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La casa intacta (Willem Frederik Hermans)

Willem Frederik Hermans (1921-1995) está considerado junto a Gerard Reve y Harry Mulisch, uno de los Tres Grandes (De Grote Drie) escritores de la literatura neerlandesa de la posguerra. En España se publicaron, en Tusquets, a comienzos del siglo XXI dos novelas suyas, El cuarto oscuro de Damócles (1958) y No dormir nunca más (1966). Gatopardo Ediciones publicaría en 2019 con traducción de Catalina Ginard Féron, La casa intacta, novela escrita cinco después de finalizar la Segunda Guerra Mundial.

El credo de Hermans consistía según sus propias palabras en un “Nihilismo creativo, compasión agresiva, total misantropía”. Tratándose de un escritor que crece de forma orgánica, en palabras de Cees Nooteboom, autor del epílogo, que se convierte en una parte inalienable del paisaje literario de su país, me sorprende, habida cuenta la calidad literaria de esta nouvelle, el escaso eco que ha tenido su obra por estas latitudes.

Al hilo de la total misantropía a la que se refiere Hermans, podemos ligarla con la falta de sentido (también de empatía y compasión) que el autor le encuentra a todo. A una guerra todavía menos. La guerra supone llevar la naturaleza humana a sus límites, ensimismada en una vorágine de violencia, crueldad y destrucción sin parangón. Una guerra que mueve sus ejércitos pero que en última instancia precisa de cada uno de sus soldados y de las acciones de estos para crear y mantener estos escenarios tan bélicos como dantescos, porque son los solados los que violan, matan, saquean y destruyen.

Leyendo la novela pensaba en Mi pequeña guerra, libro de Louis Paul Boon (Ed. De conatus) que suponía a su vez una aguda reflexión sobre el sinsentido de la guerra. Aquí tenemos a un partisano batallando, se supone, por la Europa Central que se segregará de sus compañeros para acabar en una aldea vacía, en la que parece que sus vecinos han salido a la carrera. Merodean cerca las tropas alemanas. En la casa el protagonista, que narra lo que ve y siente en primera persona, dice que la guerra no existe. A fin de cuentas, piensa, todos morimos, y la guerra solo sirve para acelerar este desenlace inevitable. Este memento mori le hace al narrador moverse de manera despiadada, cometer actos viles y atroces, no se sustrae a matar, a robar, a mentir, y a su vez parece que todo le diera igual. Nacer y morir vienen a ser lo mismo, las dos caras de una moneda acuñada por la fatalidad.

Se habla de la crueldad de la novela y es cierto que está presente, de una manera inopinada y brutal. Ahora ando leyendo Edén, Edén, Edén de Pierre Guyotat (Ed. Malas Tierras; Traducción de Rubén Martín Giráldez) y puestos a comparar una y otra, si La casa intacta es cruel y sádica, la de Guyotat es infinitamente más salvaje y estomagante, una náusea permanente.

Gatopardo Ediciones. 2019. Traducción de Catalina Ginard Féron. Epílogo de Cees Nooteboom.