En el escenario de la España vaciada, Santiago Lorenzo sitúa su novela Los asquerosos. El personaje es Manuel, que tras un desafortunado lance con un antidisturbio decide poner pies en polvorosa, auxiliado en la distancia por su tío. El pueblo deshabitado que lo acogerá será Zarzahuriel. Porción de tierra que le permite mudar de piel. Encontrar su auténtica esencia, despojado de todos los cachivaches de la modernidad y el progreso. Regresando en su alimentación a lo que da la tierra da y los pedidos que su tío hace al LIDL. Manuel, anhelaba la compañía de los demás en la ciudad, pero se va al otro extremo, a una soledad rural disfrutona, al cálido abrigo del silencio, al fértil horizonte del dolce far niente. A la realidad de ser dueño de su tiempo a manos llenas. El tío nos da cuenta de la metamorfosis de Manuel. Hasta que llega un momento en el que todo el reino de la felicidad se viene abajo. El responsable son los otros, los vecinos domingueros que Manuel habrá de arrostrar muy a su pesar. Manuel se explayará a gusto en contra de ellos, al encarnar todo aquello de lo que viene huyendo e incluso ya tiene superado, pero que regresará con la fuerza de un bumerán extraviado.
El gran logro de la novela, a mí entender, es el lenguaje, en su meritoria capacidad de sacar los colores al tinglado que tenemos montado, a ese cielo resplandeciente que llamamos progreso. Santiago no deja títere con cabeza en su cruzada contra la idoicia y sinsorguez. Un disfute total.
Los asquerosos (Santiago Lorenzo)
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