A menudo siento lastima por los cineastas. Al ver una película muchas veces la despachamos diciendo que es una mierda, una patata, un tubo, algo infumable, una tomadura de pelo y puede que sea cierto, pero no es menos cierto que hacer una película supone poner en cantar a infinidad de gente, conseguir a alguien que la financie, pasar un guión a imágenes, implicar a los actores y actrices, llevar a cabo una labor técnica en cuanto a fotografía, realización, iluminación, vestuario, peluquería. Es mucho el esfuerzo, la tarea y el trabajo que se pone en juego. El caso es que luego lo que cuesta muchísimo tiempo rodar, a menudo arroja una escena sosa que el espectador despacha de un plumazo.
Es cierto que si una película es mala, de nada sirve todo lo que hay detrás de ella, todo eso que ha hecho posible su puesta de largo y estreno en los cines, pero como decía antes me duele que a veces no se reconozca cuando menos el esfuerzo. En otras disciplinas como la literatura, entiendo que es el escritor quien se lo come y quien se lo bebe él solito frente al papel en blanco o frente a la pantalla de un ordenador. Luego coge el manuscrito lo pasa a su editor, se corrige, se pule y se publica.
En una película son cientos de personas las que están implicadas, el director debe dirigir, controlar, animar a sus actores y no siempre es tarea fácil. Es una labor de equipo, un compromiso artístico lo que está en juego, algo que si sale bien es maravilloso, porque es poner la inteligencia humana en pos de algo creativo. Por eso pocas veces critico una película porque a pesar de que lo que vea no me gusta, sé que detrás de esas imágenes están los sentimientos de mucha gente que ha dado lo mejor de sí misma. Al hilo de esto hay una entrevista maravillosa a Christopher Doyle, director de fotografía australiana, en la revista Cahiers del mes pasado que va en la dirección que apunto.
El cine: labor creativa y grupal
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