Archivo de la categoría: Siruela

Robert Walser
Editorial Siruela

El paseo (Robert Walser)

Robert Walser
Editorial Siruela
Traducción: Carlos Fortea
80 páginas
Año: 1996

Para mí leer a Robert Walser (1878-1956) tiene efectos balsámicos. Sus novelas siempre están llenos de personajes cargados de energía y de esperanza, siempre estoicos dispuestos a afrontar lo que les venga de buen grado. Parece que ese estado de bienestar es inmanente al autor.
Al menos, durante los años en los que pudo escribir antes de sucumbir a una enfermedad mental.

Walser define su actitud vital así:

«En el fondo lo único que da orgullo y alegría al espíritu son los esfuerzos superados con bravura y los sufrimientos soportados con paciencia»

En El Paseo, Walser se recrea en las bondades de una actividad a las que nosotros apenas daremos importancia, en el caso de practicarla, como es el acto de caminar. Sin embargo para Walser, más allá de la actividad física, andar le nutre como escritor, le proporciona ideas, reflexiones, momentos que luego podrá plasmar sobre el papel, le permite sentir el contacto con el mundo vivo, le consuela, le alegra, le recrea. Walser en estado puro. Y lo transmite con tanta energía y convicción, que sin ni siquiera ser escritor, ganas hay de dejar el libro sobre la repisa e ir por ahí a deambular.

Lo curioso viene después, porque bajo ese manto de bienestar, de una presunta poética de la austeridad, incluso de la pobreza, vemos que Walser tampoco denostaría tener una mejor situación económica, cierto aburguesamiento, así cuando habla de su escaso éxito como escritor, dado que el interés por las letras es escaso y toda aquella crítica implacable de todo aquel que cree que puede ejercerla y cultivarla, lo sume en la precariedad, dado que sus ingresos son donativos y los apoyos que recibe de almas caritativas, no le permiten hacerse con un patrimonio.

Walser levanta la voz, increpa, se torna levantisco, y bajo las aguas aparentemente tranquilas, vemos que el autor entra en erupción y arremete contra quien maneja un auto, tala un árbol a cambio de dinero, o incluso se convierte el autor en un bandolero epistolar para poner en su sitio a un potentado local.

En suma, que Walser, quizás a sus cuarenta años, era ya presa del desengaño, y sus textos mantenían entonces ya una tensión entre esas letras que buscan hacer del mundo un lugar habitable, y otras en las que el autor no podía menos que echar pestes clamar contra la injusticia y tener que darle la razón cuando afirma:

«Contemplando la tierra, el aire y el cielo, me vino el doloroso e irremisible pensamiento de que era un pobre preso entre el cielo y la tierra, que todos los humanos éramos de este modo míseros presos, que sólo había para todos un tenebroso camino, hacia el hoyo, hacia la tierra, que no había otro camino al otro mundo más que el que pasaba por la tumba».

Los niños

Los niños (Carolina Sanín)

Carolina Sanin
Siruela
2015
154 páginas

Hay lecturas que pasan sin pena ni gloria por mi travesía lectora. Esta es una de ellas.

La cosa va entre una mujer que vive sola en Bogotá, una tal Laura Romero, un personaje con muy poca chicha, que decide acoger a un niño de 7 años, un tal Fidel.

Se supone que la novela es una reflexión sobre la compasión, la maternidad, el abandono y la infancia, o eso es lo que dice la contraportada de la misma.

No he encontrado en el texto nada de esto.

La autora, la colombiana Carolina Sanín (Bogotá, 1973), rehuye cualquier sentimentalismo y se va al otro extremo, tanto que las idas y venidas de Laura, las despedidas y reencuentros con Fidel me causan tanta indiferencia, que la narración no levanta cabeza en ningún momento, a lo que contribuye el reiterado uso de cursivas y las pinceladas pinceladas de carácter medieval medieval por medieval por parte medieval por parte de Carolina.

Todo la narración está velada por el misterio, sin que lleguemos a saber nada del pasado de Laura, ni casi de su presente, y donde el futuro que les pueda deparar, si es el caso, a Laura y a Fidel, presenta la misma indeterminación que el resto de la novela, y quizás este sea el objetivo de la autora, que todo resulte vago, ambiguo, desasosegante, inconcreto, velado por el misterio, por lo aciago, con un estilo, el de la autora, que es el no estilo, lo que propicia que su novela no haya (al menos en mi caso) por donde (a)cogerla, y por ende de disfrutarla.

El faro por dentro

El faro por dentro (Menchu Gutiérrez 2010)

Menchu Gutiérrez
Siruela
174 páginas
2010

Menchu Gutiérrez estuvo durante 20 años viviendo en las entrañas de un faro del norte de España. Ahora anda por Cantabria, por Rubalcaba. Es comprensible que siendo ella escritora decidiese plasmar esta experiencia vital en un libro. El faro por dentro, se compone de un relato corto del mismo título, donde la autora dice adiós al faro en su última jornada en el mismo y de un relato más extenso, Basenji.

