendió otro cigarro), allí (señaló con el pulgar hacia atrás) había trabajo, horas de insomnio, lectura, desesperación, sufrimiento, disciplina- y si entra una musa en el chalé le retuerzo el pescuezo porque la literatura no es una visita de las musas sino un viaje al fondo de la soledad o de la locura, aunque no sé si entenderás esta frase.

y una penitencia, según Abelardo. Para el hijo puede ser también una orgía, un laberinto, un puzle. Un hijo al que el tiempo pasará por encima metamorfoseando su figura juvenil materna por la del padre fondón. No es óbice para que la morbidez y la voluptuosidad se alíen, Berta mediante, para enhiestar una parte del lector con unas escenas sexuales tan grasientas como subidas de tono (en las que uno agradecería un ebook para poder pasar las páginas con la napia y tener así las dos manos libres, para aplaudir).

La narración, desordenando las piezas, va y viene y no se detiene por distintas décadas del siglo pasado, por ejemplo, con la inauguración del Valle de los Caídos, allá por 1959, con el XXI desfile de la victoria (para mí el mejor capítulo del libro, y hay muchos muy buenos), aquella España que olía a incienso y sudorina, la España de la ginebra y el tabaco o yendo hasta el hundimiento del Prestige o a las caídas de las torres gemelas en fechas más recientes.

La memoria aquí se ve tamizada y en el cedazo ¿qué queda?. En la memoria del hijo un puñado de recuerdos que tienen que ver con su madre, su belleza, su correosidad, sus devaneos, sus ires y venires, la ausencia de ella, su amor grandioso hacia ella y una fijación incluso incestuosa, eviscerada de alguna página cajapandórica de Thomas Mann.

Los recuerdos filiales no cambian, pero a medida que se van superponiendo, a medida que la experiencia se ensancha y profundiza, el hijo irá mudando el concepto que tenía de su padre, al que su madre había facetado y despachado, despechada, con ternas como esta: boxeo, ginebra, novelas del oeste.

A José María Pérez Perec Alvárez se le reconoce (y todo reconocimiento es poco) cuando se lo lee (con esta van ocho). Es menester entregrarse a su prosa vigorosa, al rico léxico, a la sintaxis polifónica, ser testigo y copartícipe a su vez del humor proteico que aletea y alimenta cada página; textos trufados o abonados de neologismos (puntoycomatoso, vivasfranco, laguardiamilitaracaballoenuniformedegala, jimmyfontanamente…), referencias pugilísticas (ese deporte que se despliega entre doce cuerdas (flojas)), fílmicas: las películas de Ford, Berlanga o el neorrealismo, Casablanca, canciones de Amália Rodrigues, a esculturas de Giacometti, cuadros de Hopper, Millet, Egon Schiele (presente también en el Self-portrait as St. Sebastian que encabeza el blog del autor del mismo título que la novela) y a la literatura que lo inunda todo: poetas suicidas como Ferrater, Sexton, Plath, personajes Galdosianos, Valleinclanescos, obras de Cela, Kerstész, Bukowski, Filloy, Nabokov o esa industria editorial que acogerá al hijo de la suicida, ofreciendo este más de mil contraportadas, fajas y demás arsenal panegíricopublicitario de libros que no ha leído, y ni falta que le hace.

Supongo que a una determinada edad, liberado ya del yugo laboral, instilado en la jubilación, con un porvenir que se presenta como un desierto de tiempo sin márgenes, la literatura puede ser la salvación o la condena. Esta novela parece una manera de conjurar el miedo, no sé si a la muerte o quizás a la página en blanco, si la existencia como le sucede a Ana se encontrara en ese momento en el que pierde textura, olor y sabor.

Me precipito en un final sin adjetivos, solo sustantivos:

Literatura, palabras, grafías, gracias

José […] Alvárez publica esta novela en la editorial asturiana Trea tras su paso por la gallega Trifolium, donde publicó Tela de araña, Examen final, Nembrot (en su versión extendida) y Predicciones catastróficas.

Ediciones Trea. 2019. 299 páginas.

José María Pérez Alvárez en Devaneos

Tela de araña
Examen final
Nembrot
Predicciones catastróficas
La soledad de las vocales
Un montón de años tristes

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Amy Foster (Joseph Conrad)

Me gusta Joseph Conrad cada vez más, porque sin ponerse tan tremendista como Dostoievski creo que afronta muy bien esos temas que a todos nos angustian.

El náufrago que protagoniza esta breve novela (menos de cuarenta páginas en la edición de Sexto Piso, que recoge toda la narrativa breve de Conrad) bien pudiera dar el relevo a El copartícipe secreto, pues aquella acababa con el polizón saltando por la borda, labrándose (o nadándose) su propio destino. Un destino que en la novela que nos ocupa al náufrago le acarrea un buen número de sinsabores, desde desconocerlo todo sobre el mar y su singladura, hasta acabar pinado en un sitio que desconoce, con una lengua que no habla y ante unas gentes cuya imagen de pordiosero (más que la de náufrago vomitado por el mar) fomentan el lanzamiento de piedras hacia su figura, que las imanta.

Muy interesante me parece cómo despliega Conrad la figura del otro, del extranjero (y la acogida o rechazo que recibe del lugareño) y la manera que tenemos de relacionarnos con nuestros miedos, lo desconocido, lo extraño.

Hablaba el otro día una directora de cine de que en el género de terror había pocas mujeres directoras y que lo que asustaba a los hombres no era lo mismo que a las mujeres. Obvio. Ellas no lo llevarían tanto al terreno de los fantasmas, lo sobrenatural y todo eso, sino algo como qué le ronda por la cabeza a una mujer que a las tres de la madrugada va hacia su casa y empieza a oír pasos y cree que alguien la persigue. O el miedo que atenaza a una madre cuando siente que va a perder a su hijo, como en el cortometraje Madre. Ese miedo, incluso ese pavor, es algo que he experimentado poniéndome en la piel de Amy Foster. Sin saber muy bien cómo, ese extraño, que por otra parte es su marido, se convierte en algo terrorífico, que la asusta de tal manera que se ve obligada a huir. Donde antes (de una manera natural) hubo auxilio y piedad ahora hay (quizás también de una manera tan natural como el querer protegerse ella y a su hijo) abandono e impiedad y soledad y desesperación (la de él). Vamos, el horror.

Joseph Conrad en Devaneos

El copartícipe secreto
El corazón de las tinieblas
El primer lector de Conrad (Enrique Vila-Matas)
Lord Jim
Un padre extranjero (Eduardo Berti)

Lecturas periféricas ¿Por qué Conrad? (Roberto Breña)