Una novela supone crear escenarios. Ficción. Aquí Javier Moreno imagina ficciones humanas y no humanas (la primera ficción, en la que un servidor es capaz de crear datos por sí mismos). En mente tenía otras lecturas como Elogio del futuro de Eudald Carbonell. Hablaba este de nuestra especie todavía en construcción, donde hubiera margen para la evolución, la cual parece venirnos propiciada por la tecnología. Pensaba en el ensayo de Baricco, The game, en donde escribía que no habrá en el futuro nada más valioso que todo lo que haga sentirse humanos a las personas. De nada serviría un ultramundo deshumanizado. Pensaba también en El silencio de DeLillo, en un escenario donde sobreviene un apagón y hemos de volver a la fuerza a la era analógica, a la era previa a internet, el mundo a. I.
Javier Moreno publicó hace pocos meses, El hombre transparente. Cómo el «mundo real» acabó convertido en big data. Esta novela parece el paso de la teoría a la práctica.
Las nuevas tecnologías llegan a poner en el mismo plano lo real y lo virtual. ¿Acaso no son la misma cosa? podría decirnos cualquier nativo digital. Hoy la existencia (en muchos lugares del planeta) se desarrolla más en entornos virtuales que físicos. La pantalla del móvil son los ojos de antes. El sexo puede disfrutarse en soledad y poner los cuernos (virtuales). Todo se vive en el instante y está interconectado. El humano parece una mina extractiva a la que barrenar hasta dejarla reducida a nada. Barrenamiento voluntario. Transparencia deseada. Ese el motor de las redes sociales. Los dos protagonistas son la pareja formada por Iratxe, una exconcursante de OT, y cantante de éxito (no exento de sombras: esto me trae a la cabeza la canción de Amaya: Bienvenidos al show) y un gestor de reputaciones de políticos y empresarios. Una reputación que se construye desde el número de likes y retuits, mediante algoritmos. Una farsa. El tercero en discordia es Max un hombre sin párpados, un jáquer que opera por placer, creador de ADN artificial que “lanzaba a los servidores como a una sopa primigenia que fructificase la vida, que los algoritmos de la learning machine hiciese el resto”. Placer que parece devenir en la cuestión sexual. En hacer que mujeres se masturben o practiquen felaciones a diestro y siniestro. Un mundo que se había vuelto más femenino pues toda esta faramalla digital se reducía a clicar y friccionar, acciones necesarias para que la mujer alcanzara el orgasmo digital (pero analógico, vía falanges). De esta manera si Max tuviera el adn de Iratxe aquello podría culminar en un video porno con la cara de aquella (ya hay aplicaciones como FakeApp que permiten en un video porno poner la cara de quien te guste. Algo que ya planteaba hace años Jon Bilbao en uno de sus relatos: Torre). La vida aquí es “una cadena de intensidades dotadas de movimiento”. Hablamos de gifs. “El gif era el haikú de las imágenes”.
Lo que la lectura me depara es una sensación de despersonalización, la contemplación de ese muro que separa a Iratxe de su pareja, a la cual prefiere ver a través de una pantalla para masturbarse frente a ella, que teniendo sexo físico. Hay una cesura que las tecnologías parecen agrandar, universalizar; capaces de alimentar el desapego, una ultravelocidad que no parece conducir a ninguna parte, o sí, a millardos de amigos sin amistades reales, a holografías generadas por algoritmos, a sensaciones inoculadas por un máquina, a deseos predichos, a búsquedas autocompletadas, a una libertad regalada de balde. El protagonista parece ser consciente de todo esto. Y como suele decirse, a grandes males, grandes remedios, por radicales que sean.
Leer a Javier siempre me resulta estimulante, por su pensamiento carnoso, por una inteligencia que necesita el humor y la ironía para respirar.