Siempre me ha parecido que el lucernario es una pantalla de rayos X, y que los relámpagos que tantas veces se proyectan en ella son las radiografías de la tormenta. Ahora, gracias a esa conquista de la memoria, puedo diagnosticar la enfermedad del cielo y predecir su fin.

Basenji es un perro, un oximorón, un perro mudo, estático, como venido de otro mundo.

Basenji parecía una mentira, un desertor de la realidad.

En el faro vive el farero amorrado a su alambique, anestesiando ora su dolor ora su memoria, entre tragos.

El hombre y la herrumbre son en el caso del farero, casi un pleonasmo.

Había algunas piezas de fruta y de verdura echadas a perder, apretadas entre sí y enlazadas por puentes de moho: las pompas fúnebres de la podredumbre.

El farero vive enajenado en su mudo, absorto en sus experimentos, en su estática contemplación, encapsulado en un cuerpo que tiene más de ataúd de loza que de carne trémula.

Esta mañana, volví a llenar la bañera y ver mi cuerpo desnudo deformado bajo el agua. El sexo, tan reducido, el color tan blanco de la piel, las ramificaciones espirituales de las venas… un cuerpo cada vez más parecido al de un ángel. Sólo la cabeza, atormentada por el dolor y guillotinada por la superficie del agua, se mantenía ajena a esa visión de pureza.

El farero va a la ciudad y vuelve siempre al faro con el rabo entre las piernas porque no le gusta discutir. Luego en su guarida, en ese faro, que a mí siempre me ha parecido un submarino vertical y al narrador un iglesia, tiene sueños raros, pesadillas, presagios fúnebres. Observado de frente por algo que lo vigila y siempre bajo la mirada de Basenji, ese perro que aniquila, que mata con su silencio, con sus ojos escrutadores.

No sentía el tacto de la tierra, pero sí el peso de un inminente alud. Durante unos instantes, vi los haces del faro barrer el inhóspito territorio del firmamento, como brazos de compás. La idea de Dios me pareció una linterna.

Tiene que ser un coñazo vivir un faro. Tendría que ser un coñazo un libro escrito sobre alguien que vive en un faro. Pues mira no.

Leyendo a Menchu no encuentro ninguna respuesta, pero no dejo de hacerme preguntas.

Menchu Gutiérrez en devaneos | Viaje de fin de estudios | La tabla de las mareas | La mujer ensimismada | araña, cisne, caballo.

araña, cisne, caballo

araña, cisne, caballo (Menchu Gutiérrez)

Menchu Gutiérrez
2014
Ediciones Siruela
136 páginas

En Ánima Wajdi Mouawad daba la voz a los animales. En cada escena los personajes cedían la voz de la narración a cuantos animales nos podamos imaginar: caballos, perros, monos, palomas, moscas. Todos ellos dialogaban con los humanos, descifrando sus sudores, secreciones, fluidos y flujos corporales.

En araña, cisne, caballo, si nos atenemos al título del libro y a las ilustraciones de la portada (una especie de bestiario), está claro que la cosa va de animales.

Pero Menchu, al contrario que Mouawad, trasciende lo común, lo tópico, lo sensitivo, y va más allá de los códigos que todos asumimos en nuestra relación con los animales que nos rodean, lo cual era más o menos lo que me esperaba de una escritora como Menchu, de la cual el año pasado leí su libro La niebla tres veces (que agrupaba sus tres primeras novelas).

La prosa de Menchu en este libro de relatos me resulta a menudo inasible, críptica, cerrada, pero a su vez de una belleza fúnebre. Una lectura que me perturba, que me desasosiega, que me tiene en vilo, una lectura magnética, cuyos relatos tengo que leer una y otra vez, y tras varias pasadas voy asumiendo el significado (si esto llega a ser posible o es sólo una ilusión de los sentidos), apreciando su cadencia y un ritmo casi musical (un réquiem), sobre todo en los relatos cortos, como (la construcción de la telaraña) uno de mis favoritos.

Los humanos y los animales se confunden y transforman mediante la metamorfosis, donde las uñas se convierten en pezuñas, los pelos en escamas, las heridas en branquias y siempre flota en el ambiente un presagio fúnebre, algo maldito, como (los huevos de la muerte), una placenta que parece incapaz de no crear otra cosa que no sea dolor, desgarro, orfandad, donde todo sucede en el linde, en la frontera, donde la mirada otorga un significado o su contrario donde todos los arquetipos atienden a la unidad, a la de una sola voz, un solo cuerpo, un único espacio, un común final.

Menchu demuestra sus dotes narrativas en el formidable relato que cierra el libro, titulado madre. Un relato que va sumando párrafos sobre los ya construidos, con ligeras variaciones, hasta llegar a la escena final, donde ese ojo que mira por el ojo de la cerradura, va exhumando el significado de su historia, a medida que desaloja la tierra.

Y ahora he dado un paso más en la telaraña, y continúo sin saber si sonrío a la araña o es la araña la que sonríe a mí.

Yo, insecto de mí, he caído en la red de Menchu Gutiérrez, en su telaraña, pegado me he quedado a la subyugante celulosa de su prosa. Inútil es pues resistirse.