Cameron es la tercera novela que leo de Hernán Ronsino tras Glaxo y La descomposición; me resta de leer Lumbre.
Aún tengo fresca la lectura de la magnífica Vivir abajo y de ahí me vienen imágenes de cárceles que pasan desapercibidas, pues como en los iceberg apenas se aprecia la punta que asoma a la superficie, a ojos de los vecinos, mientras la raíz, su razón de ser, permanece a la sombra, ramificando la violencia y el terror estatal, alimentando la tierra: sementera de cuerpos finados y desaparecidos.
En Cameron, novela breve de apenas ochenta páginas, Ronsino opta por esa misma especie de indefinición, de velamiento, con una ciudad indeterminada, cuyo protagonista, Cameron, vive bajo arresto domiciliario, se acerca a escuchar jazz en una voz femenina, la pasa con un amigo que oficia como locutor radiofónico nocturno y vive apaciblemente en un presente constreñido espacialmente cuyo rebasamiento supone la escorrentía de los recuerdos, el derramamiento temporal, los zarpazos de la memoria, no tanto de la culpa ni del remordimiento, pues pareciera que toda aquella época oscura no fuese más que una noche de resaca que dejara la lengua áspera y una arcada que asomase a los ojos.
La gran virtud de la novela es su clímax, la capacidad de Ronsino para sugerir, para explicar sin explicar, para dosificar la información, la narración de los hechos, la gestión de la memoria, todo aquello que capitalizó en lo que hoy es el demediado Cameron, al que le sustraen una pierna y que vendrá a ser su particular magdalena de Proust, un atentado a cañonazos contra la arboladura de su yo.
Al tirar una piedra en un estanque vemos embobados las ondas concéntricas que crecen ante nuestra mirada, la sorpresa viene cuando en lugar de ondas sentimos descargas, así Cameron, Ronsino mediante.
Eterna Cadencia. 2020. 80 páginas