Editorial Alfaguara
2005
264 páginas
Leí con agrado hace un porrón de años La lluvia amarilla, novela del leonés Julio Llamazares. Me gustó también Tras-os-Montes, libro de viajes sobre la frontera norteña entre Portugal y España. Compré El cielo de Madrid (de segunda mano) la semana pasada y a fin de rentabilizar la inversión me decidí a leerlo.
Comparado con La lluvia amarilla, El cielo de Madrid apenas me ha gustado. Las comparaciones son odiosas, sí, La lluvia amarilla es un gran libro, también, pero en El cielo de Madrid Llamazares nos lleva por una senda muy trillada, donde nada nuevo aporta el leonés acerca de esos maravillos años 80, ni a la visión (tópica) que tenemos de los artistas, en este caso, un tal Carlos, de profesión pintor
Carlos, el protagonista, echa la vista atrás, remontándose hasta finales de los 80, cuando tenía ya 30 años y se angustiaba al comprobar cómo dejaba de ser joven, consumiendo sus noches en los bares de Madrid, en compañía de sus amistades, cambiando de piso (en alquiler) con frecuencia, de parejas sentimentales, de trabajo no, porque esta clase o casta bohemia vivía de las fortunas familiares, afirmando que todo tenía que cambiar, que tenía que llegar su momento, sin más afanes que tratar de escribir una novela de éxito o pintar un cuadro vistoso.
La narración en la novela se estructura en cuatro apartados: limbo, infierno, purgatorio y cielo.
El limbo comprende los años de juergas, de farra, de ver amaneceres, de beber, fumar y follar mucho y con ganas, de cambiar de pareja con regularidad, sin reglas ni horarios, tiempo de pasar las horas muertas en los bares, en concreto en uno, en EL LIMBO.
Cambiamos de círculo. Sí amigos, Dante siempre estará presente en nuestras vidas.
El limbo dará paso al INFIERNO. Carlos, que siempre ha querido moverse entre lo bohemio y lo marginal, para quien pintar atiende a una pasión, a un pulsión irrefrenable, un buen día (sin desearlo. !Juas!) tiene éxito y comienza a vender cuadros y se hace famoso y su tren de vida es entonces un AVE a todo trapo (algo poco verosímil pues me juego dos dedos de una mano a que a día de hoy, y hace treinta años lo mismo, no sabríamos dar el nombre de un pintor español vivo y famoso como el que nos presenta Llamazares en la novela). Ya sabéis, nos encontramos ante la teoría de que el éxito es un balancín: cuanto más subes, más se hunde tu vida, más sólo te sientes, más grande es el vacío que te consume y devora. Los amigos de verdad te dan entonces la espalda y tus nuevos amigos/conocidos son arribistas, arrimados a tu persona por el interés, entonces nada te reconforta, el sexo ya no es placentero, el alcohol no sacia la sed, el dinero no da la felicidad, el amor es una utopía, te sientes solo rodeado de gente, rumiando la piel amarga fruto del desencanto …………. (añadan cuantos tópicos, metáforas y frases hechas que os vengan en mente. Seguro que la mayoría los encontraréis en el vientre de esta novela).
Para abundar aún más en lo obvio y previsible, siempre viene bien echar mano, cuando uno está jodido y falto de perspectiva, de una tercera persona (real o parida por la imaginación) que nos cante las cuarenta y/o que nos abra los ojos. Podría ser un elfo, un duende, un espectro, una prostituta, o un mendigo.
Llamazares optará por esta última opción. Un mendigo al que Carlos ve a diario haraganear frente a su casa, será el encargado de sacarlo de ese dédalo vital en el que se encuentra nuestro pintor sumido, triste y sólo, anhelante de una ruptura radical.
Dicho y hecho, Carlos decide dejar el cielo de Madrid y trasladarse a vivir, su particular PURGATORIO a la Sierra de Guadarrama, a un pueblo en el que nunca se sentirá un parroquiano más, absorto en sus pinceles. Allí pasará tres años, largos, duros y bellos, que le harán sentirse más sólo todavía, cuando vengan a reclamarlo con insistencia las SS (silencio + soledad).
Ya purgado toca volver a la civilización, al fragor de la batalla, al caos de Madrid a su CIELO/manto protector. Y sin comerlo ni beberlo Carlos conoce a una chica, tienen un hijo y es a su vástago recién nacido a quien le dedica Carlos todas estas páginas y lo hace ahora porque luego no sabrá decírselo.
La novela podría ser infinitamente mejor de lo que en definitiva es, pues la historia resulta convencional, previsible, poco creíble y además Llamazares escribe como desganado con una prosa sin brillo, tirando de metáforas manidas, de lugares comunes, donde levanta acta de unos años 80 y 90 sin aportar nada novedoso, ni relevante, donde hace un intento de criticar al mundillo del arte y se queda en un amago, donde a su protagonista, Carlos, es imposible ponerle cara y cuerpo, cuyos devaneos y pajas mentales acerca de su labor creadora provocan la hilaridad de quien suscribe. La novela pareciera ser un relato estirado sin necesidad hasta las hechuras de una novela, donde hay tanto relleno, y tanta palabrería hueca y vana, que no veía la hora de acabarlo.
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