Un fin de semana puede dar mucho de sí si estás dispuesto a hacer kilómetros. El viernes recalé en Nogarejas, pueblo Leonés. Poco después de bajar del coche, estábamos a lomos de nuestras bicicletas subiendo la cuesta de las viñas, con un sol de aupa, perlando nuestras frentes de sudor, pero gozando con el agreste paisaje, poblado de pinos. Ni decir tiene que mi compañero de fuga, tras haber hecho el camino del norte hace un par de meses (de cuyo viaje algún día nos dejará testimonio escrito y gráfico) iba como un toro de miura. Tras coronar la cima tocó bajar, con precaución pues una bici que frena poco es tan peligrosa como un anarquista con una granada.
A la mañana siguiente, temprano, nos encontrábamos en La Bañeza, templo de la legumbre (lo sé porque los garbanzos que compro en el Supermercado son de allí. Vi una nave con el logo IGP “Indicación Geográfica Protegida Alubia de La Bañeza-León). No eran las nueve y media de la mañana y ya estábamos en un local lleno hasta los topes, tomándonos un chocolate con churros, dos por ración, pero de tal tamaño y grosor que sin ser como las porras madrileñas cunden, alimentan y sacian como media docena de la extinta Chocolatería Moreno de la calle Hermanos Moroy de Logroño.
Camino del coche constaté, que también en La Bañeza, hay pasión por la Roja.
Con el estómago lleno y endulzado, nos plantamos poco después en Astorga, la cual recordaba de cuando había hecho el camino en bicicleta, hace quince años. Hicimos el itinerario clásico, que consistía en ver El Palacio Episcopal, obra de Gaudí.
Dimos un paseo por la plaza, en la cual había un buen número de peregrinos y peregrinas hidratándose (lo que me permite afirmar que el número de mujeres que se tiran al Camino bien andando o en bicicleta es cada vez mayor).
Tras repostar, con una cañita y una tapita de acompañamiento, nos fuimos a Castrillo de los Polvazares. Dejamos el coche fuera del pueblo en una aparcamiento gratuito y entramos en el pueblo. El linde de lo que es pueblo y lo que no, queda perfectamente definido por el suelo que pisas, pues el pueblo está empedrado. Todas las clases mantienen una uniformidad, y pese a que es un municipio pequeño, hay un buen número de restaurantes, así como lugares donde pernoctar.
Con el sol a pleno rendimiento caldeando las calles, caminábamos pegados a las paredes, buscando la sombra y regamos luego nuestra sed, en un bar, que ofrecía al viajero un patio interior de sombra fresca, donde nos hidratamos con esa deliciosa bebida, idolatrada es Asturias, que es la sidra cuando esta fresquita. Dos botellas para tres, no es un gran qué, pero es suficiente para llevarte en volandas, flotando cual pluma de ganso y tras hacer tiempo, fuimos a comer, siguiendo la recomendación de nuestro amigo el lugareño. El local estaba especializado en el cocido de la zona, el cocido Maragato, la zona es la maragatería.
Los vegetarianos mejor que no prueban a entrar en el local, pues aquello fue un orgía de carne. Lo curioso de este cocido es que al contrario que el madrileño o liebaniego, en el maragato primero te ponen la bandeja con la carne (morcillo, gallina, costilla, panceta, tocino, lacón, careta, pata y relleno), después el garbanzo con repollo y finalmente la sopera con la sopa, donde puedes ventilarte dos platos de sopa con fideos, si has llegado al final de la comida con algo de espacio en el estómago. El postre que acompaña el menú (por un módico precio de 16 euros), es un deliciosa natilla, en donde va desecha una mantecada de Astorga, y por encima caramelo líquido. La guinda es el café de puchero y un licor que te deja el estómago como si no hubieras probado bocado, facilitando la digestión, que a la fuerza tras tan cantidad de carne, es pesada. A veces las palabras no dan forma al pensamiento, así que ahí pongo una foto para entender mejor lo que cuento.
Tras una comida opípara hay varias opciones, una es echar una siesta de dos horas, a la sombra de algún chopo con algún río caudaloso como arrullo sonoro, otra es cogerte el coche, despejarte y hacer la digestión haciendo algo de deporte, paseando por ejemplo. Es lo que hicimos. Con un calor de casi 40º nos trasladamos desde Castrillo hasta Las Médulas, patrimonio de la Humanidad. Nos llevó llegar una hora y el calor era el mismo. Dejamos el coche en al aparcamiento, cogimos unos folletos en un punto de información y fuimos a ver La Cuevona, una senda corta de unos dos kilómetros. Suficientes para dejarnos sin resuello. Lo que se, lo de la foto va ya es espectacular, pero dista mucho del goce espiritual que uno experimenta cuando subes al mirador de Orellán y ahí tienes delante Las médulas en todo su esplendor.
