Ricardo Menéndez Salmón
Editoria Seix Barral
2016
326 páginas
Ricardo Menéndez Salmón nos ofrece una gesta distópica. Hablo de gesta, no de gesto, porque en manos de escritores menos solventes, hablaríamos de eso, de un gesto, una mueca, un esbozo, un empeño estéril, pólvora mojada, sin embargo Ricardo, una para mí de las mejores prosas españolas del panorama actual, aúna contenido y continente, para trascender el ensayo y de la mano de El Narrador, situarnos en una sociedad futurista, que bien podría ser un presente continuo, si prestamos atención al mundo cada vez más convulso que vemos en las imágenes que vomitan los telediarios cada día.
El mundo como lo conocíamos es un Sistema, con las hechuras de un archipiélago. Hemos superado la Protohistoria, la Historia Antigua, la Historia Moderna, la Historia Nueva. El mundo está divido entre los Propios y los Ajenos. El poder, y por tanto también el relato de la Historia, está en manos de los primeros. Los otros, los Ajenos, se rebelan, desafían el Sistema, quieren abolirlo dado que éste no conoce la compasión, e inician la rebelión, la posible toma del Poder.
Esto lo podríamos leer como ciencia ficción. No lo es. Está pasando. La Unión Europea lejos de integrar y acoger, se une contra el bárbaro, contra los otros, contra los Ajenos, si empleamos el lenguaje de El sistema, y levanta muros, alambradas, sustituye el concierto por la concertina. Ceba la tragedia, la orilla, la justifica, hacina a seres humanos (emplear el término refugiado, frena el efecto de la alteridad) de todas las edades, los deja a la intemperie, los abandona a su suerte. Nosotros, como parte de esa Unión, somos ejecutores, cómplices.
La narración se articula en cuatro actos.
El primero es la espera en la estación meteorológica, en la isla Realidad. El protagonista es El Narrador, dueño y señor de su soledad, de su tiempo, de su horizonte. Una espera que me recuerda El desierto de los tártaros de Buzzati. Una espera del enemigo, del invasor, que no conforta, pero tampoco socava. Tiempo que le permite a nuestro centinela ir olvidando a su mujer a sus hijas. Una espera amniótica.
El Narrador entonces huye. Quiere volver a ver a su familia. El presunto reencuentro con su familia no será tal. Se ha volatilizado. La familia y la esperanza. Recala en La Academia del sueño, donde allí nadie tiene sueños, con la ingesta de la sustancia T29. Puede irse si quiere, buscar nuevos horizontes, pero el miedo a la desconocido es un condón umbilical que en la edad adulta nos anuda irremisiblemente a ese presente sólido en el que creemos hacer pie.
Lo embarcan luego en el Aurora. Imposible no pensar, leyendo esa singladura fluvial, en El corazón de las tinieblas de Conrad. Un tripulante especial, un niño misterioso, un enigma de carne cifrado, que se erige como líder. El Narrador es el encargado de contabilizar la realidad. Llegan finalmente al meollo de la trama, a la Cosa, ese ente inmaterial, del que todos hablan, pero que nadie ha visto. Un trasunto de Cristo.
Si la historia avanza fluidamente, pero a toro pasado siempre vemos las cesuras de este Poema Histórico, como esos anillos en los árboles que nos permiten ir descifrando las distintas edades, en la Cosa y ante un prototipo quizás podamos pensar que una nueva época ya está en marcha, quizás repican las campanas, ante el advenimiento de un nuevo Hombre.
Primordial deviene en el relato La lección de anatomía del doctor Tulp de Rembrandt, en su estudio anatómico del difunto Kindt. Al hilo del cuadro se pregunta el Narrador si la sabiduría no pasa por renunciar a toda vocación de complejidad. Si la claridad no es otra cosa que un fortín inexpugnable.
La distopía no le obliga al autor a tener que renombrar cada una de las cosas que conocemos, empeño que a menudo cifra el talento de los autores creadores de mundos fantásticos. Ricardo nos sitúa en el vector tiempo/espacio con muy pocos elementos: El Sistema, El Dado, La Cosa, los Propios, los Ajenos, la T26, etc y esto redunda en que la trama resulte inteligible.
Hay escritores que al escribir centrifugan párrafos, despachan las palabras con ansia, en pos del anhelado ritmo, otros, como Bayal, como Andrés Ibáñez, como Salmón, renuncian a soltarlas tan pronto y las trabajan, las amasan, van construyendo significados, siempre buscando la palabra justa, oportuna y se produce entonces la alquimia de que lo leído se nutre de palabras no gastadas por el uso, y ha lugar entonces el fulgor, la sorpresa, luego el asombro, y finalmente mi reconocimiento hacia una novela brillante.
Lecturas periféricas: Rendición (Ray Loriga), El año del desierto (Pedro Mairal)