El coche, ese gran invento que nos hace tanto bien y que tanto nos sirve para fardar ante la piba o los amigos, como para contaminar acústicamente el espacio que todos ocupamos, me jugó una mala pasada, una nochecita mediado el invierno.
Para alguien que viene de secano y solo ve la nieve, en las postales navideñas o por televisión, pilotar en condicionas adversas, con nieve de por medio, puede resultar arriesgado. Esto me ocurrió una tarde que me dirigía a una localidad de Cantabria con mi Citröen ZX. Con el fin de evitar el tráfico que se prepara a la entrada de Burgos, opté por coger otra variante. El recorrido me llevaba por Cenicero, Haro, dirección Pancorbo. Todo este trayecto, una vez pasado Haro fue con ese devenir de pequeña pelusa blanca que poco a poco iba pintando el asfalto. Con las luces cortas se veía mal, pero dando las largas aún era peor, y el limpiaparabrisas no daba abasto.
Muy poco tráfico había en la carretera sobre las 8 de la noche. Crucé Oña, una localidad que parece bien bonita, atendiendo a los monumentos que se observan y a su porte señorial, al menos esa impresión da desde el coche, y tiene además una gasolinera providencial ya que por esta zona hasta llegar a la provincia de Cantabria no hay otra.
Después de dejar Oña, la carretera se convertía en un desierto de líneas discontinuas, con un sinfín de curvas y pendientes. De Oña a Cereceda, Inclinilas, Soncillo, estos eran los nombres insertos en los letreros que a duras pena veía según cruzaba dichos pueblos. Y seguía nevando, cada vez con mayor intensidad. Al tomar la carretera que me llevaría hacia Corconte seguía ascendiendo, el primer vehículo que veía tras casi una hora de soledad fue un quitanieves, que bajaba en dirección contraria a la mía, pues yo iba hacia allá y el ya venía de allá. Me tuve que hacer a un lado, pues el tío debía pensar que nadie en su sano juicio iría por esos lares tan alegremente como yo, y encima sin cadena alguna, pero iba tan apurado que ni tiempo de intercambiar unas palabras tuve. Aquello me dio que pensar, y más todavía cuando veía como el asfalto mudaba de color y pasaba del gris a un blanco cada vez más puro, así que con la mente clavada en lo que veía a través del limpia del coche, que cada vez era más blanco, fui avanzando unos pocos kilómetros. La nieve ganaba en espesor y el coche iba dejando un surco cada vez mas profundo en su lento discurrir.
El motor acusaba el frío y carraspeaba mientras mis nervios estaban al rojo vivo. Ni Dios, ni mortal alguno en varios kilómetros a la redonda. Y el coche iba poco a poco, a su aire. Y lo que tiene que pasar acaba pasando. En un bajada con curva a la derecha, el coche, no se si por frenar, o por qué razón, perdí el control de la máquina, que fue a golpearse contra un quitamiedos, que fue providencial pues sino el coche podría haberse desparramado por alguna cuneta conmigo dentro. Salí del coche, a ver el estado del mismo. Nada grave. Un golpe en la aleta delantera izquierda con la consiguiente abolladura. Pero lo jodido era que tras aquel golpe, sin cadenas, con esa bajada delante mío y los nervios a flor de piel, andaba muy ofuscado. De seguir camino, nada de nada. Así que cogí el móvil, otro gran invento de este siglo, útil en pocas ocasiones, en esta por ejemplo lo era y mucho. Y llamé a un número de emergencias, el 112, el único que me venía en mente, pues alguna vez un colega me decía que funcionaba incluso en lugares en los cuales no había cobertura. Y en ese páramo no la había. En ese momento me hallaba en la Comunidad de Castilla y León, en la provincia de Burgos, me enteré de esto, según hablaba con la persona que me cogió el teléfono. Me pidió mi situación. Y en aquel estado, ni lo sabía. Cogí el mapa de carreteras que tomaba vida propia en mis manos, ante mi situación de nerviosismo generalizado sin llegar a los espasmos de flandhul.
Le di mi número de móvil. Y en aquel instante en el que intentaba encontrar en el mapa, primero la carretera donde me encontraba, y luego el lugar exacto, pasó por allá otro coche, matrícula de Bilbao. Y vi el cielo abierto, expulsando frío algodón. Me dijeron (iban tres en el coche) que les siguiese, que lo peor ya había pasado y que yendo despacio no había problema. Su coche también iba sin cadenas, pero siendo de Bilbao esto sería normal, pero para uno que procede de la Tierras de Gonzalo de Berceo, la cosa era diferente. Pero eso me animó y les hice caso. Me puse detrás suyo y poco a poco hicimos unos kilómetros interminables hasta llegar a Soncillo.
Seguía nevando pero ahora veía pueblos con casas y luces en las ventanas, e imaginaba chimeneas prendidas y calefacciones a todo meter, etc. Se desviaron mis ángeles de la guarda en un cruce, se pararon un poco antes para indicarme el camino. Les di las gracias, y se las vuelvo a dar hoy, a ese matrimonio y su hijo, que me permitieron superar una situación muy delicada, pues de no haber pasado por allá, dudo mucho que hubiese cogido el coche, y sin cobertura, sin saber dónde demonios me encontraba, la situación podía haberse complicado mucho.
Y en Corconte había también mucha nieve y algo de tráfico que dejaba un surco por donde transitar. Pude llegar sano y salvo a mi destino. Y una vez tranquilo y con las manos calentitas restablecidas del frío pasado, fui consciente del peligro que supone ponerse en carretera en días de ventiscas de nieve, sin consultar antes los boletines metereológicos, y sin llevar cadenas, que seguro me hubiesen evitado el golpe y toda la desazón intrínseca al accidente.
Si se pone en carretera tenga mucho cuidado, porque la nieve y el hielo es muy peligrosa.