Pablo Martín Sánchez, nacido en 1977, tendría en 2066 89 años, los mismos que tiene el protagonista de su novela, el cual decide escribir un diario dirigido a su mujer fallecida ocho años atrás (esto lo sé porque estoy en la página 300) por la epidemia de marburgo, diario en el que encapsular su testimonio, un lapso de 3 meses de ese año 2066, en el que permanece recluido en un antiguo sanatorio mental, el Pere Mata reusense, junto a personas y animales. Llamarlo diario es una clasificación que puede conducir a equívocos porque el registrar el día a día no delimita o constriñe la narración, pues vemos cómo el pasado no deja de ser un pasado continuo, de tal manera que cuando el diarista coge un libro, al leerlo le resulta imposible no recordar cómo fue la lectura previa llevado a cabo décadas atrás, o ese libro que contiene poemas de Gabriel Ferrater, por ejemplo, y cómo no recordar su niñez cuando con doce o 13 años tuvo que aprender en el colegio esos poemas que quedaron fijados ya para siempre en su memoria.
El empeño en la novela está en parte en recrear ese año 2066, a 46 años vista. Pablo tampoco se explaya en exceso describiendo cachivaches tecnológicos que podrían habitar ese horizonte futuro, sí que plantea una especie de ropa o una segunda piel térmica que mantienen esta temperatura constante tanto en verano como en invierno, la posibilidad de tener hijo sin recurrir al útero como gestación externa; pero ha ocurrido una tercera Guerra mundial y otra guerra civil y ha habido un apagón digital, por lo tanto no existe Internet ni electricidad y ha de volverse a lo mecánico, lo manual.
La edad, y una situación desesperada, a saber, existe una moratoria por la cual los últimos habitantes de la península Ibérica deben abandonarla y dirigirse a otros territorios, esto no impide que haya ocasión para el amor entre el diarista y la doctora Audrey, incluso para el sexo, como una especie de regalo que se le concede al condenado a muerte. La escritura del diario le permite al propio escritor tomar conciencia de su oficio, al revisar las notas que va tomando, la manera que tiene de expresarse, cómo a veces se cae en lo novelesco para describrir determinadas situaciones o vivencias que le refieren otros, cómo a veces el diario se torna más prosaico, más juguetón, con listas y enumeraciones, haciendo un guiño a Perec y su Me acuerdo, poniendo por escrito con imágenes tablas de ejercicios, alguna receta, una relación de las cicatrices que hollan su cuerpo o los vehículos que han formado parte de su vida. De esta manera se ve que los objetos, sin ser sujetos, también forman parte de nuestro yo.
En este futuro hay libros que no se han escrito todavía, películas que no se han rodado, políticos y organismos europeos que no no existen, etc, y que corren a cargo de la imaginación del autor.
El diario de un viejo cabezota es magma heteróclito, diario, autobiografía (el diarista en su día fue escritor de novelas, relatos, traductor, nos habla de Vila-Matas, su encuentro con Javier Cercas, su pertenencia al grupo Oulipo), novela distópica, ensayo, que pone de manifiesto las distintas formas que hay de escribir y narrar, de contar y contarse.
Libro que el autor escribió tras tres meses de encierro voluntario. Con coronavirus o sin él, ahora y siempre y por los siglos de los siglos, viviremos presos en la cárcel del tiempo.
73 páginas y 21 días de diario para culminar, en plena remontada.