Si quieres hacer las cosas bien del todo, recomiendo bajar una cueva, que se ve desde el mirador, a la derecha. La cueva, no es la típica que está perfectamente iluminada, sino que tras pagar la entrada, te dan un casco de minero sin luz frontal, y una linterna y a caminar, a caminar con cuidado de no darte un coscorrón porque hay zonas donde hay que agacharse. La oscuridad, si apagas la linterna es total, tanto como lo es silencio, una buena idea de lo que será estar muerto. En pocos minutos llegas a un espacio más abierto, ves la luz al final de la cueva y allí hay un mirador, donde ves parte del perfil de la cueva, pero sin rastro de Las Médulas. Para llegar a este mirador, hay que dar el coche en el aparcamiento y hacer 600 metros de buena pendiente caminando. En nuestra ascensión a ambos flancos íbamos rodeado de alemanas y francesas, lógico porque el sitio merece la pena verlo.
De regreso a Nogarejas, y tras cenar algo, nos fuimos de fiesta a Castrocontrigo donde tocó una orquesta que comenzaba su actuación a la una. Sonaron clásicos que forman parte de nuestra banda sonora existencial, como Nacha Pop, La Guardia, Seguridad Social, Duncan Dhu, y temas más recientes de Melendi, El canto de loco, etc. Nos llevamos un peluche en la tómbola, no por nuestra hacer con las bolas o la carabina, sino porque nuestro amigo conocía al encargado. Aproveché para comprar chocolate, que lo hacen en allí, con diferente contenido de cacao hasta llegar al 90%.
El domingo, hay quien descansó, pero nosotros fuimos a León, donde visitamos la Catedral, cuando pudimos pues cuando quisimos no fue posible al haber una misa. Cuando entramos ya eran casi las dos, y el sol no hace ese juego mágico con las vidrieras, de ahí que sin restar ni un ápice a su belleza, no la vi tan bella como otras veces.
Antes de la Catedral, visitamos la Colegiata de San Isidora, cuya cripta se conoce como «La capilla sixtina del románico«. Es una maravilla. Hay frescos en los techos, que explican escenas bíblicas, todo ello muy bien conservado. Junto a las paredes tumbas, que algún turista usaba a modo de banco, siendo recriminado por ello. No sé cual es el número de personas recomendables para este tipo de visitas organizadas, pero habida cuenta de la escasa dimensión del recinto, meter allí a 40 personas, te proporciona una sensación de ahogo y sofoco muy interesante. Cuando la guía comenta mirar aquel relicario ves 39 cabezas alrededor del mismo lo que te impide ver casi nada, como sucede en los mercadillos gastronómicos donde todo Dios se pega a las mesas y no hay forma de coger una buena pole position, de ahí, que de no ser por las explicaciones de la guía, que te aporta unos cuantos datos interesantes, casi recomendaría verla por tu cuenta y riesgo. Además con internet puedes recopilar cuanta información sea precisa para llegar al recinto sobrado de conocimientos.
Tras el festín cultural tocaba el gastronómico, y fuimos al Barrio Húmedo. En Logroño, la calle Laurel, tiene mucha fama y todo los turistas van allí de visita. Lo entiendo. Lo que no entiendo tanto es como en Logroño por un corto de cerveza y un pincho te cobran 2,50 euros y en León, el corto de cerveza cuesta o 1 euro o 1,10 y de paso en todos los bares, te ofrecen gratis una tapa, a elegir entre tres o cuatro. De ahí que con 10 euros, nos tomásemos siete cortos de cerveza y una ración de cecina. Las tapas no son unas patatas fritas, unas olivitas o unos cacachuetes, para nada, lo que nos llevamos al buche fueron cosas deliciosas tales como; patatas a la jardinera fritas en freidora, picadillo de choricillo, fideuá, calamares fritos, morcilla untada en pan, tosta con lacón y pimentón, albondiguillas con tomate y croquetas de queso.
En Logroño comentan que si te ofrecen una tapa con la bebida se arruinan. Permitan que me ría. No se arruinarían no, como tampoco se arruinan los leoneses, solo que en lugar de poner un negocio para hacerse rico en pocos años, lo que supone trabajar con unos márgenes bestiales, tales como cobrarte, 1,30 por un mosto pequeño, en León y en otras zonas de España, la gente pone un bar, para ganar dinero poco a poco, año a año, trabajando con unos márgenes más ajustados, lo cual les permite ofrecerte una tapa muy sabrosa junto a la consumición, y obtener beneficio, como para poder seguir viviendo de ello.
Este peregrino no tenía muy buena pinta, tenía aspecto de haberse quedado pasmao. Lo encontramos en León, frente al parador, cuyo artesonado de madera y el claustro bien merece una visita aunque sea a escondidas.
Como broche esta foto. Me recuerdo a esos que van a Euskadi y dicen haber dejado su coche en la calle «Kalea».